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Todos los menús que Mae le había mostrado estaban bien. De hecho, eran del archivador de Ray. Mae sintió que perdía los nervios y se obligó a preguntar tan amablemente como le fue posible:

– ¿Qué había pensado?

– Bueno, no lo sé. El negocio es suyo. Se supone que las innovaciones son cosa suya. -Pero Mae nunca había sido creativa-. No he visto nada especial. ¿No tiene otra cosa?

Mae cogió un catálogo y se puso a hojearlo.

Dudaba encontrar allí algo que le gustara a Candace. Estaba convencida de que esas exclusivas razones de la señora Sullivan la conducirían a ella a la bebida.

– Éstas son fotos de otros caterings que hemos hecho. Quizá vea algo que le guste.

– Eso espero.

– Perdón. -La chica de rosa del escritorio se levantó-. Perdonen que me meta donde no me llaman, pero no he podido evitar escucharlas. Tal vez podría ayudarlas.

Mae se había olvidado de que Georgeanne estaba en la habitación y se giró para mirarla.

– ¿Dónde fueron sus padres de luna de miel? -preguntó Georgeanne desde detrás del escritorio.

– A Italia -contestó Candace.

– Hum. -Georgeanne posó la punta del bolígrafo sobre el labio inferior-. Podría empezar con Pappa al Pomodoro -aconsejó; su italiano sonaba peculiar con ese acento sureño-. Luego carne de cerdo asada a la florentina servida con patatas, zanahorias y una rebanada gruesa de bruschetta. O, si prefiere pato, podría ir acompañado de pasta y una ensalada fresca.

Candace miró a Mae, y luego a la otra mujer.

– Mamá adora la lasaña con salsa de albahaca.

– Lasaña con ensalada de radicchio sería perfecta. Como postre quedaría perfecto un delicioso pastel de albaricoque.

– ¿Pastel de albaricoque? -preguntó Candace menos entusiasmada-. No lo he tomado nunca.

– Es absolutamente maravilloso -se apresuró a contestar Georgeanne.

– ¿Está segura?

– Por completo. -Se inclinó hacia adelante y apoyó los codos en el escritorio-. Vivian Hammond, de los Hammonds de San Antonio, está loca por el pastel de albaricoque. Le gusta tanto, que rompió la tradición del Club de la Rosa Amarilla y lo sirvió en la fiesta anual. -Entornó los ojos y susurró como si compartiera un jugoso cotilleo-. Para que vea, hasta que Vivían hizo eso, el club siempre había servido pastel de limón en sus reuniones, limón del mismo color que las rosas amarillas. -Hizo una pausa, se reclinó en la silla, y ladeó la cabeza-. Naturalmente, su madre estaba avergonzada.

Mae arqueó las cejas y clavó los ojos en Georgeanne. Había algo familiar en ella. No podía decir qué era y se preguntó si se habrían conocido antes.

– ¿En serio? -preguntó Candace-. ¿Por qué no sirvieron las dos cosas?

Georgeanne encogió los hombros.

– Quién sabe. Vivian es una mujer excepcional.

Cuanto más hablaba Georgeanne, más fuerte era en Mae la sensación de familiaridad.

Candace miró el reloj, luego miró a Mae.

– Me gusta la idea de la comida italiana y necesitaré un pastel de albaricoque para cien personas.

Cuando la señora Sullivan abandonó el edificio, Mae escribió el menú, rellenó el contrato y el cheque de la señal. Se recostó contra la mesa y cruzó los brazos.

– Tengo que hacerle algunas preguntas -dijo. Cuando Georgeanne la miró desde el otro extremo, Mae consultaba el menú que sujetaba en la mano.

– ¿Qué es Pappa al Pomodoro?

– Sopa de tomate.

– ¿La sabe cocinar?

– Por supuesto. Es muy fácil.

Mae colocó el menú sobre la mesa y se levantó.

– ¿Ha inventado esa historia sobre el pastel de albaricoque?

Georgeanne trató de parecer contrita, pero una leve sonrisa se insinuaba en la comisura de sus labios.

– Bueno…, la embellecí un poco.

Ya sabía Mae por qué le sonaba esa mujer. Georgeanne era una artista impenitente de las fantochadas, igual que Ray. Durante un breve momento sintió que el vacío de su muerte se diluía un poco. Abandonó la mesa y caminó hacia el escritorio.

