Él gimió su nombre antes de que su boca capturase la de ella en otro beso ardiente. Las puntas de sus senos le rozaron el pecho y un dolor sordo se propagó por todo su cuerpo. Cada lugar que él tocaba, pulsaba con una pasión ardiente que ella nunca había sentido. Era como si su cuerpo siempre lo hubiera sabido, como si hubiera esperado durante toda su vida a que John la amase. Ella recorrió con las manos los duros planos de su espalda, recorriendo su columna vertebral para regresar a su tórax. Él contuvo el aliento cuando ella enganchó los dedos en la cinturilla de los vaqueros. Cuando le sacó el botón metálico del ojal, John la tomó de las muñecas. Apartó su boca de la de ella, dio un paso atrás y la miró con los ojos entrecerrados. Una arruga le surcaba la frente y sus mejillas morenas estaban ruborizadas. Parecía un hombre hambriento ante su plato favorito, pero no parecía muy contento. La miraba como si estuviera a punto de rechazarla.
– Joder, a la mierda con todo -juró al final, buscando las bragas de Georgeanne-. Soy hombre muerto de todas maneras.
Georgeanne plantó las manos detrás, sobre la vitrina, y levantó el trasero mientras él le bajaba las bragas por las piernas. Cuando él se colocó entre sus muslos otra vez, estaba desnudo. Y era grande. No había bromeado sobre eso. Ella extendió la mano y cerró el puño alrededor del poderoso eje de su pene. John cerró la mano alrededor de la de ella y se la subió hasta el grueso glande, después retrocedió. Estaba increíblemente duro y caliente dentro de su mano.
Él miró sus manos unidas y los muslos abiertos de Georgeanne.
– ¿Estás tomando algún anticonceptivo? -preguntó mientras movía la mano libre a la parte superior de su pelvis.
– Sí -y suspiró cuando sus dedos profundizaron en el vello púbico para acariciarle la carne resbaladiza, estimulándola hasta que pensó que se rompería en mil pedazos.
– Coloca las piernas alrededor de mi cintura -le pidió, y cuando ella lo hizo, él se zambulló dentro de ella. Levantó la cabeza y su mirada buscó la de ella-. Oh Dios, Georgie -exclamó desde lo más hondo de su pecho. Se retiró ligeramente, luego empujó hasta asentarse por completo, profundamente. La agarró por las caderas y se movió en su interior, lentamente al principio, después con rapidez. Los trofeos de la vitrina traquetearon y, con cada envite, Georgeanne sintió como si la empujara hacia un profundo abismo. Con cada empuje, su piel se calentaba unos grados más y su deseo por él se volvía más hambriento. Cada envite de su cuerpo era al mismo tiempo una tortura y una dulce dicha.
Ella pronunció su nombre varias veces mientras su cabeza caía hacia atrás contra la vitrina y cerraba los ojos.
– No te detengas -gritó mientras se sentía como si estuviera a punto de caer por un precipicio. El fuego se extendió a través de su piel, y sus músculos se tensaron involuntariamente mientras se abandonaba a un orgasmo largo y ardiente. Dijo cosas que normalmente la habrían conmocionado. No le importó. John la hacía sentir cosas -cosas increíbles- que nunca había sentido antes, y cada uno de sus pensamientos y sentimientos se centraban en el hombre que la sostenía tan estrechamente.
– Jesús -siseó John, enterrando el rostro en el hueco del cuello de Georgeanne. Le apretó con fuerza las caderas y, con un gemido profundo y gutural, empujó en ella una última vez.
La oscuridad envolvía la figura desnuda de John, tan oscura como su sombrío estado de ánimo. La casa estaba silenciosa. Demasiado silenciosa. Si escuchaba atentamente, casi podía oír la suave respiración de Georgeanne. Pero ella estaba durmiendo en el dormitorio y sabía que oírla era imposible.
Era la noche. La oscuridad. El silencio. Conspiraban contra él, susurrándole en el oído e invadiendo sus recuerdos.
