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«Supongo que preferirá la fornicación al rapto o al asesinato», pensó Wexford, un tanto enfadado pero, desde luego, no hizo ningún comentario sino que dijo en voz alta:

– Doctor Akande, es casi seguro que tiene razón. Esto no es nada. Melanie estará en alguna parte dónde no hay teléfono. ¿Me llamará por la mañana, si es tan amable? Tan temprano como quiera. -Hizo una pausa-. Digamos, después de las seis. Pase lo que pase, si aparece o llama o si no aparece o no llama.

– Tengo el presentimiento de que ahora mismo intenta comunicarse con nosotros.

– En ese caso no ocupemos más el teléfono.

El teléfono sonó a las seis y cinco.

Wexford no dormía. Acababa de despertarse. Quizá se despertó porque en el subconsciente le preocupaba la hija de los Akande. Mientras atendía el teléfono, antes de que Akande hablara, ya pensaba: «No tendría que haber esperado, tendría que haber hecho algo anoche mismo».

– No ha vuelto ni ha llamado. Mi esposa está muy angustiada.

«Espero que usted también -pensó Wexford-. Yo lo estaría.»

– Iré a verles. En media hora estoy allí.

Sylvia se casó casi inmediatamente después de acabar la escuela. No tuvo tiempo de preocuparse por saber dónde estaba o qué le pasaba. Pero su hija menor Sheila le ocasionó muchas noches de insomnio, noches de terror. Cuando pasaba las vacaciones en casa, al acabar el curso lectivo en la escuela de teatro, tema la costumbre de desaparecer con sus novios, sin llamar, sin dar ninguna pista de su paradero hasta que, tres o cuatro días más tarde, llamaba desde Glasgow, Bristol o Amsterdam. Él nunca se había acostumbrado. Mientras se duchaba y se vestía pensó en contarle a los Akande sus experiencias para animarles, aunque también denunciaría a Melanie como persona desaparecida. Era una mujer joven, así que organizarían una búsqueda.

Algunos días iba al trabajo a pie, para hacer ejercicio, pero por lo general salía dos horas más tarde que hoy. La mañana era brumosa, todo estaba tranquilo, el sol un resplandor blanquecino en un cielo blanco. El rocío empapaba la hierba amarillenta por el calor del verano. No vio ni a un alma en las dos primeras manzanas, después cuando tomó por Mansfield Road se cruzó con una anciana que paseaba a un Yorkshire minúsculo. A nadie más. Pasaron dos coches. Un gato con un ratón en la boca cruzó la calle desde el treinta y dos de Ollerton Avenue al veinticinco y desapareció por la gatera en la puerta principal.

Wexford no tuvo tiempo de llamar en el número veintisiete. El doctor Akande le esperaba en la entrada.

– Me alegro de verle.

Wexford resistió la tentación de decir «no hay problema» en alguna de las versiones políglotas de Robin y entró en la casa. Un lugar agradable y sin nada de particular. No recordaba haber estado antes en ninguna de las casas de cuatro dormitorios de Ollerton Avenue. Había árboles en las aceras, con un exceso de follaje en esta época del año. Privaban de luz al interior de la casa de los Akande hasta que el sol daba la vuelta y por un momento, hasta que entró en la habitación, no vio a la mujer que estaba junto a la ventana, mirando al exterior.

La pose clásica, la postura de toda la vida, del padre, la esposa o la amante que espera y espera. Hermana Ana, hermana Ana, ¿ve venir a alguien? Sólo veo la hierba verde y la arena amarilla… Ella se volvió y vino hacia él, una mujer alta y delgada de unos cuarenta y cinco años vestida con el uniforme de las enfermeras del Stowerton Royal Infirmary: vestido azul marino de mangas cortas, cinturón con una hebilla de plata con adornos, dos o tres escudos sujetos sobre el pecho izquierdo. Wexford no había esperado encontrar a alguien tan bien parecido, a una figura tan elegante. ¿Por qué no?

– Laurette Akande.

Ella le tendió la mano. Era una mano larga y delgada, la palma color amarillo, el dorso café oscuro. La mujer sonrió. Wexford pensó: «Siempre tienen los dientes tan bonitos», y entonces se ruborizó como no lo había hecho desde la adolescencia. Era un racista. Por qué sino, desde el instante que entró en la habitación, había pensado, que extraño, es igual a cualquier otra casa, los mismos muebles, las mismas flores en el mismo jarrón… Carraspeó, y preguntó con voz firme:

– ¿Le preocupa su hija, señora Akande?

