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Mientras bajaba a la playa, los oscuros pensamientos que le rondaban la mente amenazaron con abrumarla. El desamparo que sentía, el desastre del día de su boda y tener que depender de un hombre como John, que parecía no poseer ni un gramo de compasión, le pesaban como una losa sobre los hombros. Lo único que era peor que sus problemas de dinero, John y Virgil era el sentimiento de que estaba absolutamente sola en un mundo donde nada le era familiar. Había crecido rodeada de árboles y montañas donde todo era muy verde. Las texturas eran diferentes en este lugar, la arena era más gruesa, el agua más fría y el viento más rudo.

Mientras miraba fijamente el océano, sintiéndose como la única persona viva de la tierra, trató de olvidar el pánico que crecía en su interior, pero ya había perdido la batalla. Como un apagón en un rascacielos, Georgeanne sintió y oyó el familiar chasquido de su mente al quedarse en blanco. Le sucedía, desde que podía recordar, siempre que se sentía abrumada. Odiaba que ocurriera, pero no podía evitarlo. Los acontecimientos del día finalmente la habían alcanzado y estaba tan sobrecargada que le llevó más tiempo del usual recuperarse. Cuando lo hizo, cerró los ojos y respiró profundamente, luego apartó de su mente los molestos pensamientos del día.

Georgeanne era hábil en aclararse la mente y reenfocar la atención en otras cosas. Tenía años de práctica. Años de aprendizaje frente a un mundo que bailaba al son de un ritmo diferente al suyo; un ritmo que no siempre conocía o entendía, pero que había aprendido a simular. Desde los nueve años, había trabajado muy duro para que pareciera que estaba en perfecta sintonía con los demás.

Desde esa tarde hacía doce años cuando su abuela le había dicho que tenía una disfunción del cerebro, había tratado de ocultar su incapacidad al mundo. La matricularon en una escuela para señoritas donde aprendió modales y cocina, pero nunca llegó a ser una estudiante brillante. Entendía composiciones de diseño y podía hacer arreglos florales con los ojos cerrados, pero no podía leer más allá del nivel de cuarto grado. Ocultaba sus problemas detrás del encanto y los coqueteos, detrás de su voluptuoso cuerpo y su bello rostro. Aunque ahora sabía que era disléxica, seguía ocultándolo. Había sentido un inmenso alivio al descubrirlo, pero todavía le daba vergüenza pedir ayuda.

Una ola le golpeó en los muslos y le empapó la parte baja de los pantalones cortos. Afianzó más los pies, enterrando los dedos profundamente en la arena. En la lista de prioridades de Georgeanne, entre su propósito de ayudar a todas las personas en su misma situación y el de ser una buena anfitriona, se encontraba su principal objetivo: el de parecer como cualquier otra persona. Por ello, trataba de aprender y acordarse de dos nuevas palabras cada semana. Alquilaba películas de adaptaciones de literatura clásica, y se había comprado el vídeo de la que ella consideraba la mejor película de todos los tiempos, Lo que el viento se llevó. También tenía el libro, pero nunca lo había leído. Tantas páginas y palabras eran demasiado para ella.

Movió la mano hacia una anémona de mar color verde limón, acariciando ligeramente la superficie. Los pegajosos tentáculos se cerraron alrededor de sus dedos. Alarmada, saltó hacia atrás. Otra ola le golpeó los muslos, se le doblaron las rodillas y se debatió entre el espumoso oleaje. Al romper la siguiente ola la arrancó de la roca, llevándosela consigo. Sintió el golpe helado del océano en el pecho y se quedó sin respiración. Se le llenó la boca de agua salada y arena mientras pateaba y manoteaba para volver a la superficie. Un viscoso trozo de alga se adhirió alrededor de su cuello y otra ola aún mayor la atrapó desde atrás y la propulsó hacia la playa como si fuera un torpedo. Cuando finalmente se detuvo, la ola ya regresaba para encontrarse con la siguiente. Apoyándose sobre una mano se dio impulso con los pies para gatear hacia la orilla. Cuando alcanzó la seguridad de la arena seca, se dejó caer sobre las manos y las rodillas y tomó varias boqueadas de aire. Escupió arena y agarrando el alga del cuello la echó a un lado. Comenzaron a castañearle los dientes y al pensar en todo el plancton que se habría tragado, su estómago expulsó el agua con tanta fuerza como el Pacifico que tenía a las espaldas. Notaba que la arena se le había metido por todas partes y cuando miró hacia la casa de John, rezó para que su contratiempo hubiera pasado desapercibido.

