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Él cerró los ojos y aspiró profundamente.

– Jesús-susurró-. ¿Cómo?

– Pues de la manera habitual -contestó ella secamente-. Pensaba que un hombre con tu experiencia sabría cómo se hacen los bebés.

John clavó la mirada en ella.

– Me dijiste que tomabas anticonceptivos.

– Y lo hacía. -«Pero por lo que se ve no sirvieron para nada»-. Nada es seguro al cien por cien.

– ¿Por qué, Georgeanne?

– ¿Por qué, qué?

– ¿Por qué no me lo dijiste hace siete años?

Ella se encogió de hombros de nuevo.

– No era asunto tuyo.

– ¿Qué? -preguntó incrédulo, mirándola fijamente como si no pudiera creer lo que le estaba diciendo-. ¿Que no era asunto mío?

– No.

Cerró los puños y se acercó varios pasos a ella.

– ¿Pariste a «mi» hija, pero crees que no era asunto mío? -Se detuvo a menos de medio metro de ella y frunció el ceño.

Si bien era bastante más grande que Georgeanne, ella lo observó sin parpadear.

– Hace siete años tomé la decisión que creí más conveniente. Es una decisión que aún mantengo. Y de cualquier manera, no hay nada que pueda hacerse ahora.

Él arqueó una de sus cejas oscuras.

– ¿En serio?

– Sí. Ya es muy tarde. Lexie no te conoce. Lo mejor será que te vayas y no la veas nunca más.

Él plantó las manos en la pared a ambos lados de su cabeza.

– Si crees que eso es lo que va a ocurrir entonces es que no eres una chica demasiado brillante.

Podía no darle miedo John, pero estando así tan cerca resultaba intimidador. Ese pecho ancho y esos gruesos brazos la hacían sentirse rodeada por completo de testosterona y duros músculos. El olor a jabón de su piel y a aftershave invadió sus sentidos.

– No soy una chica -dijo, bajando los brazos a los costados-. Puede que hace siete años fuera muy inmadura, pero ése no es el caso ahora. He cambiado.

John entrecerró los ojos deliberadamente y su amplia sonrisa no fue agradable cuando dijo:

– Por lo que puedo ver, no has cambiado tanto. Todavía estás muy buena.

Georgeanne luchó contra el deseo de cubrirse. Se miró y sintió cómo el rubor inundaba sus mejillas mientras soltaba un gemido. Las solapas de la bata verde se habían abierto hasta la altura del cinturón que ceñía la prenda, exponiendo una vergonzosa cantidad de escote y la parte superior de su pecho derecho. Horrorizada, agarró rápidamente los bordes y cerró la bata.

– Déjala -aconsejó John-. Verte así es lo único que puede hacer que te perdone.

– No quiero tu perdón -le dijo, pasando bajo su brazo-. Voy a vestirme. Creo que deberías irte.

– Te esperaré aquí -prometió John, girándose y observando cómo ella desaparecía por el pasillo. Entrecerró los ojos cuando notó el balanceo de sus caderas y el revoloteo de la bata alrededor de sus tobillos desnudos. Quería matarla.

Atravesó el salón, empujó a un lado la cursi cortina y miró por la ventana. Tenía una hija. Una hija que no conocía y que no lo conocía. Hasta el momento en que Georgeanne confirmó sus sospechas, no había estado completamente seguro de que Lexie fuera suya. Ahora lo sabía y ese pensamiento le hacía hervir la sangre.

«Su hija». Contuvo el fuerte deseo de ir a la casa de enfrente y traer de vuelta a Lexie. Sólo quería sentarse y mirarla. Quería observarla y escuchar cómo hablaba. Quería tocarla, pero sabía que no lo haría. Un rato antes, se había sentido grande y patoso sentado al lado de Lexie; un hombre enorme que lanzaba discos de caucho a través del hielo a más de ciento cincuenta kilómetros por hora y que usaba su cuerpo como una apisonadora humana.

«Su hija». Tenía una niña. Su niña. Notó que perdía los estribos y tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para volver a retomar el control.

