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– Encontrar algo en las ofertas de trabajo de The Times.

Neil se echó a reír y Wexford, su enfado convertido en pena, sonrió entristecido. Neil llevaba semanas leyendo las ofertas de trabajo. Le había comentado a su suegro que había escrito más de trescientas solicitudes, todas en vano.

– The Times no te da dinero -afirmó Neil, y Wexford, a diferencia de Sylvia, captó la amargura en su voz-. Además, quiero saber qué pasa con nuestra hipoteca. Quizá puedan hacer algo para evitar que la constructora se quede con la casa. Yo no puedo. Tal vez me aconsejen qué hacer con la escuela de los chicos, aunque no sea para decimos si debemos enviarlos a la pública. En cualquier caso, conseguiré dinero. ¿Cómo llaman lo que te envían? ¿Un giro? Son cosas que debo saber, Reg, y cuanto antes, mejor. Sólo nos quedan doscientas setenta libras en la cuenta conjunta y es la única que tenemos. Casi es mejor así porque te preguntan cuánto tienes ahorrado antes de darte nada.

– ¿Quieres un préstamo? -preguntó Wexford en voz baja-. Podemos prestarte algo. -Pensó y después tragó saliva antes de añadir-: ¿Digamos mil?

– Gracias, Reg, muchas gracias, pero no. Sólo servirá para demorar el momento de la verdad. Te agradezco la oferta. Los préstamos hay que devolverlos y no veo cómo pagártelo, aunque pasen años. -Neil consultó su reloj-. Debo irme. Mi cita con el consejero de nuevas solicitudes es a la diez y media.

– Ah, ¿te han dado una cita? -comentó Dora sin pensar lo que decía.

Era curioso ver cómo una sonrisa entristecía un rostro. Neil no llegó a dar un respingo.

– ¿Ves como el estar en paro te degrada? Ya no estoy entre aquellos que esperan un trato cortés. Ahora soy uno de la cola, los camareros de la fila que tienen la suerte de que al menos les atiendan, a los que envían a casa sin nada y les dicen que vuelvan mañana. Probablemente también he perdido mi estilo y mi apellido. Alguien saldrá y gritará: «Neil, el señor Stanton le recibirá ahora». A la una menos diez aunque esté citado a las diez y media.

– Lo siento, Neil, no quería…

– No, desde luego que no. Es inconsciente. Mejor dicho, es un cambio que hace la consciencia, un ajuste en la manera de pensar sobre un próspero arquitecto con más encargos de los que puede atender y alguien que está sin trabajo. Tengo que irme.

No se llevó el coche. Sylvia lo necesitaba. Iría a pie las ocho manzanas hasta el ESJ, y después…

– Cojera el autobús -dijo Sylvia-. ¿Por qué no? Yo lo hago la mitad de las veces. Si sólo hay cuatro al día, mala suerte. Tenemos que ahorrar gasolina. Espero que pueda caminar ocho kilómetros. Tú decías que tu abuelo caminaba ocho kilómetros para ir a la escuela y otros ocho para volver cuando sólo tenía diez años.

A Wexford no le gustó el tono desesperanzado en la voz de su hija por mucho que deploraba su autocompasión y su petulancia. Escuchó a Dora ofrecer quedarse con los niños durante el fin de semana para que Sylvia y Neil pudieran ir solos a alguna parte, aunque solo fueran a Londres donde vivía la hermana de Neil, y secundó la idea quizá con demasiado entusiasmo.

– Cuando pienso -dijo Sylvia, que era dada a los recuerdos tristes-, lo que sufrí para ser asistente social. -Despidió a su marido con un gesto y continuó cuando él aún podía escucharle-. Neil no fue capaz de cambiar su estilo de vida para ayudarme. Tuve que buscar a alguien para que cuidara de los niños. Algunas veces trabajaba hasta la medianoche. ¿Y para qué ha servido tanto esfuerzo?

– Las cosas acabarán por mejorar, cariño -la animó Dora.

– Nunca conseguiré otro trabajo en el servicio social, lo presiento. ¿Recuerdas aquellos niños de Stowerton, papá? ¿Los chicos que dejaron solos?

Wexford hizo memoria. Dos agentes habían recibido a los padres en Gatwick cuando bajaron de un avión procedente de Tenerife.

