En otra parte de la casa, Georgeanne cerró el agua y a John dejó de latirle el corazón. Tragó saliva.
– ¡Mierda! -susurró.
La risa de Lexie se detuvo escandalizada.
– Ésa es una palabra fea.
– Lo siento -masculló él, observándola atentamente bajo el maquillaje. Sus largas pestañas se rizaban en los extremos. Cuando era niño, se habían burlado sin piedad de John por tener unas pestañas como ésas. Luego miró fijamente los ojos azul oscuro. Unos ojos como los suyos. Una corriente eléctrica lo atravesó y sintió como si hubiera metido los dedos en un enchufe. Ya sabía por qué Georgeanne se había comportado de manera tan extraña la noche anterior. Había tenido un hijo suyo. Una niñita.
«Su hija».
– Mierda.
Capítulo 7
Georgeanne se desenrolló la toalla de la cabeza y la lanzó sobre la cama. Iba a coger el cepillo del tocador, pero se detuvo antes de alcanzar el mango redondo. Oyó que en la sala las risitas infantiles de Lexie se mezclaban con la voz inconfundible de un hombre. La preocupación pudo más que el pudor. Cogió la bata verde de verano y rápidamente pasó los brazos por las mangas. Lexie sabía que no podía dejar entrar a los desconocidos en casa. Habían mantenido una larga y clara conversación sobre eso hacía algún tiempo, un día que Georgeanne había entrado en la sala de estar y la había encontrado sentada con tres Testigos de Jehová en el sofá.
Se ató el cinturón y recorrió a toda prisa el estrecho pasillo. La reprimenda que pensaba echarle murió en su boca cuando se detuvo en seco. El hombre que estaba sentado en el sofá junto a su hija no había venido a ofrecer la salvación divina.
Él levantó la mirada hacia ella y ella se encontró mirando directamente a los ojos azules de su peor pesadilla.
Abrió la boca, pero no pudo decir palabra por el nudo que le oprimía la garganta. En un abrir y cerrar de ojos el mundo se detuvo, se abrió bajo sus pies y luego giró fuera de control.
– El señor «Muro» vino a firmar mis cosas -dijo Lexie.
El tiempo siguió detenido mientras Georgeanne miraba los ojos azules que le devolvían la mirada. Se sentía desorientada e incapaz de asimilar que John Kowalsky estuviera sentado en el sofá de su salón tan grande y apuesto como hacía siete años, como en aquella portada de revista que había visto en el supermercado, o como la noche anterior. Sentado en su sofá, al lado de «su» hija. Se llevó una mano a la garganta desnuda y aspiró profundamente. Sintió bajo los dedos el rápido latir de su pulso. Parecía fuera de lugar en su casa, como si no perteneciera allí. Lo que, por supuesto, era cierto.
– Alexandra Mae. -Al final recuperó la voz y volvió la mirada a su hija-. Ya sabes que no puedes dejar entrar a los desconocidos.
Lexie agrandó los ojos. Que Georgeanne usara su nombre completo era una clara señal de que estaba en graves problemas.
– Pero… pero… -tartamudeó, saltando sobre sus pies-, pero, mami, yo conozco al señor «Muro». Vino a mi cole, pero no pude traer nada a casa.
Georgeanne no tenía la más remota idea de qué hablaba su hija. Miró a John y preguntó:
– ¿Qué haces aquí?
Él se levantó lentamente, luego se metió la mano en el bolsillo trasero de los descoloridos Levi's.
– Anoche se te cayó esto -contestó, lanzándole la chequera.
Antes de que pudiera atraparla, rebotó contra su pecho y cayó al suelo. En vez de agacharse y recogerla la dejó donde estaba.
– No tenías por qué haberla traído. -Un ligero alivio le calmó los nervios. Había venido a devolverle la chequera y no porque supiera lo de Lexie.
– Tienes razón -fue todo lo que dijo. Su presencia viril invadía la habitación femenina y repentinamente ella se volvió muy consciente de lo desnuda que estaba bajo la bata de algodón. Se miró y se tranquilizó al ver que la bata estaba bien anudada.
