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– Como marisco cuando quiero -contestó él con un encogimiento de hombros.

Ella había desarrollado unas magníficas habilidades culinarias durante los años que había recibido clases de cocina y tenía ganas de impresionarlo.

– ¿Estás seguro de que sólo quieres un desayuno? Hago un pesto de muerte y mis linguini con salsa de almeja están para chuparse los dedos.

– ¿Y sabes hacer tortitas con caramelo?

Decepcionada le preguntó:

– No estarás hablando en serio, ¿verdad? -Georgeanne no podía recordar que le enseñaran a hacer tortitas, pero era algo que sabía hacer de siempre. Se había criado haciéndolas-. Pensaba que querías ostras.

Él se encogió de hombros otra vez.

– Prefiero un desayuno grande y grasiento. Algo que haga subir el colesterol al estilo sureño.

Georgeanne sacudió la cabeza y volvió a abrir la nevera.

– Freiremos toda la carne de cerdo que podamos encontrar.

– ¿Nosotros?

– Sí -colocó el bacón en la encimera, luego abrió la nevera-. Necesito que cortes rodajas de bacón mientras hago las tortitas.

El hoyuelo reapareció en la bronceada mejilla cuando sonrió y se impulsó desde el marco de la puerta.

– Eso sí que puedo hacerlo.

El placer de ver su sonrisa provocó un aleteo en el estómago de Georgeanne. Colocó el paquete de salchichas en el fregadero y abrió el agua caliente. Imaginaba que con una sonrisa como ésa no tendría ningún problema en conseguir que las mujeres hicieran lo que él quisiera cuando quisiera.

– ¿Tienes novia? -le preguntó, cerrando el agua y empezando a sacar la harina y los demás ingredientes de las alacenas.

– ¿Cuántas rodajas corto? -preguntó en lugar de contestar a su pregunta.

Georgeanne lo miró por encima del hombro. Él sujetaba el bacón con una mano y tenía un cuchillo en la otra.

– Tantas como pienses comer -respondió-. ¿Vas a contestar a mi pregunta?

– No.

– ¿Por qué? -Ella mezcló harina, sal y levadura en un bol sin ni siquiera medirlos.

– Porque… -comenzó mientras cortaba un trozo de bacón-… no es asunto tuyo.

– Acuérdate de que somos amigos -le recordó, muriéndose de ganas por conocer detalles de su vida personal. Mezcló aceite en spray con la harina y añadió-: Los amigos se lo cuentan todo.

Paró de cortar y la buscó con sus ojos azules.

– Contestaré a tu pregunta si tú contestas a una mía.

– De acuerdo -dijo, creyendo que siempre podría decir una mentirijilla inocente si se veía obligada.

– No. No tengo novia.

Por alguna razón su confesión hizo que el aleteo en su estómago se intensificara.

– Ahora es tu turno. -Se metió un pedazo de bacón en la boca antes de preguntar-: ¿Cuánto tiempo hace que conoces a Virgil?

Georgeanne sopesó la pregunta moviéndose por detrás de John para coger la leche de la nevera. ¿Debería mentir?, ¿debería decir la verdad?, ¿o quizá ninguna de las dos cosas?

– Casi un mes -contestó con sinceridad y agregó un chorrito de leche al bol.

– Ah -dijo él con una sonrisa lacónica-. Amor a primera vista.

Al oír su tono suave y condescendiente, se dirigió hacia él señalándolo con la cuchara de madera.

– ¿No crees en el amor a primera vista? -Apoyó el bol en su cadera izquierda y lo batió como había visto hacer a su abuela miles de veces antes, como ella misma había hecho más veces de las que podía recordar.

– No. -John negó con la cabeza y comenzó a cortar rodajas de bacón otra vez-. Especialmente si se trata de una mujer como tú y un hombre tan viejo como Virgil.

– ¿Una mujer como yo? ¿Qué se supone que quieres decir?

– Ya sabes lo que quiero decir.

– No -dijo, aunque se hacía una idea-. No sé de qué hablas.

