Sin embargo, dentro del pequeño edificio, todo estaba en perfecto orden. La oficina de la parte delantera del reconvertido almacén tenía un escritorio y una mesa redonda. En la pared colgaba una gran fotografía de dos personas idénticas vestidas con la misma ropa. Cada uno sujetaba el extremo de un billete de un dólar. En la cocina, relucían una cortadora industrial, una afiladora y otros instrumentos de cocina, todos de acero inoxidable. Una selección de menús reposaba en la bandeja que había encima del refrigerador y el horno de convección dominaba la esquina opuesta.
La dueña estaba en el cuarto de baño con una goma azul entre sus labios. La luz fluorescente zumbaba y parpadeaba arrojando una sombra gris sobre la cara de Mae Heron, cuyos ojos marrones estudiaban el reflejo en el espejo de encima del lavabo mientras se cepillaba el cabello rubio y se hacía una coleta.
Mae era el ejemplo perfecto de una chica de cara lavada con un jabón casero tipo Ivory Soap. No necesitaba usar ni crema limpiadora, ni tónicos para la piel con sabor a fruta, ni gastarse el dinero en cremas selectas. Odiaba la sensación de llevar maquillaje. Algunas veces se aplicaba un poco de rímel, pero tenía poca práctica y no se lo aplicaba demasiado bien, no como Ray. Ray siempre había tenido buen ojo para el maquillaje.
Mae se miró de perfil y levantó una mano para aplastar un mechón de pelo rebelde de la coronilla. Se habría vuelto a hacer la coleta si no hubiera sonado el timbre de la puerta anunciando la llegada del cliente que estaba esperando. La señora Candace Sullivan era una cliente asidua de Catering Heron y se había puesto en contacto con Mae para encargarle el catering para la celebración de las bodas de oro de sus padres. Candace era la mujer de un reputado cardiólogo. Gozaba de una muy buena situación económica y era la última esperanza que tenía Mae de poder conservar vivo el sueño de Ray y ella.
Se miró para estar segura de que el polo azul lucía impecable sobre los pantalones cortos caquis y aspiró profundamente. No se desenvolvía demasiado bien con esa parte del negocio. Besar culos y hacer la pelota a los clientes había sido uno de los talentos de Ray. Ella se dedicaba a la administración del negocio. Era la contable. No era una buena relaciones públicas. Se había pasado toda la noche y parte de la mañana estrujando los números hasta sentir arenilla en los ojos, pero no había otra solución; no importaba lo creativa que fuera con las cuentas, si el negocio de catering que Ray y ella habían abierto tres años antes no recibía encargos pronto, tendría que cerrar. Necesitaba a la señora Sullivan; necesitaba su dinero.
Mae alcanzó el sobre de manila del lavabo y salió del cuarto de baño. Atravesó la cocina, pero se paró un momento en la puerta que conducía a la oficina. La joven parada en medio de la habitación no se parecía en lo más mínimo a la señora Sullivan. De hecho, parecía salida de la Mansión Playboy. Era todo lo que Mae no era: alta, pechugona, con espeso pelo oscuro y bonita piel bronceada. Con sólo pensar en tomar el sol, la piel de Mae se ponía roja como una langosta.
– Eh… ¿puedo ayudarla en algo?
– Vengo a solicitar el trabajo -contestó con voz arrastrada, claramente sureña-. De ayudante del Chef.
Mae miró el periódico que la mujer sujetaba en una mano, luego observó el vestido rosa de raso con un gran lazo blanco. A su hermano Ray le habría encantado ese vestido. Le habría encantado ponérselo.
– ¿Ha trabajado antes en una empresa de catering?
– No. Pero soy muy buena cocinera.
Si se fiaba de su aspecto, Mae dudaba sinceramente que la mujer supiera siquiera hervir agua. Pero no solía juzgar a la gente ni por su color ni por su ropa. Se había pasado la mayor parte de su vida defendiendo a su hermano gemelo de la gente que lo juzgaba sin conocerlo, incluyendo a su propia familia.
– Soy Mae Heron -dijo.
– Es un placer, señora Heron.
La mujer dejó el periódico en una mesa al lado de la puerta, luego caminó hacia Mae y le tendió la mano.
