«Lexie es mía. Espero que te vayas y te olvides de nosotras». Las palabras de Georgeanne retumbaban en su cabeza, espoleando su resentimiento y enardeciendo la cólera que bullía en su interior.
Las suelas de los zapatos de John resonaron en la dura madera recién encerada del suelo de la entrada, pero se apagaron en cuanto atravesó las lujosas alfombras. Colocó la foto de Lexie en una mesita de roble para café que, al igual que el suelo, había sido encerada el día anterior por el servicio de limpieza que había contratado. Uno de los tres teléfonos que tenía en el escritorio del comedor comenzó a sonar y, después de tres timbrazos, recogió la llamada uno de los tres contestadores automáticos. John se quedó inmóvil, pero cuando oyó la voz de su agente recordándole el horario de vuelo del día siguiente volvió a recordar otra vez los acontecimientos de las últimas dos horas. Se movió hacia una puerta corredera y miró más allá de la cubierta.
«Olvídate de Lexie». Ya que sabía de la existencia de su hija, no había ninguna posibilidad de que pudiera olvidarla. «No la compartiré contigo». John miró fijamente un par de kayaks que surcaban la brillante superficie del lago, luego, de repente, se giró y se encaminó al comedor. Tomó uno de los teléfonos, se sentó tras el escritorio de caoba y marcó el número de teléfono de la casa de su abogado, Richard Goldman. Cuando tuvo a Richard al teléfono le explicó la situación.
– ¿Estás seguro de que la niña es tuya? -preguntó el abogado.
– Sí -atravesó con la mirada la sala de estar hasta la foto de Lexie que había dejado sobre la mesita de café. Le había dicho a Georgeanne que esperaría hasta el viernes para contactar con un abogado, pero no veía ninguna ventaja en esperar-. Estoy seguro.
– Es una auténtica sorpresa.
Él tenía que saber cuál era su situación legal.
– Exponme mis derechos.
– ¿No crees que esté dispuesta a dejarte ver otra vez a la niña?
– No. Fue muy clara al respecto. -John cogió un pisapapeles de piedra, lo lanzó al aire para atraparlo con la mano-. No quiero quitarle la niña a su madre. No quiero lastimar a Lexie, pero quiero poder verla. Quiero llegar a conocerla y quiero que ella me conozca.
Hubo una larga pausa antes de que Richard dijera:
– Yo estoy especializado en derecho mercantil, John. Lo único que puedo hacer es darte el nombre de un buen abogado de familia.
– Para eso te llamé. Quiero al mejor.
– Entonces te pondré en contacto con Kirk Schwartz. Está especializado en custodias de niños y es bueno. Es el mejor.
– Mami, Amy tene una Skipper de Pizza Hut como la mía, y jugamos a que las dos Skippers trabajaban en un Pizza Hut y se peleaban con Todd.
– Hum.
Georgeanne giró el mango de su tenedor Francis I, enroscando los espaguetis alrededor de los dientes. Dio varias vueltas a la pasta mientras clavaba los ojos en la panera que había en el centro de la mesa. Como si fuera la superviviente de una batalla sangrienta estaba exhausta, pero a la vez inquieta.
– Hicimos vestidos a nuestras Skippers con kleenex, y la mía era una princesa, y conducía una caja vacía que encontré como si fuera un coche. Pero no dejé que Todd condujera porque no tenía carnet, como mi Skipper y la de Amy.
– Hum. -Una y otra vez, Georgeanne volvía a recordar lo sucedido aquella mañana. Trataba de recordar lo que había dicho John exactamente y la forma en que lo había hecho. Intentaba acordarse de qué respuestas le había dado, pero no podía recordarlas todas. Estaba cansada, confundida y asustada.
– Barbie era nuestra mamá y Ken nuestro papá y fuimos al parque de atracciones Fun Forest y merendamos en el campo donde está esa fuente tan grande. Y como teno zapatos mágicos pude volar más alto que aquel edificio. Volé hasta el techo.
Siete años atrás había tomado la decisión correcta. Estaba segura.
– Pero Ken se emborrachó y Barbie tuvo que llevarlo a casa.
Georgeanne contempló cómo Lexie succionaba un espagueti entre los labios. Tenía la cara lavada y los ojos azul oscuro brillaban por la excitación con la que contaba su historia.
– ¿Qué? ¿De qué estás hablando? -preguntó Georgeanne.
