John se apartó de la encimera y la miró a la cara.
– No soy ni ciego, ni retrasado. Claro que lo he notado -dijo, deslizándole la mano alrededor de la cintura hacia el hueco de la espalda-. He notado muchas cosas de ti y si te quitas esa bata, estoy seguro de que me harías un hombre sonriente y feliz. -Le deslizó los dedos por la espalda, rozándola entre los hombros.
Aunque John estaba cerca, Georgeanne no se sentía amenazada. Su ancho pecho y sus grandes brazos le recordaban su fuerza, pero sabía instintivamente que podría echarse para atrás en cualquier momento.
– Bomboncito, si dejo caer la bata, la sonrisa que se te pondría en la cara no se borraría ni con cirugía -bromeó, exudando seducción sureña en la voz.
Él le bajó la mano al trasero y le ahuecó una nalga. La estaba desafiando con la mirada a que lo detuviera. La estaba retando, tanteándola para saber hasta donde le dejaba llegar.
– Caramba, bien podrías valer un poco de cirugía -dijo al final, aliviando la tensión.
Georgeanne se quedó paralizada durante un instante al sentir la suavidad de la caricia. A pesar de que le acariciaba el trasero y las puntas de sus senos le rozaban el tórax, ella no se sentía ni manoseada ni presionada. Se relajó un poco y le apretó las palmas de las manos contra el pecho.
Sintió bajo las manos sus definidos músculos.
– Pero no vales mi carrera -dijo él, soltándola.
– ¿Tu carrera? -Georgeanne se puso de puntillas y le prodigó unos besos suaves en la comisura de sus labios-. ¿De qué estás hablando? -preguntó disponiéndose a escapar si él hacía algo que no quería.
– De ti -contestó contra sus labios-. Me harías pasar un buen rato, nena, pero eres perjudicial para un hombre como yo.
– ¿Eso crees?
– Me cuesta mucho decir que no a cualquier cosa desmedida, satinada, o pecaminosa.
Georgeanne sonrió.
– ¿Y cuál de ellas va por mí?
John se rió entre dientes contra su boca.
– Georgie nena, creo que eres las tres cosas a la vez y me gustaría enterarme de lo mala que puedes llegar a ser, pero no va a pasar.
– ¿Qué es lo que no va a pasar? -preguntó intrigada.
Se echó hacia atrás lo suficiente como para verle la cara.
– Algo salvaje y pecaminoso.
– ¿Qué?
– Sexo.
Un enorme alivio la atravesó.
– Creo que hoy no es mi día de suerte -dijo en un tono insinuante a la vez que intentaba ocultar una gran sonrisa, aunque fracasó estrepitosamente.
Capítulo 4
John miró la servilleta doblada al lado del tenedor y negó con la cabeza. No sabía qué se suponía que era, si un sombrero, un barco o algún tipo de gorro. Pero como Georgeanne le había informado que había decorado la mesa basándose en la guerra de secesión suponía que sería un sombrero. También había colocado flores amarillas y blancas en dos botellas de cerveza vacías. En medio de la mesa había extendido una fina capa de arena y conchas rotas entre las cuatro herraduras de la suerte que Ernie solía tener colgadas en la chimenea de piedra. John no creía que a Ernie le importara, pero por qué Georgeanne había puesto toda esa mierda encima de la mesa escapaba a su comprensión.
– ¿Quieres un poco de mantequilla?
Él miró a los seductores ojos verdes del otro lado de la mesa y se metió un bocado de tortitas con caramelo en la boca. Georgeanne Howard sería una coqueta incorregible, pero era una magnifica cocinera.
– No.
– ¿Qué tal la ducha? -le preguntó, dirigiéndole una sonrisa tan blanda como las tortitas que le había hecho.
Desde que él se había sentado a la mesa diez minutos antes, ella había hecho un gran esfuerzo para entablar conversación, pero él no estaba precisamente de un humor complaciente.
– Muy bien -contestó.
– ¿Viven tus padres en Seattle?
– No.
– ¿En Canadá?
– Sólo mi madre.
– ¿Están divorciados?
– No. -El profundo escote de la bata negra atrajo su mirada como un imán.
