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Como una gata desperezándose sobre el alféizar de la ventana, Georgeanne se arqueó contra él y le rodeó el cuello con los brazos.

– Podrías llevarme contigo -ronroneó.

John negó con la cabeza.

– Bésame y entenderás por qué.

Ella se puso de puntillas para hacer lo que le pedía. Lo besó como una mujer que sabía lo que estaba haciendo. Sus labios abiertos presionaban suavemente los de él. Ella sabía a zumo de naranja y a la promesa de algo más dulce. Lo acarició con la lengua, lo provocó y jugueteó con él. Le pasó los dedos por el pelo mientras le frotaba el pie contra la pantorrilla. Un ramalazo de pura lujuria recorrió el cuerpo de John, calentándole las entrañas y poniéndolo tan duro como una piedra.

Ella era una autentica provocadora y él la apartó lo suficiente como para poder mirarla a la cara. Tenía los labios brillantes, su respiración era ligeramente irregular y si sus ojos hubieran mostrado el más leve indicio de la excitación que él sentía, se hubiera girado para salir por la puerta. Satisfecho.

La mirada de John se detuvo en los suaves rizos caoba que le rodeaban la cara. La luz brillaba en cada rizo sedoso y quiso enterrar los dedos en ellos. Sabía que debería irse. Darse la vuelta y marcharse. Pero volvió a mirarla a los ojos.

Lo que vio no lo satisfizo. Aún no. La agarró por la nuca, ladeó la cabeza y la besó con toda su alma, a conciencia. Mientras su boca se recreaba en la de ella, la llevó hacia atrás hasta que el trasero de Georgeanne tropezó con el borde de la vitrina de trofeos. El beso continuó imparable, John le deslizó la boca por la mejilla y la barbilla. Sus labios se recrearon en el cuello, mientras le retiraba el pelo hacia la espalda. Olía a flores y la piel femenina era cálida y suave cuando le deslizó la bata de seda por el hombro. Él la sintió tensarse entre sus brazos y se dijo que debería detenerse.

– Hueles bien -susurró en su cuello.

– Huelo a hombre. -Georgeanne soltó una risita nerviosa.

John sonrió.

– Me paso mucho tiempo rodeado de hombres y créeme, cariño, no hueles a hombre. -Le deslizó la yema de los dedos bajo el borde esmeralda del sujetador y la besó en la piel suave de la garganta.

Automáticamente ella le cubrió la mano con la suya.

– Pensaba que no íbamos a hacer el amor.

– Y no lo vamos a hacer.

– ¿Entonces qué estamos haciendo, John?

– Estamos metiéndonos mano.

– ¿Y eso no conduce a hacer el amor? -Ella le soltó los hombros y cruzó los brazos.

– Esta vez no. Así que relájate.

John movió las manos a la parte posterior de sus muslos suaves y la izó con fuerza, levantándola del suelo. Antes de que ella pudiera objetar nada, la sentó sobre el borde de la vitrina, luego se metió entre sus muslos.

– ¿John?

– ¿Hum?

– Prométeme que no me lastimarás.

Él levantó la cabeza y le escrutó la cara. Estaba muy seria.

– No te lastimaré, Georgie.

– Ni harás nada que no me guste.

– Desde luego que no.

Ella sonrió y le volvió a colocar las palmas de las manos en los hombros.

– ¿Te gusta esto? -preguntó, subiendo las manos por la parte posterior de sus muslos y levantando la bata a su paso.

– Mmm-hum -contestó, entonces le lamió la oreja suavemente y le deslizó la punta de la lengua por el cuello-. ¿Y a ti te gusta esto? -preguntó ella contra su garganta. Luego le lamió la sensible piel con la lengua.

– Me encanta. -Él se rió quedamente. Le deslizó las manos hasta las rodillas, luego volvió a subirlas hasta que sus dedos tropezaron con el borde elástico de la ropa interior-. Todo en ti es estupendo. -John ladeó la cabeza y cerró los ojos. No podía recordar haber tocado a una mujer tan suave como Georgeanne. Le hundió los dedos en los cálidos muslos y se los abrió todavía más. Mientras la boca de Georgeanne le hacía cosas increíbles en la garganta, él deslizó las manos bajo la bata y la izó por las nalgas-. Tienes la piel suave, las piernas largas y un trasero precioso -dijo mientras la atraía contra su pelvis. El calor inundó su ingle y supo que si no tenía cuidado, podía hundirse en Georgeanne y quedarse allí un buen rato.

