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Wexford se cronometró hasta la parada de autobús más próxima. Éstos períodos de tiempo casi siempre eran más cortos de lo pensado, y comprobó que no tardó cinco sino tres minutos en llegar. Sin embargo, no había ningún autobús más temprano. Estudió el horario en el tablero, un tanto estropeado, con el cristal rajado en diagonal, pero todavía legible. Los autobuses pasaban cada hora, en el primer cuarto. Melanie había tenido que esperar por lo menos veinte minutos.

Era durante las esperas forzosas, pensó, cuando las mujeres aceptaban que alguien las llevara. ¿Lo habría hecho? Le preguntaría a los padres si ella acostumbraba a hacer autoestop. Primero esperaría el informe de Vine para saber el fruto de las averiguaciones en Myringham. Mientras tanto, ¿habría alguien cercano a la parada que hubiera visto algo?

En la tintorería no sabían nada. Desde la bodega no se veía la calle, lo impedía la multitud de botellas y latas colocadas en los escaparates. Entró en el quiosco de Grover. Era su quiosco de toda la vida, el que le enviaba el periódico cada día desde hacía años. En cuanto le vio entrar, la mujer detrás del mostrador comenzó a disculparse por las demoras en las entregas. Wexford la interrumpió, dijo que no se había dado cuenta, y que en cualquier caso no esperaba que un colegial se levantara al alba para llevarle su Independent a las siete y media. Le mostró la foto.

El hecho de que Melanie Akande fuera negra era una ventaja. En un lugar donde había muy pocos negros, la conocían, la recordaban, incluso aquellos que nunca habían hablado con ella. Dinny Lawson, la encargada del quiosco, la conocía de vista pero, por lo que sabía, nunca había estado en el local. En cuanto a la cola del autobús, algunas veces se fijaba en ella y otras no ¿Wexford se refería al martes por la tarde? Sólo estaba segura de una cosa. Nadie, blanco o negro, había tomado el autobús de las tres y cuarto a Myringham, nadie.

– ¿Cómo puede estar tan segura?

– Se lo diré. Mi marido me dijo, creo que fue el sábado o el domingo, que le extrañaba que mantuvieran el servicio de autobús de primera hora de la tarde porque nunca viajaba nadie. Por las mañanas, sí, sobre todo los de las ocho y cuarto y las nueve y cuarto, y también los de última hora, van llenos. Así que le respondí, mantendré un ojo atento y ya veremos. Bueno, esta semana tuvimos la puerta abierta cada día por el calor, y veía la parada sin necesidad de acercarme a la puerta. Mi marido tenía razón, ni el lunes, ni el martes ni ayer subió nadie en los autobuses de las dos y cuarto, tres y cuarto y cuatro y cuarto. Mi marido quiso apostar cinco libras a que tenía razón y me alegré de no haber aceptado la apuesta.

Así que había desaparecido en algún punto entre la oficina de la Seguridad Social y la parada del autobús. No, «desaparecido» era una palabra demasiado fuerte, por el momento. No importa lo que les hubiera dicho a los padres, quizá nunca pensó en tomar aquel autobús. Tal vez había arreglado encontrarse con alguien después de su cita con el consejero de nuevas solicitudes.

En ese caso, ¿era posible que se lo hubiera dicho a Annette Bystock? Wexford no sabía si Annette Bystock era una de esas personas amables que invitaban a las confidencias de los demás, confidencias que no tenían una vinculación aparente con el tema a tratar. Era muy posible que Annette le hubiese preguntado si ella estaba disponible para una entrevista aquel mismo día y Melanie le hubiese dicho que no, que iba a encontrarse con su novio.

O quizá no había habido cita alguna con un novio, ninguna confidencia, nada que confiar, y Melanie había aceptado la invitación de un desconocido de llevarla a Myringham. Después de todo, Dinny Lawson no había dicho que aquella tarde no había nadie cerca de la parada, sólo que no había visto a nadie tomar el autobús cuando llegó.