John se volvió y caminó hacia la chimenea de ladrillo. Encima de la repisa había una serie de fotos enmarcadas de diferentes formas y tamaños. En la primera, había un bebé sentado sobre un taburete con el borde inferior de la camiseta sujeto bajo la barbilla mientras se tocaba el ombligo con su regordete dedo índice. Estudió la foto, luego fijó su atención en las otras que mostraban diversas etapas de la vida de Lexie.

Fascinado por el parecido que tenía con su hija cogió una foto pequeña de un bebé que empezaba a andar con grandes ojos azules y rosados mofletes. Tenía el pelo oscuro sujeto en lo alto de la cabeza como un plumero, y los pequeños labios fruncidos como si estuviera a punto de dar un beso al fotógrafo.

Escuchó que una de las puertas del pasillo se abría y se cerraba. Se metió la foto enmarcada en el bolsillo, luego se giró y esperó que apareciera Georgeanne. Cuando ella entró en la habitación, notó que se había recogido el pelo mojado en una coleta y se había puesto un suéter blanco de verano. Una falda de vuelo le caía hasta los tobillos envolviendo esas largas piernas. También llevaba unas pequeñas sandalias blancas con las tiras entrecruzadas por las pantorrillas. Tenía las uñas de los pies pintadas de color púrpura.

– ¿Quieres un té helado? -le preguntó cuando llegó al centro de la habitación.

Dadas las circunstancias, tal hospitalidad lo dejó pasmado.

– No. Nada de té -dijo, levantando la mirada a su cara. Tenía un montón de preguntas cuyas respuestas necesitaba ya.

– ¿Por qué no tomas asiento? -lo invitó ella, señalando con la mano una silla blanca de mimbre cubierta con un mullido cojín con volantes.

– Ya he estado bastante tiempo sentado.

– Estupendo, y yo estoy cansada de levantar la cabeza para mirarte. O nos sentamos y discutimos esto, o no lo discutimos y punto.

Ella era de armas tomar. John no la recordaba así. La Georgeanne que él recordaba era una charlatana empedernida.

– Muy bien -dijo él, pero se sentó en el sofá en vez de en la silla ya que no confiaba que aquella cosa pudiera sostener su peso.

– ¿Qué le has contado a Lexie sobre mí?

Ella se sentó en la silla del mimbre.

– Nada, ¿por qué? -lo dijo con su arrastrado acento de Texas, aunque no era tan marcado como él recordaba.

– ¿Nunca ha preguntado por su padre?

– Ah, eso. -Georgeanne se movió sobre el cojín de flores y cruzó las piernas-. Cree que te moriste cuando ella era un bebé.

John se sintió irritado ante su respuesta, pero no sorprendido.

– ¿En serio? ¿Y cómo me morí?

– Tu F-16 fue derribado sobre Irak.

– ¿Durante la Guerra del Golfo?

– Sí -sonrió-. Fuiste un soldado muy valiente. Cuando el tío Sam reclutó a los mejores pilotos, fuiste el primero de la lista.

– Soy canadiense.

Ella se encogió de hombros.

– Anthony era texano.

– ¿Anthony? ¿Quién demonios es Anthony?

– Tú. Fue como te llamé. Siempre me ha gustado el nombre de Tony.

No sólo había mentido sobre su muerte y su profesión, sino que también le había cambiado el nombre. John notó que su temperamento se inflamaba y se inclinó hacia adelante apoyando los antebrazos en las rodillas.

– ¿Y tienes fotos de ese hombre inexistente? ¿No ha querido Lexie ver fotos de su padre?

– Por supuesto. Sólo que todas tus fotos estaban en el desván cuando se quemó la casa.

– Qué desafortunado suceso -dijo John, frunciendo el ceño.

La sonrisa de Georgeanne iluminó su cara.

– ¿Verdad que sí?

Verla sonreír avivó su cólera.

– ¿Qué ocurrirá cuando descubra que tu nombre de soltera es Howard? Sabrá que le mentiste.

– Para entonces lo más probable es que sea una adolescente. Reconoceré que Tony y yo no estábamos casados, aunque sí muy enamorados.

– Lo tienes todo pensado.

– Sí.

– ¿Por qué todas esas mentiras? ¿Pensabas que no te ayudaría?

Georgeanne lo miró unos instantes a los ojos antes de contestarle.