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– Francamente, John, no creí ni que quisieras saberlo ni que te importara lo más mínimo. No sabía nada de ti ni tú de mí. Pero dejaste muy claro tus sentimientos la mañana que te deshiciste de mí en el aeropuerto, sin mirar ni una sola vez atrás.

John no recordaba las cosas de esa manera.

– Te compré un billete a casa.

– Ni siquiera te molestaste en preguntarme si me quería ir a casa.

– Te hice un favor.

– Te hiciste un favor a ti mismo. -Georgeanne se miró el regazo y retorció la suave tela de la falda entre los dedos. Había pasado tanto tiempo que el recuerdo de ese día no debería hacerle daño, pero le hacía-. No sabías cómo deshacerte de mí lo suficientemente rápido. Tuvimos una noche de sexo y luego…

– Tuvimos un montón de sexo esa noche -la interrumpió-. Un montón de «sudoroso y lujurioso sexo», de «irreprimible, ardiente y dulce sexo».

Georgeanne detuvo los dedos y levantó la mirada hacia él. Por primera vez notó el fuego de sus ojos. John estaba muy enfadado, pero se estaba conteniendo para no pelearse con ella. Georgeanne no podía permitirse entrar en ese juego, no cuando necesitaba permanecer tranquila para dejar clara su opinión.

– Si tú lo dices.

– Sé que fue así y tú también lo sabes. -Él se inclinó un poco más cerca y le dijo lentamente-: Así que como no te declaré amor eterno a la mañana siguiente, me privaste de mi hija. Una buena venganza, ¿no crees?

– Mi decisión no tuvo nada que ver con la venganza.

Georgeanne recordó el día que se había dado cuenta de que estaba embarazada. Después de recobrarse del impacto y del miedo, se sintió bendecida. Como si le hubieran hecho un precioso regalo. Lexie era la única familia que tenía, y no estaba dispuesta a compartir a su hija. Ni siquiera con John. Especialmente, no con John.

– Lexie es mía.

– No estabas sola en la cama esa noche, Georgeanne -dijo John mientras se levantaba-. Si crees que voy a largarme ahora que me he enterado de su existencia, estás loca.

Georgeanne se levantó también.

– Espero que te vayas y te olvides de nosotras.

– Estás soñando. O llegamos a un acuerdo con el que ambos podamos vivir o haré que mi abogado se ponga en contacto contigo.

Era un farol. Tenía que serlo. John Kowalsky era un as del deporte. Una estrella del hockey.

– No te creo. No creo que quieras de verdad que la gente tenga noticias de Lexie. La publicidad podría dañar tu imagen.

– Estás equivocada. Me importa una mierda la publicidad -dijo, acercándose más a ella-. Además no soy exactamente un ejemplo de bondad y moralidad, así que dudo que la aparición de una niña pueda hacer daño a mi imagen.

Sacó la cartera del bolsillo de atrás.

– Me marcho de la ciudad mañana por la tarde, pero estaré de vuelta el miércoles. -Cogió una tarjeta-. Llama al número de abajo. Nunca contesto al teléfono ni siquiera cuando estoy en casa. Saltará el contestador automático, así que deja un mensaje y me pondré en contacto contigo. También te voy a dar mi dirección -dijo, escribiéndola al dorso, luego le cogió la mano y le dejó el bolígrafo y la tarjeta en la palma-. Si no quieres llamarme, escríbeme. Sea como sea, si no sé nada de ti el jueves, uno de mis abogados te llamará el viernes.

Georgeanne miró fijamente la tarjeta que le había dado. Su nombre estaba escrito en letras de imprenta negras. Debajo del nombre había tres números de teléfono diferentes. En el reverso de la tarjeta, estaba escrita su dirección.

– Olvídate de Lexie. No la compartiré contigo.

– Llama antes del jueves -le advirtió, y luego se fue.

John puso en marcha su Range Rover verde oscuro y se incorporó al tráfico de la 405. El viento que entraba por la ventanilla le alborotó el pelo, pero no sirvió para despejarle la mente de sus caóticos pensamientos. Cerró los dedos con fuerza sobre el volante, luego los relajó.