– ¿Alguna vez ha trabajado como ayudante de chef o de camarera? -preguntó, mirando la solicitud de empleo.

Georgeanne cubrió rápidamente el papel con las manos, no sin que Mae notara la mala caligrafía y que había escrito en experiencia profesional «Chief» en lugar de Chef.

– Fui camarera en Luby antes de trabajar en Dillard's y he recibido todas las clases de cocina que pueda imaginar.

– ¿Ha trabajado alguna vez en un catering?

– No, pero puedo cocinar cualquier cosa, desde comida griega a sueca, desde baklava a sushi, y soy muy buena relaciones públicas.

Mae miró a Georgeanne y esperó no equivocarse.

– Tengo una pregunta más. ¿Quiere el trabajo?

Capítulo 6

Seattle

Junio de 1996

Escapando del caos de la cocina, Georgeanne observó el salón del banquete una última vez. Con ojo crítico escudriñó las treinta y siete mesas con manteles de lino cuidadosamente distribuidas por la habitación. En el centro de cada mesa, los vasos de cristal tallado estaban estratégicamente colocados con una variada colección de velas flotantes en color rosa y hojas de helecho.

Mae la acusaba de ser una obsesa y una posesa o las dos cosas a la vez. A Georgeanne todavía le dolían los dedos por la cera caliente, pero sólo con mirar las mesas sabía que toda la angustia, el dolor y el caos habían valido la pena. Había creado algo bello y único. Ella, Georgeanne Howard, la chica que había sido educada para depender de los demás se las había arreglado muy bien para ganarse la vida. Y lo había hecho por sí misma. Había aprendido técnicas para superar la dislexia. Ya no ocultaba su problema, pero tampoco hablaba de ello con todo el mundo. Lo había ocultado durante demasiados años para de repente anunciarlo a bombo y platillo.

Había vencido todos los obstáculos y con veintinueve años era socia en un exitoso negocio de catering y poseía una casita modesta en Bellevue. Estaba muy satisfecha de todo lo que la niña retrasada de Texas había logrado conseguir. Había caminado a través del fuego purificando su alma, pero había sobrevivido. Ahora era una persona más fuerte, quizá menos confiada y sumamente renuente a ofrecerle el corazón en bandeja de nuevo a un hombre, pero no consideraba que la falta de esas dos cualidades fuera impedimento para alcanzar la felicidad. Había aprendido la lección de la forma más difícil y aunque prefería donar un riñón a volver a la vida que llevaba antes de entrar en Catering Heron hacía siete años, en ese momento era quien era por lo que le había sucedido entonces. No le gustaba pensar en el pasado. Su vida era perfecta en ese momento y estaba llena de cosas que amaba.

Había nacido y crecido en Texas, pero se había sentido atraída por Seattle con mucha rapidez. Amaba la ciudad rocosa rodeada de montañas y agua. Había tardado años en acostumbrarse a la lluvia, pero como a la mayoría de los nativos ahora ya no la molestaba. Amaba las sensaciones táctiles que experimentaba en el mercado de Pike Place y los colores vibrantes del noroeste del Pacífico.

Georgeanne levantó el brazo para tirar del puño de la chaqueta del esmoquin, y se miró el reloj. En otra parte del viejo hotel sus ayudantes cortaban rodajas de pepino y las colocaban encima del salmón, rellenaban setas y copas de champán para los trescientos invitados que, en media hora, llegarían al salón del banquete y cenarían scallopini de ternera, patatas nuevas con mantequilla y ensalada de escarola y berros.

Alcanzó una copa y le quitó la servilleta que había dentro. Le temblaban las manos cuando recolocó la servilleta blanca con forma de rosa. Estaba nerviosa. Más de lo que solía estar. Mae y ella habían hecho caterings para trescientas personas con anterioridad sin ningún problema. Pero nunca habían atendido a la Fundación Harrison. Y nunca habían servido un catering para un promotor que cobrara quinientos dólares por cubierto. Oh, bueno, en realidad sabía que los invitados no pagaban esa cantidad sólo por la comida. El dinero recaudado esa noche sería para el Hospital Infantil y para el Centro Médico. Aún así, al pensar que todas aquellas personas pagarían todo ese dinero por un pedazo de ternera le daba taquicardia.