Dora Wexford había tomado la costumbre de preparar grandes cantidades de comidas muy elaboradas para su hija y la familia de su hija cuando venían a comer. Su esposo le había comentado que aunque Neil y Sylvia estaban en el paro, no eran pobres, ni estaban en la cola de la olla popular, pero no sirvió de nada. Aquella noche Wexford llegó a su casa justo a tiempo para disfrutar de una sopa de zanahorias y naranjas antes del plato principal, consistente en riñones de cordero a la brasa, empanada de espinacas y requesón, patatas nuevas y judías verdes. Las cucharas de postre revelaban la posterior llegada de aquella rareza, aquel lujo que nunca disfrutaban cuando estaban los dos solos: un budín.

Neil, pálido y ojeroso, comía vorazmente como si buscase consuelo en los alimentos. Cuando Wexford se unió a ellos, le explicaba a su suegra el fracaso de su visita a la oficina de la Seguridad Social. No podía percibir ningún pago porque, antes de perder su trabajo, había sido trabajador independiente.

– ¿Y eso qué tiene que ver? -preguntó Wexford.

– Él me lo explicó con mucho detalle. Como trabajador independiente no pagué al seguro nacional clase uno durante los dos años fiscales anteriores al año fiscal en el que hago la solicitud…

– ¿Pero tú los pagaste?

– Claro que sí pero en otra clase. Él también me lo explicó.

– ¿Quién era? ¿La señora Bystock o el señor Stanton?

– ¿Cómo lo sabes? -Neil le miró atónito.

– Tengo mis razones -contestó Wexford enigmático. Después añadió-: Hoy estuve allí por otro asunto.

– Fue Stanton -dijo Neil.

Wexford se preguntó de pronto por qué Sylvia parecía tan ufana. Preocupada por mantener el peso, había comido los riñones, rehusado la empanada y ahora había dejado los cubiertos en diagonal sobre el plato. Una sonrisa levantaba la comisura de los labios. Uno después del otro, Ben y Robin pidieron más patatas.

– Prometed que os las comeréis todas.

– Problem yok -replicó Robin.

– ¿Qué piensas hacer? Tienen que hacer algo por ti.

– Sylvia es la que tiene derecho, ¿te lo puedes creer? Se da el caso que trabajaba a tiempo parcial, pero reunió las horas suficientes para presentar la solicitud, así que lo hizo por ella, por mí y los niños.

Después de decirle a Ben que masticara correctamente y que no se tragara la comida a trozos, Sylvia manifestó con aire triunfaclass="underline"

– Firmaré cada martes. Los martes firman de la A a la K, los miércoles de la L a la R y los jueves de la S a la Z. Me pagarán por todos nosotros. Y ellos pagarán la hipoteca. A Neil le ha sentado como un tiro, ¿no es así, Neil? Hubiera preferido que saliera a hacer faenas domésticas.

– No es verdad.

– Es verdad. No diré que no me alegro porque mentiría. ¿Cómo creéis que me siento después de soportar durante años que mi marido me dijera primero que no era capaz de ganarme un sueldo, y, cuando lo ganaba, dijera que no valía la pena porque se lo llevaban los impuestos?

– Nunca dije tal cosa.

– Me siento en la gloria -afirmó Sylvia, sin hacerle caso-. Ahora todos ellos dependen de mí. Todo ese dinero, y es mucho, me lo pagarán a mí. Para que después hablen de sexismo y de machismo…

– No pagarán la hipoteca -le interrumpió Neil-. Casi todo lo que dices no es exacto. Pagarán los intereses de la hipoteca y pondrán un límite en la cantidad que pagarán. Tendremos que poner la casa en venta.

– De ninguna manera.

– Claro que sí. No tenemos otra opción. La venderemos y compraremos una adosada en Mansfield Road, si tenemos suerte. Dora, eso parece budín de Navidad, uno de mis preferidos. No tiene mucho sentido, Sylvia, que cuentes una sarta de mentiras como reivindicación de los derechos femeninos.

– ¿Sabéis por qué los hombres tienen la nuez de Adán? -preguntó Ben.

Wexford le respondió que no mientras bendecía a su nieto en silencio por la interrupción.