– Bueno, gracias -le dijo, dirigiéndose a la entrada-. Lexie y yo nos estábamos arreglando para salir y estoy segura de que tienes otras cosas que hacer. -Alcanzó el picaporte y abrió la puerta-. Adiós, John.
– Todavía no -entrecerró los ojos, acentuando la pequeña cicatriz que le atravesaba la ceja izquierda-, no hasta que hablemos.
– ¿Sobre qué?
– Oh, no sé. -Cambió de posición y ladeó la cabeza-. Tal vez podamos mantener esa conversación que deberíamos haber tenido hace siete años.
Georgeanne le respondió con suma cautela:
– No sé de qué me hablas.
Él miró a Lexie que permanecía en medio de la habitación observando con interés a los dos adultos.
– Sabes exactamente de «qué» quiero hablar -contraatacó.
Durante varios segundos se miraron fijamente el uno al otro. Como dos enemigos preparándose para la batalla. Georgeanne no deseaba quedarse a solas con John, pero estaba segura de que sería más conveniente que Lexie no oyera lo que se tenían que decir. Cuando habló, se dirigió a su hija.
– Ve a la calle y mira si Amy puede jugar contigo.
– Pero mami, no puedo jugar con Amy durante una semana porque le cortamos el pelo a la Barbie Sorpresa de mi cumple, ¿te acuerdas?
– He cambiado de idea.
Las rosadas botas vaqueras de Lexie se arrastraron por la alfombra color melocotón cuando se dirigió a la puerta.
– Creo que Amy tenera frío -dijo ella.
Georgeanne, que normalmente mantenía a su hija tan alejada de los gérmenes como era posible, reconoció la táctica de Lexie como lo que era: un intento evidente de quedarse y escuchar a escondidas la conversación de los adultos.
– Por esta vez está bien.
Cuando Lexie llegó a la entrada miró a John por encima del hombro.
– Adiós, señor «Muro».
John clavó la vista en ella durante algunos interminables segundos antes de curvar los labios en una leve sonrisa.
– Ya nos veremos, pequeña.
Lexie se acercó a su madre y, por costumbre, frunció los labios.
Georgeanne la besó y se quedó con el sabor a cereza de la barra de labios.
– Vuelve a casa dentro de una hora, ¿vale?
Lexie asintió con la cabeza, luego atravesó la puerta y saltó los dos escalones de la entrada. Al ir por la acera iba arrastrando un extremo de la boa verde por el suelo. En el bordillo se detuvo, miró las dos formas que permanecían en la puerta y luego cruzó la carretera hasta la casa de enfrente. Georgeanne observó hasta que Lexie entró en la casa del vecino. Durante unos preciosos segundos eludió el enfrentamiento que la esperaba, luego tomó aliento profundamente, dio la espalda a los escalones y cerró la puerta.
– ¿Por qué no me contaste nada sobre ella?
No podía saberlo. No con seguridad.
– ¿Contarte qué?
– No me cabrees, Georgeanne -le advirtió; el ceñudo semblante de John anunciaba tormenta-. ¿Por qué nunca me contaste nada de Lexie?
Podía negarlo, por supuesto. Podía mentir y decirle que Lexie no era su hija. Él podía creerla y marcharse, dejándolas solas de nuevo. Pero el terco gesto de la mandíbula y el fuego de sus ojos le advertían que no la creería. Apoyándose contra la pared que tenía a las espaldas, cruzó los brazos.
– ¿Por qué debería haberlo hecho? -le preguntó, reacia a admitir la verdad directamente.
Él señaló con el dedo la casa de enfrente.
– Esa niña es mía. Es mi hija -le dijo-. No lo niegues. No me obligues a demostrar mi paternidad porque lo haré.
Una prueba de paternidad acabaría con cualquier tipo de duda.
Georgeanne comprendió que no tenía sentido negar nada. Lo mejor que podía hacer era contestar a sus preguntas y sacarlo de su casa y, si todo iba bien, de su vida.
– ¿Qué quieres?
– Dime la verdad. Quiero oírtela decir.
– Como quieras. -Encogió los hombros, tratando de aparentar que poseía una serenidad que no sentía, que admitirlo no le costaba nada-. Lexie es tu hija biológica.