Se llevó la botella de Bud a la boca bebiéndose con rapidez la mitad. Se puso delante de la ventana panorámica y contempló la gran luna amarilla y el rastro plateado de las olas. Todo lo que podía ver de su propio reflejo en el cristal era una silueta nebulosa. El contorno indefinido de un hombre que había perdido su alma y que no estaba demasiado interesado en encontrarla otra vez.
Inesperadamente, la imagen de su esposa, Linda, surgió ante él en la oscuridad. La imagen de la última vez que la había visto, dentro de una bañera de agua ensangrentada; allí su aspecto era muy diferente al de la chica saludable que había conocido en la escuela secundaria.
Sus pensamientos regresaron a aquella época en la escuela cuando había salido con ella. Pero después de graduarse, él se había ido lejos para jugar al hockey en las ligas menores. Toda su vida había girado en torno a ese deporte. Había jugado duro y, a la edad de veinte años, había sido el primer jugador fichado por los Toronto MapleLeafs en 1982. Su tamaño lo convertía en un jugador claramente dominante y se había ganado con rapidez el apodo de «Muro». Su destreza sobre el hielo lo había convertido en una estrella de la noche a la mañana. Su pericia social, sin embargo, lo había convertido en un ídolo de las groupies, quienes lo consideraban como un Mark Spitz de las pistas. John jugó para los Maple Leafs durante cuatro temporadas, hasta que los Rangers de Nueva York le ofrecieron un contrato más elevado, convirtiéndose en uno de los jugadores mejor pagados de la NHL. Había llegado a olvidarse por completo de Linda.
Cuando la volvió a ver, habían pasado seis años. Tenían la misma edad, pero distintas experiencias. John había visto mundo. Era joven, rico y había hecho cosas con las que otros hombres sólo podían soñar. Durante todos esos años, él había cambiado mucho mientras que Linda apenas lo había hecho. Era casi la misma chica con la que había retozado en el Chevy de Ernie. La misma chica que había usado el espejo retrovisor para repintarse el carmín que él se había comido a besos.
Se reencontró con Linda otra vez durante unas vacaciones de la liga de hockey. La sacó del pueblo. Se la llevó a un hotel y tres meses más tarde, después de decirle que estaba embarazada, la convirtió en su esposa. Su hijo, Toby, nació a los cinco meses de embarazo. Las siguientes cuatro semanas se las pasó observando cómo su hijo luchaba por vivir, mientras soñaba con enseñarle todas las cosas que sabía de la vida y el hockey. Pero sus sueños de un niñito revoltoso murieron dolorosamente con su hijo.
Mientras John sufría en silencio, la pena de Linda fue evidente para todos. Se pasaba los días llorando y durante mucho tiempo estuvo obsesionada con tener otro niño. John sabía que él era la razón de su obsesión. Se habían casado porque estaba embarazada, no porque la amase.
Debería haberla dejado en ese momento. Debería haberse ido, pero no había podido abandonarla. No mientras estuviera sumida en el dolor y él se sintiera responsable de su pena. Durante el año siguiente se mantuvo a su lado mientras ella iba de doctor en doctor. Se mantuvo a su lado mientras sufría varios abortos. Permaneció con ella porque una parte de él también quería otro bebé. Y vio cómo se hundía en la más profunda desesperación.
Se quedó a su lado, pero no fue un buen marido. La obsesión por tener otro hijo la volvió loca. Los últimos meses de su vida, no podía soportar ni siquiera tocarla. Cuanto más se aferraba ella, más ganas de escapar tenía él. En ningún momento ocultó sus líos con otras mujeres. A un nivel subconsciente, quería que ella lo dejara.
Pero prefirió suicidarse.
John se llevó la botella de cerveza a los labios y tomó un largo trago. Linda había querido que fuera él quien la encontrara, y así fue. Un año después, todavía podía recordar el color exacto de su sangre mezclada con el agua del baño. Podía ver su pálida cara y el húmedo cabello rubio. Podía oler el champú que había usado y ver los cortes que se había infligido desde las muñecas hasta los codos. Todavía podría sentir cómo se le revolvían las tripas.