– Los dos estamos preocupados. Pienso que tenemos motivos, ¿no le parece? Han pasado dos días.

Wexford observó que ella no le quitaba importancia al tema, no decía que era el típico comportamiento de los jóvenes.

– Por favor, siéntese.

Su tono era perentorio, un poco fuera de lugar. Carecía del toque inglés del marido, quizá su estilo de tratar a los pacientes. Este era el momento, pensó Wexford, para hablar de las correrías de Sheila. Laurette Akande añadió con energía:

– Pienso que ha llegado el momento de tratar este asunto de forma oficial. Tenemos que denunciar su desaparición. ¿No es algo que está por debajo de su cargo?

– No se preocupe -contestó Wexford-. Necesito saber algunas cosas más. Comenzaremos por los nombres y las direcciones de las personas con las que ella iba a pasar la noche. También quiero el nombre del novio. Ah, y ¿con quién era la cita que tenía en Kingsmarkham antes de marchar a Myringham?

– Era en el Centro de Empleo -dijo el doctor Akande.

– El Centro de Trabajo del Servicio de Empleos -le corrigió la esposa con precisión-. Ahora se llama ESJ. Melanie buscaba un empleo.

– Buscaba trabajo desde mucho antes de acabar los estudios -dijo Laurette Akande-. Eso fue en Myringham. Se graduó este verano.

– ¿En la universidad del Sur? -preguntó Wexford.

– No, la universidad de Myringham, lo que antes era la Politécnica -contestó el marido-. Ahora son todas universidades. Ella estudiaba música y danza, «artes interpretativas». Siempre me opuse a que eligiera esa licenciatura. Tenía unas notas excelentes en historia. ¿Qué le impedía optar por la historia?

Wexford estaba seguro de que sabía las razones para oponerse a la música y la danza. «Son unos bailarines maravillosos», «Cantan como los ángeles…» ¿Cuántas veces había escuchado éstos comentarios en apariencia tan generosos?

– Quizá no sabe que los negros africanos son los miembros más educados de la sociedad británica. Lo demuestran las estadísticas. A la vista de ese hecho, esperamos grandes cosas de nuestros hijos, y ella tendría que estar dedicada de lleno a obtener una profesión. -De pronto Laurette Akande pareció recordar que no era la educación de Melanie el motivo de la crisis-. Bueno, ahora no tiene importancia. No hay posibilidades en lo que quiere hacer. Su padre se lo dijo pero no quiso escucharle. Tienes que estudiar administración de empresas o cosas así, le aconsejé. Ella fue al ESJ, recogió un formulario y fijó una cita con el consejero de nuevos solicitantes para el martes a las dos y media.

– Entonces, ¿cuándo se marchó de aquí?

– Mi marido tema las consultas de la tarde. Era mi día libre. Melanie preparó un bolso con sus cosas. Dijo que esperaba estar en casa de Laurel a las cinco y recuerdo que le comenté: no cuentes con ello, tener hora a las dos y media no significa que te atiendan puntualmente, quizás te haga esperar una hora. Salió de aquí a las dos y diez para tener tiempo de sobra. Lo sé porque sólo son quince minutos a pie hasta la calle Mayor.

¡Laurette Akande sería el testigo ideal! Wexford rogó para sí mismo que nunca le citaran como tal. Su voz era fría y controlada. No desperdiciaba las palabras. Debajo de su acento del sureste de Inglaterra quedaba el rastro del país africano del que había emigrado quizá en sus años de estudiante.

– ¿Cree que fue directamente del ESJ a la casa de su amiga en Myringham?

– Sé que lo hizo. En autobús. Pensaba tomar el de las cuatro y cuarto, por eso le comenté lo de tener que esperar al consejero de nuevos solicitantes. Me pidió el coche pero le dije que no. Yo lo necesitaba al día siguiente. Tenía que estar en el hospital a las ocho cuando entra el turno de día. -Consultó su reloj-. Tengo que irme. Hoy también entro a las ocho y con el tráfico que hay, un viaje de diez minutos se convierte en media hora.