– ¿No se llamaban Epson? Él era negro y ella blanca…

– ¿Qué tiene que ver eso con el asunto? ¿Por qué meter el racismo por en medio? Aquel fue mi último trabajo de asistente social antes de los recortes. Nunca imaginé que volvería a ser ama de casa antes de que aquellos niños regresaran con sus padres. ¿De verdad quieres tener a los niños el fin de semana, mamá?

Aquella era la mujer que había visto conduciendo el coche rosa. Fiona Epson. No es que fuera importante. Wexford se preguntó si debía acostarse o desafiar al médico y regresar al trabajo. Ganó el trabajo. Cuando salía de la casa oyó a Sylvia informando a su madre sobre lo que ella llamaba formas aceptables de lo políticamente correcto.

2

La familia Akande había llegado a Kingsmarkham hacía poco más de un año, y en cuanto ocuparon la casa en el número veintisiete de Ollerton Avenue, los propietarios y ocupantes de las dos casas vecinas pusieron las suyas a la venta. Aunque fue un insulto para Raymond y Laurette Akande y para sus hijos, desde un punto de vista práctico fue una suerte. La recesión estaba en el peor momento y las casas tardaron mucho en venderse, los precios de venta eran cada vez más bajos, pero los nuevos propietarios resultaron ser gente agradable, tan amables y liberales como el resto de los vecinos de Ollerton Avenue.

– Tome buena nota de mis palabras -manifestó Wexford-. Dije «amable», dije «liberal», no dije «no racista». En este país todos somos racistas.

– Venga ya -replicó el inspector Michael Burden-. Yo no lo soy. Usted tampoco.

Se encontraban en el comedor de Wexford, tomando un café, mientras los chicos Fairfax, Robin y Ben, y el hijo de Burden, Mark, miraban por televisión el campeonato de Wimbledon en la habitación vecina con Dora. Había sido Wexford el que había sacado el tema, aunque no sabía por qué. Quizá lo había hecho molesto por la acusación de Sylvia cuando hablaban de los Epson. No lo había olvidado.

– Nuestras esposas no lo son -añadió Burden-, ni nuestros hijos.

– Todos somos racistas -insistió Wexford, sin hacerle caso-. Sin excepción. Las peores son las personas de más de cuarenta. A usted y a mí nos educaron en la creencia de que somos superiores a los negros. Quizá no haya sido de una forma explícita pero ahí estaba. Nos condicionaron de aquella manera y sigue con nosotros, no es erradicable. Mi esposa tiene una muñeca negra llamada Pepona y otra blanca llamada Pamela. La gente de color era conocida como los negros. ¿Algunas vez ha escuchado a alguien que no sea un sociólogo como mi hija Sylvia referirse a la gente blanca como caucásica?

– De hecho, mi madre se refería a la gente negra como «negritos» y pensaba que era cortés. «Betún» era vulgar pero «negrito» estaba bien. Pero de esto hace mucho tiempo. Las cosas han cambiado.

– No, no han cambiado. No mucho. Sólo que hay más gente negra. Mi yerno me dijo el otro día que ya no nota la diferencia entre una persona negra y otra blanca. Yo le pregunté: «¿No notas la diferencia entre rubio y moreno? ¿No ves si una persona es gorda y otra flaca? ¿Qué forma es esa de superar el racismo?». Llegaremos a un punto en el que una persona le dirá a otra sobre alguien negro: «¿Cuál es?» y el otro responderá: «El tipo de la corbata roja».

Burden sonrió. Entraron los niños, dando un portazo, para anunciar que Martina había ganado su primer set y Steffi el suyo. Los apellidos prácticamente no existían para ellos y sus contemporáneos.

– ¿Podemos comemos las galletas de chocolate?

– Preguntadle a la abuela.

– Se ha dormido -contestó Ben-. Pero dijo que nos las podíamos comer después del almuerzo y ya hemos comido. Son las que tienen trocitos de chocolate y sabemos dónde están.

– Cualquier cosa por una vida tranquila -dijo Wexford, y añadió con voz seria, con una ligera nota de reproche-: Pero os tendréis que acabar todo el paquete. ¿Está claro?