Georgeanne levantó la mirada.

– ¿Estás burlándote de mí?

John miró sus ojos claros.

– No -contestó, buscando el reflejo del deseo que él sentía sin encontrarlo-. Nunca me burlaría de una mujer semidesnuda.

– ¿No crees que esté gorda?

– No me gustan las mujeres flacas -contestó con rotundidad, y movió la mano de la cadera a las rodillas y luego la subió otra vez. Una chispa de interés brilló en los ojos de Georgeanne y, por fin, un poco de deseo.

Georgeanne buscó en los ojos entrecerrados de John alguna señal de que él le mentía. Desde el principio de la pubertad, había batallado constantemente contra su peso y había probado más dietas de las que podía recordar. Le tomó la cara entre las manos y lo besó. No era el beso mecánico y perfecto que le había dado antes, aquel coqueto beso con el que había intentado tentarlo. Esta vez ella quería tragarlo por entero. Tenía intención de mostrarle lo que esas palabras significaban para una chica que siempre se había considerado rellenita. Se dejó llevar, sintiendo cómo la iba invadiendo el deseo ardiente y vertiginoso. El beso se volvió tan hambriento como las manos que la tocaban, acariciaban, moldeaban para hacerla estremecer hasta las puntas de los pies. Ella sintió cómo se soltaba el cinturón de seda y cómo se abría la bata. Él le deslizó las manos por el estómago y la cintura. Luego le deslizó las cálidas palmas por encima de las costillas y con los pulgares rozó la parte inferior de sus abundantes senos. Un pequeño temblor, inesperado e intenso, la estremeció de pies a cabeza. Por primera vez en su vida, las caricias de un hombre en sus senos no le producían repulsión. Suspiró con sorpresa contra la boca de John.

John levantó la cabeza y escrutó sus ojos. Sonrió complacido ante lo que allí vio y le deslizó la bata por los hombros.

Georgeanne bajó los brazos y dejó que la seda negra se le deslizara hasta los muslos. Antes de que ella pudiese darse cuenta de sus intenciones, John movió las manos por su espalda y le desabrochó el sujetador. Alarmada por su rapidez, ella levantó las manos y mantuvo las copas verdes de encaje en su sitio.

– Soy grande -indicó en un impulso, luego creyó morir de vergüenza por decir algo tan estúpido y obvio.

– También yo lo soy -bromeó John con una sonrisa provocativa.

Se le escapó una risita nerviosa cuando uno de los tirantes del sujetador se le deslizó por el brazo.

– ¿Vas a tener esto puesto toda la noche? -preguntó él, deslizando los nudillos por el borde de encaje del sujetador.

Su ligera caricia le provocó un hormigueo en la piel. Le gustaban las cosas que decía y la forma en que la hacía sentir y no quería que se detuviera todavía. Le agradaba John y quería gustarle. Lo miró a los ojos mientras bajaba las manos. El sujetador le cayó lentamente en el regazo y ella contuvo el aliento temiendo que él hiciera algún comentario lascivo sobre sus senos, aunque esperaba que no lo hiciera.

– Jesús, Georgie -dijo-. Me dijiste que eras grande, pero te faltó decirme que eras perfecta. -Le ahuecó un pecho y la besó en los labios, dura y profundamente. Acarició lentamente el pezón con el pulgar de un lado a otro, rodeándolo y pasando por encima. Nadie la había acariciado jamás como John lo estaba haciendo en ese momento. La suave caricia la hacía sentir como si fuera delicada y frágil. Él no tiraba, ni retorcía, ni pellizcaba. No la agarraba con manos rudas esperando que lo disfrutara.

El deseo, la gratitud y el amor le surcaron las venas hasta el corazón, para acabar palpitando entre sus piernas. Mientras lo besaba, cerró los muslos alrededor de sus caderas, atrayéndolo más hacia su cuerpo, hasta que percibió la protuberancia dura contra la entrepierna. Las manos de Georgeanne tiraron de la camiseta, apartando la boca el tiempo suficiente para pasarla bruscamente sobre su cabeza. Una mata de vello oscuro cubría ese gran pecho, bajándole por el abdomen plano, rodeando el ombligo y desapareciendo por la cinturilla de los vaqueros. Dejó caer a un lado la camiseta, subiendo y bajando las manos por el pecho. Los dedos de Georgeanne se deslizaban por el vello fino, los músculos duros y la piel caliente. Podía sentir el latido del corazón de John y su respiración agitada.