– Todavía no has ido al grano.
– Puedes tener tu carrera con los Chinooks o puedes tener a Georgeanne. Pero no puedes tener las dos cosas.
A John no le gustaba que lo amenazaran más de lo que le gustaba que se metieran en su vida.
– ¿Estás amenazándome con un traspaso?
Virgil estaba mortalmente serio cuando le dijo:
– Sólo si me fuerzas a hacerlo.
John consideró decirle a Virgil que se fuera a la mierda y darle una patada en su viejo culo arrugado. Cinco meses antes lo hubiera hecho. Aunque a John le encantaba jugar en los Chinooks y no se veía jugando en otro equipo, no respondía bien a las amenazas. Pero ahora tenía demasiado que perder. Acababa de descubrir que tenía una hija y le acababan de dar la custodia compartida.
– Georgeanne y yo tenemos una hija, así que tal vez deberías aclararme qué entiendes por «tener».
– Puedes ver a tu hija todo lo que quieras -comenzó Virgil-. Pero no toques a la madre. No salgas con ella. No te cases con ella, o tú y yo tendremos problemas.
Si Virgil le hubiera amenazado así hacía un año o tan sólo unos meses atrás, lo más probable era que hubiera forzado un traspaso. Pero ¿cómo podía ejercer de padre con Lexie si tenía que mudarse a Detroit, a Nueva York o incluso a Los Angeles? ¿Cómo podía ver crecer a Lexie si no vivían en el mismo estado?
– Demonios, Virgil -dijo, observándolo-, no sé quién desagrada más al otro, si Georgeanne a mí o yo a ella. Si me lo hubieras preguntado la semana pasada, te podrías haber ahorrado preocupaciones y me hubieras ahorrado el paseito hasta aquí. Quiero a Georgeanne lo mismo que a un grano en el culo y ella me quiere aún menos.
Los ojos cansados de Virgil llamaron a John mentiroso.
– Tú recuerda lo que te he dicho.
– No soy propenso a olvidar. -John lo miró por última vez, luego se giró y salió de la habitación. Salió de la casa con el ultimátum de Virgil resonando en sus oídos. «Puedes tener tu carrera con los Chinooks o puedes tener a Georgeanne. Pero no puedes tener las dos cosas».
Esperó el transbordador durante quince minutos y cuando llegó a su casa flotante, lo absurdo de la amenaza de Virgil hizo que esbozara una sonrisa. Suponía que el viejo pensaba que había encontrado la venganza perfecta. Y lo podría haber sido, pero John y Georgeanne ni siquiera podían tolerar estar juntos en la misma habitación. Forzarlos a estar juntos habría sido un castigo más apropiado.
Timbres, campanas, gritos, rechinar de llantas y vasos rotos resonaron en los oídos de John mientras veía cómo Lexie chocaba con violencia contra árboles, se subía a las aceras y atropellaba a los peatones.
– Soy bastante buena -gritó ella por encima de ese caos.
Clavó la vista en la pantalla delante de Lexie y sintió que empezaban a palpitarle las sienes.
– Ten cuidado con esa señora mayor -le advirtió demasiado tarde. Lexie la atropello haciéndola volar por los aires.
A John no le gustaban demasiado ni los videojuegos ni las salas de juegos. No le gustaban los centros comerciales, prefería comprarse lo que necesitaba por correo, y tampoco solía ir a ver películas de dibujos animados. La partida terminó y John giró la muñeca para mirarse el reloj.
– Ya es hora de irnos.
– ¿Gané, John? -preguntó Lexie, señalando la puntuación en la pantalla. En el dedo medio, llevaba puesto un anillo de plata con filigranas que le había comprado en una joyería del Pike Place Market, y en el asiento junto al de ella estaba el gato de cristal que le había comprado en otra tienda. La parte de atrás del Range Rover estaba cargada de juguetes y sólo estaban matando el tiempo antes de que él y Lexie entraran en el cine para ver El jorobado de Notre Dame.