Lexie se lamió las comisuras de los labios, y tragó.
– Amy dice que su papá bebe cerveza en Seahawks y que por eso su mamá tiene que llevarlo a casa. Deberían multarlo -anunció Lexie mientras enroscaba más espaguetis en el tenedor-. Amy dice que se pasea en ropa interior y se rasca el culo.
Georgeanne frunció el ceño.
– Eso también lo haces tú -le recordó a su hija.
– Sí, pero él es mayor y yo soy sólo una niña. -Lexie encogió los hombros y tomó un poco de pasta. Un espagueti le colgaba encima de la barbilla, metió las mejillas hacia adentro y lo succionó entre los labios.
– ¿Le has preguntado a Amy sobre su papá últimamente? -preguntó Georgeanne con cautela. De vez en cuando, Lexie preguntaba cosas sobre papas e hijas, y Georgeanne trataba de contestarle. Pero Georgeanne se había criado sólo con su abuela y no tenía respuestas para todo.
– No -contestó Lexie después de meterse más espagueti en la boca-. Sólo me dice algunas cosas.
– Por favor, no hables con la boca llena.
Lexie entornó los ojos, cogió el vaso de leche y se lo llevó a los labios. Después dejó el vaso sobre el mantel.
– Vale, pero no me hagas preguntas cuando estoy comiendo.
– Ah, lo siento.
Georgeanne posó el tenedor sobre el plato y las manos sobre el mantel de lino beige. Volvió a pensar en John. No le había mentido sobre las razones por las que no le había dicho nada del nacimiento de Lexie. Era cierto que había pensado que no querría saberlo ni que le hubiera importado. Pero que a él le hubiera importado o no, no había sido su única motivación. La razón principal había sido mucho más egoísta. Hacía siete años ella se había sentido muy sola. Luego tuvo a Lexie y de repente ya no estaba sola. Lexie había llenado el vacío de su corazón. Tenía una hija que la amaba sin condiciones. Georgeanne quería conservar todo ese amor para ella sola. Había sido egoísta, pero no le había importado. Había querido ser la mamá y el papá. Se bastaba ella sola.
– No hemos tenido ningún té «rosa» desde hace tiempo. Mañana por la mañana voy a estar en casa. ¿Hacemos un té?
La sonrisa de Lexie curvó el bigote de leche que tenía sobre la boca y asintió con la cabeza vigorosamente, sacudiendo su coleta de arriba abajo.
Georgeanne devolvió la sonrisa a su hija que rozaba las migas del mantel con su dedo meñique. Hacía siete años había mirado al futuro y no había vuelto la vista hacia atrás. Las cosas les habían ido bien. Era copropietaria de un próspero negocio, pagaba la hipoteca de su casa e incluso el mes anterior se había comprado un coche nuevo. Lexie estaba sana y era feliz. No necesitaban un papá. No necesitaba a John.
– Cuando termines, ve a mirar si el vestido de chiffon rosa todavía te sirve -dijo Georgeanne mientras recogía el plato y lo llevaba al fregadero.
Ella nunca había sabido nada de su padre y había sobrevivido. Nunca había sabido lo que era sentarse en el regazo de un padre y oír cómo le palpitaba el corazón bajo su oído. Nunca había conocido la seguridad de los brazos paternos o el timbre reconfortante de su voz. Nunca había conocido nada de eso y las cosas no le habían ido mal.
Georgeanne miró por la ventana de encima del fregadero y dirigió una mirada perdida al patio trasero. Nunca lo había conocido, pero se lo había imaginado muchas veces.
Recordó cuando se asomaba por encima de las vallas para observar las barbacoas de los vecinos. Recordaba llevar su bicicleta Schwinn azul con el sillín plateado a la gasolinera de Jack Leonard para observarlo cambiar las llantas, fascinada por esas manos grandes tan sucias que siempre limpiaba en una toalla grasienta que colgaba del bolsillo trasero de su sucio mono gris. Recordó que algunas noches estaba sentada sobre el duro y viejo porche de casa de su abuela observando, intrigada y confundida, con una coleta y unos vaqueros rojos, cómo los hombres de su barrio volvían de trabajar mientras deseaba tener también un papá. Había observado y esperado, y durante todo ese tiempo se había preguntado qué hacían los papas cuando volvían a casa. Se había preguntado por qué no lo sabía.