– ¿Dónde está tu padre? -le preguntó, mientras alcanzaba el zumo de naranja. El escote se abrió todavía más, exponiendo el borde verde del sujetador y el suave montículo de piel blanca y satinada.
– Murió cuando yo tenía cinco años.
– Lo siento. Sé cuánto duele perder a un padre. Perdí a los míos cuando era muy joven.
John levantó la mirada a su cara, impertérrito. Era bellísima. Curvilínea y suave, voluptuosa, hecha para hacer suspirar. Tenía las largas piernas bellamente formadas; era exactamente el tipo de mujer que le gustaba tener desnuda y en la cama. Ya había aceptado el hecho de que no podría acostarse con Georgeanne. Eso no le molestaría si no fuera porque ella sólo «fingía» que no podía mantener alejadas de él sus pequeñas y cálidas manos. Cuando le había dicho que no podían hacer el amor, su boquita había emitido un gemido de decepción, pero sus ojos habían chispeado de alivio. De hecho, nunca había visto tal alivio en la cara de una mujer.
– Fue en un accidente de barco -lo informó como si él le hubiera preguntado. Bebió un sorbo de zumo de naranja y después añadió-: en la costa de Florida.
John tomó un poco de bacón, después se sirvió el café. Gustaba a las mujeres. Se morían por darle sus números de teléfono y meterle la ropa interior en los bolsillos. Las mujeres no miraban a John como si mantener relaciones sexuales con él fuera algo similar a que las abrieran en canal.
– Fue un milagro que no estuviera con ellos. Mis padres odiaban no llevarme con ellos, por supuesto, pero yo tenía la varicela. Me habían dejado a regañadientes con mi abuela, Clarissa June. Recuerdo…
Desconectando de sus palabras, John bajó la vista al suave hueco de la garganta. No era un hombre engreído, o al menos no creía serlo. Pero que Georgeanne lo encontrara tan completamente «resistible», lo irritaba más de lo que le gustaba admitir. Colocó la taza de café sobre la mesa y cruzó los brazos. Después de ducharse, se había puesto unos vaqueros limpios y una camiseta blanca. Todavía pensaba salir. Todo lo que le faltaba era ponerse los zapatos y pirarse.
– Pero la señora Lovett estaba tan fría como un congelador de esos de Frigidaire… -Georgeanne continuaba con la cháchara, John se preguntó cómo había pasado del tema de sus padres a los refrigeradores-… y lloraba de una manera muy vulgar… durante toda la noche, hizo cosas la mar de tontas. Cuando LouAnn White se casó, le regaló… -Georgeanne hizo una pausa, su ojos verdes centelleaban con animación-… ¡una sandwichera Hot Dogger! ¿Te lo puedes creer? ¡No sólo le regaló un electrodoméstico, sino que encima servía para cocinar salchichas!
John reclinó la silla y estiró las dos piernas. Recordaba con claridad la conversación que había tenido con ella sobre su costumbre de divagar. Se dio cuenta de que ella no podía evitarlo. Era una coqueta y una charlatana incorregible.
Georgeanne empujó el plato a un lado y se inclinó hacia delante. La bata se le abrió un poco más mientras le confiaba:
– Mi abuela solía decir que Margaret Lovett era tan vulgar como la tele en tecnicolor.
– ¿Lo haces aposta? -le preguntó.
Los ojos de Georgeanne se agrandaron, curiosos.
– ¿El qué?
– Exhibir tus senos delante de mis narices.
Ella miró hacia abajo, se enderezó y agarrando firmemente la bata se la cerró hasta la garganta.
– No.
Las patas delanteras de la silla de John golpearon el suelo cuando se puso de pie. La miró fijamente a los ojos y cedió a la locura. Tendiéndole la mano, le pidió:
– Ven aquí. -Cuando ella se levantó y se detuvo delante de él, él le deslizó los brazos alrededor de la cintura y la apretó contra su pecho-. Voy a salir -le dijo, presionando sus curvas suaves-. Dame un beso de despedida.
– ¿Cuánto tardarás?
– Un rato -contestó, sintiendo cómo su miembro aumentaba de tamaño.