Estaba tratando de comprar el amor de su hija. Era tenaz. Y no le importaba. Le compraría cualquier cosa, se pasaría horas en docenas de salas de juegos o viendo películas de Disney, si con ello conseguía que su hija lo llamara «papá» una sola vez.
– Casi ganaste -mintió, tomándola de la mano-. Coge el gato -añadió; luego se dirigieron a la salida de la sala de juegos. Haría cualquier cosa por tener delante de él a la antigua Lexie.
Cuando la había recogido antes en su casa, la había encontrado en la puerta sin huella de sombras o coloretes. Era sábado, y si bien prefería verla sin maquillaje, estaba tan desesperado por que volviera a ser la niña que había conocido en junio que le había sugerido que se pusiera un poco de brillo en los labios. Ella había declinado la sugerencia con una sacudida de cabeza.
Podría haber intentado hablar con Georgeanne de nuevo sobre el inusual comportamiento de Lexie, pero no estaba en casa cuando fue a buscar a la niña. Según la canguro, que llevaba un piercing en el lado derecho de la nariz, Georgeanne estaba trabajando, pero volvería a casa antes de que él regresase con Lexie.
Tal vez podría hablar con Georgeanne más tarde, pensó mientras se dirigían al cine. Quizá por una vez, podrían comportarse como adultos razonables para poder decidir qué era más conveniente para su hija,. Sí, quizá podrían. Pero había algo en Georgeanne que hacía aflorar sus peores instintos y el deseo de enfrentarse a ella.
– ¡Mira! -Lexie se paró bruscamente y clavó la mirada en el escaparate de la tienda de enfrente. Detrás del cristal varios gatitos con rayas rodaban como pelotas peludas y se perseguían alrededor de un rascador en forma de poste. Eran unos seis gatos recién nacidos y ella los observaba maravillada, John atisbo un vislumbre de la niñita que le había robado el corazón en Marymoor Park.
– ¿Quieres entrar y echar un vistazo rápido? -le preguntó.
Lo miró como si hubiera sugerido un delito grave.
– Mamá dice que yo no… -Se interrumpió y le dedicó una sonrisa-. Vale. Entraré contigo.
John abrió la puerta de la tienda de animales para dejar entrar a su hija. La tienda estaba vacía con excepción de una vendedora que escribía algo en una libreta detrás del mostrador.
Lexie le pasó a John el gato de cristal que le había comprado, luego caminó hacia la jaula y se detuvo delante. Metió la mano dentro y movió los dedos. De inmediato, un atigrado gato amarillo la agarró y le envolvió su pequeño cuerpo peludo alrededor de la muñeca. Ella se rió tontamente y levantó el gatito a su pecho.
John metió la figura de cristal en el bolsillo de la pechera de su polo azul y verde, y luego se arrodilló al lado de Lexie. Rascó al gatito entre las orejas y con los nudillos rozó la barbilla de su hija. No sabría decir qué era más suave.
Lexie lo miró tan excitada que apenas se podía contener.
– Me encanta, John.
Él tocó la pequeña oreja del gatito y volvió a acariciar la barbilla de Lexie.
– Me puedes llamar papá -le dijo, conteniendo el aliento.
Los grandes ojos azules de Lexie parpadearon una vez, dos veces, luego ella escondió una sonrisa en la parte superior de la cabeza del gatito. Apareció un hoyuelo en su pálida mejilla, pero no dijo ni una sola palabra.
– Todos esos gatitos ya están vacunados -anunció la vendedora desde atrás de John.
John se miró la punta de las deportivas mientras la decepción le embargaba el corazón.
– Sólo estamos mirando -le dijo mientras se levantaba.
– Les puedo dejar ese gatito atigrado por cincuenta dólares. Es una ganga.
John creía que con la obsesión de Lexie por los animales si Georgeanne hubiera querido que tuviera uno, ya se lo habría comprado.
– Su madre probablemente me mataría si aparece en casa con un gatito.
– ¿Y un perrito? Justo acaba de llegarme un pequeño dálmata.
– ¿Un dálmata? -Lexie los oyó-. ¿Tenes un dálmata?
– Venid por aquí. -La vendedora apuntó hacia una pared de perreras de cristal.