No tuvo suerte. Con las gafas de sol ocultándole los ojos y las chanclas hundiéndose sobre la arena, John caminaba despacio hacia ella tan guapo como para lamerlo de arriba abajo. Georgeanne quiso volver sobre sus pasos y sumergirse en el océano.

Por encima del sonido del oleaje y las gaviotas llegó a sus oídos la risa rica y profunda de John. En ese instante ella se olvidó del frío, la arena y el alga marina. Se olvidó de lo guapo que era y de las ganas que había sentido de morir. Una furia candente le atravesó las venas y la inflamó como un soplete. Había trabajado toda su vida para evitar el ridículo y no había nada que odiara más que el que se burlaran de ella.

– Eso ha sido lo más divertido que he visto en mucho tiempo -dijo él con un destello de dientes blancos.

La cólera retumbó en los oídos de Georgeanne, bloqueando incluso el sonido del océano. Cerró los puños, y cogió un puñado de arena mojada.

– Demonios, deberías haberte visto -dijo John, sacudiendo la cabeza. La brisa le agitaba el pelo oscuro sobre las orejas y la frente mientras se reía a carcajadas.

Apoyándose sobre las rodillas Georgeanne le tiró un puñado de barro arenoso, dándole de lleno en el pecho para su total satisfacción. Puede que no tuviera una buena coordinación o que no fuera ligera de pies, pero siempre había sido una estupenda tiradora.

John dejó de reírse al instante.

– ¿Qué diablos…? -maldijo, mirándose la camiseta. Cuando levantó la sorprendida mirada hacia Georgeanne, ésta aprovechó y le dio en la frente. El pegote de arena golpeó sus Ray-Ban torciéndolas antes de que la arena cayese a sus pies. Por encima de la parte superior de la montura volvió los ojos azules hacia ella prometiendo venganza.

Georgeanne sonrió y alcanzó otro puñado. No le importaba qué pudiera hacerle John.

– ¿Por qué no estás riéndote ahora, deportista estúpido?

Se quitó las gafas y la apuntó con ellas.

– Yo no tiraría eso.

Ella se levantó y con un enérgico movimiento de cabeza se apartó un mechón de pelo empapado de la cara.

– ¿Te da miedo ensuciarte? -El arqueó una de sus cejas oscuras, pero por lo demás no se movió-. ¿Y qué piensas hacer al respecto? -le bufó al hombre que de repente representaba cada injusticia y cada insulto que le habían infligido en la vida-. Machote.

John sonrió. Después, antes de que Georgeanne pudiera siquiera emitir un grito, él se movió como el atleta que era y empujó el cuerpo de ella al suelo. El puñado de arena que agarraba en la mano voló por todas partes. Atontada, ella parpadeó y escrutó la cara que estaba sólo a unos centímetros de la de ella.

– ¿Qué coño te pasa? -preguntó, sonando más incrédulo que enojado. Un mechón oscuro le cayó sobre la frente rozando la cicatriz blanca que la atravesaba.

– Quítate de encima -exigió Georgeanne, dándole un puñetazo en la parte superior del brazo. La piel caliente y el duro músculo eran una invitación para su puño y volvió a golpearlo, desahogando su furia. Le pegó por reírse de ella, por insinuar que pensaba casarse con Virgil por dinero sin que le faltara razón. Le golpeó por su abuela que había muerto dejándola sola, sola para no hacer más que meter la pata.

– Jesús, Georgie -maldijo John. La agarró por las muñecas y se las sujetó contra el suelo a ambos lados de la cabeza-. Basta.

Ella miró su hermoso rostro y le odió. Se odió a sí misma y, aunque odiaba llorar, se le escapó un sollozo.

– Te odio -le susurró, pasándose la lengua por los labios salados. Se le tensaron los pechos por el esfuerzo de contener las lágrimas.