– Me llamo Georgeanne Howard.
– Bueno, Georgeanne, le daré una solicitud para rellenar -dijo, moviéndose detrás del escritorio. Si obtenía el encargo de los Sullivan, necesitaría un ayudante, pero dudaba que fuera a esa mujer a quien contratara. No sólo prefería contratar cocineros con experiencia, sino que dudaba de la cordura de alguien que se ponía ese vestido tan provocativo para solicitar un puesto en la cocina.
Aunque no pensaba contratar a Georgeanne, pensó que era mejor que rellenara una solicitud y rechazarla con motivos. Estaba rebuscando en uno de los cajones cuando sonó de nuevo el timbre de la puerta. Miró hacia fuera y reconoció a su acaudalada clienta. Como la mayoría de la gente que bebía cócteles, jugaba al tenis e iba al club de campo, el pelo de la señora Candace Sullivan parecía un casco plateado. Las joyas eran auténticas, las uñas falsas y, en general, era como cualquiera otra ricachona con la que hubiera trabajado Mae. Conducía un coche de ochenta mil dólares, pero regateaba en nimiedades como el precio de las frambuesas.
– Hola, Candace. Ya lo tengo todo preparado. -Mae apuntó hacia la mesa redonda donde había tres álbumes de fotos-. ¿Por qué no toma asiento? Estaré con usted en un momento.
La señora Sullivan miró con curiosidad a la chica de rosa y le dirigió una sonrisa a Mae.
– La tormenta del jueves parece haber causado daños en el exterior del edificio -dijo educadamente, al tiempo que tomaba asiento.
– Eso parece. -Mae sabía que tendría que reparar el letrero y comprar plantas nuevas, pero en ese momento no tenía dinero.
– Puede sentarse aquí -le dijo a Georgeanne, colocando la solicitud en el escritorio. Luego, con el sobre del presupuesto en la mano, atravesó la habitación y tomó asiento en la mesa redonda.
– He trabajado en varios menús para que pueda escoger. Cuando hablamos por teléfono, le sugerí el pato como plato principal. -Sacó los menús del sobre, los puso en la mesa y señaló la primera elección-. Con pato asado, recomendaría arroz silvestre, ya sea con verduras mixtas o guisantes verdes. Un panecillo en la cena hará…
– Oh, no sé -suspiró la señora Sullivan.
Mae estaba preparada para esa respuesta.
– Tengo muestras en la nevera.
– No, gracias. Acabo de comer.
Ocultando la irritación, movió el dedo a la siguiente opción.
– Quizá preferiría bocaditos de espárrago. O de alcachofa…
– No -interrumpió Candace-. Creo que no. Creo que me gusta más la idea del pato.
Mae pasó al siguiente menú.
– Vale. Y qué le parece de primero costilla de ternera en su jugo, patatas doradas, guisantes verdes…
– He ido a tres fiestas este año donde sirvieron costilla. Quiero algo diferente. Algo especial. Ray sí que tenía ideas innovadoras.
Mae pasó las páginas y colocó encima el tercer menú. Tenía muy poca paciencia y no era buena para esto. No congeniaba con los clientes adinerados que no sabían qué querían y que encima no aceptaban ninguna de las sugerencias que les mostraba.
– Sí, Ray era maravilloso -dijo, al perder a su hermano hacía seis meses había sentido cómo moría parte de su corazón y de su alma.
– Ray era el mejor -continuó la señora Sullivan-. Ya sabe, él era un… pues bien… ya sabe.
Sí, Mae lo sabía, y si Candace no tenía cuidado, se encontraría de patitas en la calle. Si bien Ray podía haber pasado por alto su intolerancia, Mae no.
– ¿Qué le parece Chateaubriand? -preguntó, señalando la tercera opción.
– No -contestó Candace. En menos de diez minutos había rechazado todas las ideas. Mae quiso matarla, pero tuvo que recordarse que necesitaba el dinero.
– Para el cincuenta aniversario de mis padres había pensado en algo un poco más exclusivo. No me ha mostrado nada especial. Cómo desearía que Ray estuviera aquí. Habría ideado algo realmente único.