– Vamos. -El frunció el ceño y la miró-. Una chica joven y atractiva a la que le gusta… hum. -Se interrumpió y señaló con el cuchillo el dedo de Georgeanne-. Sólo hay una razón por la que una chica como tú se casa con un hombre que se hace la raya del pelo por encima de la oreja.

– Me gustaba Virgil -se defendió y batió la masa hasta conseguir una pelota densa.

Él arqueó una ceja con escepticismo.

– Quieres decir que te gustaba su dinero.

– Eso no es cierto. Puede ser encantador.

– También puede ser un autentico hijo de puta, pero teniendo en cuenta que sólo lo conoces desde hace un mes, puede que no lo sepas.

Procurando no perder los estribos y lanzarle otra vez algo, estropeando de paso la oportunidad de recibir la invitación de quedarse unos días más, Georgeanne colocó el bol en la encimera.

– ¿Por qué saliste corriendo de la boda?

No estaba dispuesta a confesarle a él sus razones.

– Simplemente cambié de idea, eso es todo.

– ¿O porque al final te diste cuenta de que ibas a tener que mantener relaciones sexuales con un hombre lo suficientemente viejo como para ser tu abuelo durante el resto de tu vida?

Georgeanne cruzó los brazos y lo miró con el ceño fruncido.

– Ésta es la segunda vez que sacas el tema. ¿Por qué estás tan fascinado por la relación que tengo con Virgil?

– No estoy fascinado. Sólo siento curiosidad -la corrigió, y continuó cortando algunas lonchas de bacón más, antes de soltar el cuchillo.

– ¿Se te ha ocurrido pensar que quizá no he tenido relaciones sexuales con Virgil?

– No.

– Bueno, pues no las tuve.

– Gilipolleces.

Georgeanne dejó caer las manos a los costados y cerró los puños.

– Tienes una mente y una boca muy sucias.

Impasible, John se encogió de hombros y apoyó una cadera en el borde de la encimera.

– Virgil Duffy no se hizo millonario dejando nada al azar. No habría pagado por tener una simpática joven en la cama sin catarla antes.

Georgeanne quiso gritarle a la cara que Virgil no había pagado por ella, pero lo había hecho. Sólo que no había recibido retribución a cambio de su inversión. Si se hubiesen casado, sí la habría tenido.

– No me acosté con él -insistió sin saber si sentirse enojada o dolida porque la hubiera juzgado tan mal.

John alzó ligeramente las comisuras de los labios y un mechón de su espeso pelo negro le cayó sobre la frente cuando negó con la cabeza.

– Escucha, cariño, no me importa si te acostaste con Virgil.

– ¿Entonces por qué sigues dándole vueltas al tema? -preguntó, y se recordó a sí misma que no importaba lo exasperante que John se mostrara, no podía perder los estribos con él otra vez.

– Porque creo que no te das cuenta de lo que has hecho. Virgil es un hombre muy rico y poderoso. Y lo has humillado.

– Lo sé. -Ella bajó la mirada a la pechera de su camiseta sin mangas-. Pensaba llamarle mañana y disculparme.

– Mala idea

Ella lo miró a los ojos.

– ¿Demasiado pronto?

– Oh, sí. Y el año que viene también será muy pronto. Si yo fuera tú, sacaría el culo de este estado. Y tan pronto como fuera posible.

Georgeanne dio un paso adelante, deteniéndose a varios centímetros del pecho de John y lo miró como si estuviera asustada, cuando la verdad era que Virgil Duffy no la asustaba ni un poquito. Lamentaba lo que le había hecho ese día, pero sabía que lo superaría. No la amaba. Sólo quería poseerla y no pretendía enfrentarse a él esa noche. En especial cuando tenía una preocupación más urgente: cómo conseguir una invitación de John antes de que se hiciera vieja.

– ¿Qué es lo que va a hacer? -preguntó, arrastrando la voz-. ¿Contratar a alguien para matarme?

– Dudo que llegara a esos extremos -respondió, bajando la mirada a la boca de Georgeanne-. Pero podría hacer que fueras una niña muy infeliz.

– No soy una niña -susurró y se le acercó lentamente-. ¿O no lo has notado?