Lexie. Su hija. Una pequeña de seis años que llevaba más maquillaje que Tammy Faye Bakker y que quería un gato, un perro y un cerdo. Levantó la cadera derecha y se metió la mano en el bolsillo trasero. Cogió la fotografía que había robado de Lexie y la puso encima del salpicadero. Sus grandes ojos azules le devolvían la mirada por encima de los labios fruncidos. Pensó en el beso que había dado a su madre, luego volvió a mirar la carretera.

Cada vez que había pensado en tener un hijo había pensado en un niño. No sabía por qué. Tal vez por Toby, el hijo que había perdido, pero siempre se había imaginado como el padre de un niño travieso. Se había visto en las ligas menores, con pistolas de juguete, y camiones de juguete Tonka. Siempre había pensado en uñas sucias, vaqueros agujereados y rodillas llenas de costras.

¿Qué sabía él de niñas? ¿Qué hacían las niñas?

Lanzó otra mirada a la foto mientras conducía el Range Rover a través de la 520. Las niñas llevaban boas verdes y botas vaqueras de color rosa y cortaban el pelo de sus Barbies. Una niña que hablaba por los codos, se reía tontamente y le daba un beso de despedida a su madre con los labios dulcemente fruncidos.

«La madre». Al pensar en Georgeanne, John apretó de nuevo el volante. Le había ocultado a su hija. Todos esos años de anhelos, de mirar a otros hombres cuidando de sus hijos, durante todo ese tiempo él tenía una hija.

Se había perdido muchas cosas. Se había perdido su nacimiento, sus primeros pasos y sus primeras palabras. Ella era parte de él. Los mismos genes y cromosomas que él tenía eran parte de ella. Era parte de su familia y tenía todo el derecho a saber de ella. Pero Georgeanne había decidido que no necesitaba saberlo y no podía separar la amargura que le causaba esa acción de la persona que la había realizado. Georgeanne había tomado la decisión de librarle de la existencia de su hija y sabía que nunca podría perdonarla. Por primera vez en años, deseó con anhelo una botella de Crown Royal, un vaso sin hielo que aguara el suave whisky. Culpaba a Georgeanne del deseo que sentía por ella porque, casi tanto como odiaba lo que le había hecho, odiaba lo que le hacía sentir.

¿Cómo podía querer colocarle las manos alrededor de la garganta y apretar y, al mismo tiempo, deslizar las manos más abajo y colmarlas con esos senos plenos? Una risa ronca le retumbó en el pecho. Cuando la había retenido contra la pared, le sorprendió que no notara su reacción física. Una reacción que había sido incapaz de controlar.

En lo que a Georgeanne concernía era obvio que no poseía control alguno sobre su cuerpo. Hacía siete años no había querido acostarse con ella. Irradiaba cada letra de la palabra «problema» desde el momento que se había subido en su coche, pero lo que él había querido no había parecido tener importancia, porque con razón o sin ella, para bien o para mal, se había sentido abrumadoramente atraído por ella. Por esos seductores ojos verdes y esos labios de modelo, por las atractivas curvas de su cuerpo, y él había respondido a ella a pesar de todo.

Aparentemente, ese viejo dicho que decía que algunas cosas nunca cambian era cierto porque seguía deseándola, y no parecía tener ninguna importancia que le hubiera privado de su hija. Puede que no le gustara lo que había hecho, pero la deseaba. Quería tocarla por todas partes. Lo cual lo hacía sentir como un asqueroso bastardo.

Condujo por el sur de Lake Union hacia la costa occidental empeñado en expulsar a Georgeanne, con su liviana bata verde, de su mente. Lanzó miradas de soslayo a la foto de Lexie posada sobre el salpicadero y, una vez que aparcó el Range Rover en su plaza, cogió la foto y se dirigió al extremo del embarcadero donde estaba anclada su casa flotante de trescientos metros cuadrados.

Hacía dos años que había comprado la casa flotante de cincuenta años de antigüedad y había contratado a un arquitecto de Seattle y a un diseñador de interiores para rediseñarla desde los flotadores hasta arriba. Cuando terminaron el trabajo, John poseía una casa flotante de tres dormitorios, con techo de cristal y varios balcones y ventanas alrededor. Hasta hacía dos horas, la casa flotante le parecía perfecta. Pero mientras metía la llave en la pesada puerta de madera para abrirla no se sentía seguro de que fuera el lugar adecuado para una niña.