John se movió para seguirla, pero Georgeanne le cortó el paso.
– Le he dicho a esa niña durante cinco años que no puede tener a una mascota hasta que cumpla diez. Te la llevas unas horas y vuelve a casa con un perro sin pelo.
Él levantó su mano derecha.
– Lo sé y lo siento. Prometo que compraré toda su comida y Lexie y yo lo llevaremos a adiestrar.
– ¡Puedo pagar su maldita comida! -Georgeanne levantó las manos y se presionó la frente con los dedos. Sentía como si fuera a estallarle la cabeza-. Estoy tan enfadada que no puedo pensar.
– ¿Ayudaría que te dijera que compré un libro sobre esa raza?
– No, John -suspiró ella, dejando caer las manos-. No ayudaría.
– También tengo un transportín. -La tomó de la muñeca y la arrastró con él-. Le compré un montón de cosas.
Georgeanne trató de ignorar la aceleración de su pulso cuando la cogió.
– ¿Qué clase de cosas?
Él abrió una de las puertas traseras del Range Rover y le pasó un pequeño transportín para perros.
– Supongo que se pasará la noche ahí y así no se hará pis en el suelo -dijo, y luego metió la cabeza dentro del vehículo otra vez-. Aquí hay un libro de entrenamiento, otro de chihuahuas y otro más, hizo una pausa para leer el título, Cómo educar un perro para vivir con él. Comida, galletitas para perros, juguetes para masticar, collar y correa y un suéter pequeño.
– ¿Suéter? ¿Compraste todo esto en la tienda?
– Voy a cerrar. -Dio la vuelta y metió la cabeza por el otro lado.
Por encima del transportín, Georgeanne recorrió con la mirada los bolsillos traseros del pantalón de John. Sus vaqueros estaban descoloridos en algunos lugares y estaban sujetos por un cinturón de cuero.
– Sé que está por aquí en alguna parte -le dijo, y ella rápidamente miró al maletero del todoterreno. Estaba lleno de grandes bolsas de juguetes y una caja donde ponía Ultimate Hockey.
– ¿Qué es todo eso? -preguntó, señalándolo con la cabeza.
John la miró por encima del hombro.
– Son cosas que he comprado para Lexie. No tengo nada para ella cuando está en mi casa, así que hemos comprado algo. No puedo creer cuánto cuestan las Barbies. No sabía que valían sesenta dólares cada una. -Se enderezó y le dio un tubo-. Es la pasta dentífrica de Pongo.
Georgeanne estaba consternada.
– ¿Has pagado sesenta dólares por una Barbie?
Él se encogió de hombros.
– Bueno, piensa que una venía con un perro de lanas, otra con una chaqueta estampada de cebra y una boina a juego, creo que no me timaron demasiado.
Lo habían embaucado. A los pocos días de abrir las cajas, Lexie tendría esas muñecas desnudas por la casa y parecería que las había recogido de una tienda de segunda mano. Georgeanne raramente compraba juguetes caros a Lexie. Su hija no los trataba mejor porque hubieran costado más y, además, había muchos meses en los que Georgeanne no podría permitirse el lujo de gastarse ciento veinte dólares en unas muñecas
Tenía tendencia a volverse un poco loca y gastar bastante en navidades y en los cumpleaños, pero tenía que hacer cálculos y ahorrar dinero para esas ocasiones. John no lo hacía. El mes pasado, cuando su abogado había elaborado el acuerdo de custodia, se había enterado de que John ganaba seis millones de dólares al año jugando al hockey e invirtiendo. Ella nunca podría competir con eso.
Miró la cara sonriente de John y se preguntó qué estaría tramando. Si no tenía cuidado, él lo tomaría todo y ella se quedaría sin nada excepto ese perro sin pelo.
Capítulo 17
– ¿Cómo quieres el café? ¿Solo o con leche? -le preguntó Georgeanne a Mae mientras llenaba el filtro metálico con café exprés.
– Con leche -respondió Mae sin dejar de mirar a Pongo que estaba tumbado mordisqueando una galleta para perros-. ¡Demonios!, qué perro más patético. Hasta mi gato es más grande que ese chucho. Bootsie se lo comería de un bocado.
– Lexie -gritó Georgeanne-. Mae está insultando a Pongo otra vez.
Lexie se dirigió hacia la cocina, haciendo aspavientos con las manos ocultas por las mangas del chubasquero.
– No insultes a mi perro. -Frunciendo el ceño cogió la mochila de la mesa-. Es muy sensible. -Se arrodilló y acercó su cara a la del perro-. Ahora teno que irme al colé, te veré más tarde. -La mascota dejó de comerse la galleta el tiempo suficiente para darle un lametazo a Lexie en la boca
– Oye, ya hemos hablado de que no puedes hacer eso -la regañó Georgeanne mientras cogía un cartón de leche desnatada de la nevera-. Los perros tienen hábitos poco saludables.
Lexie se encogió de hombros y se levantó.
– No me importa. Le quiero.
– Ya, pero a mí sí que me importa. Ahora será mejor que te apresures a recoger a Amy o perderéis el autobús.
Lexie frunció los labios para darle un beso de despedida.
Georgeanne meneó la cabeza y acompañó a Lexie a la puerta principal.
– Yo no beso a las niñas que se dedican a besar perros que se lamen el culo. -Desde la entrada observó cómo Lexie cruzaba la calle y después regresó a la cocina-. Está loca por ese perro -le comentó a Mae mientras echaba un vistazo a la cafetera-. Lo tiene desde hace cinco días y ya está totalmente integrado en nuestras vidas. Deberías ver la camisetita vaquera que le hizo.
– Tengo que decirte algo -farfulló Mae con rapidez.
Georgeanne miró a su amiga por encima del hombro. Sospechaba que a Mae le pasaba algo. Por lo general no iba tan temprano a su casa para tomar café y hacía días que la encontraba algo distante.
– ¿Qué pasa?
– Le quiero.
Georgeanne sonrió mientras llenaba la cafetera con una jarra.
– Yo también te quiero.
– No. -Mae meneó la cabeza-. No, me refiero a Hugh. Le quiero a él, quiero a Hugh, el portero.
– ¿A quién? -Las manos de Georgeanne se detuvieron en el aire y arrugó el ceño-. ¿Al amigo de John?
– Sí.
Georgeanne colocó la jarra de cristal en la cafetera, pero se olvidó de encenderla.
– Creía que lo odiabas.
– Lo hacía. Pero ya no lo hago.
– ¿Qué ha pasado?
Mae parecía tan confusa como Georgeanne.
– ¡No lo sé! Me llevó a casa desde un pub el viernes pasado por la noche y ya no se fue.
– ¿Ha estado viviendo contigo los últimos seis días? -Georgeanne se dirigió a la mesa de la cocina. Tenía que sentarse.
– Bueno, en realidad, más bien durante las últimas seis noches.
– ¿Estás tomándome el pelo?
– No, pero entiendo lo que debes estar pensando. No sé cómo ocurrió. Estaba diciéndole que no podía entrar en mi casa, y antes de saber qué sucedía estábamos desnudos y peleándonos por quién tenía que estar encima. Ganó y me enamoré de él.
Georgeanne estaba anonadada por la impresión.
– ¿Estás segura?
– Sí. Él estaba arriba.
– ¡No quería decir eso! -Si Georgeanne tuviera que cambiar algo en Mae, sería la tendencia que tenía su amiga en dar detalles que ella no quería conocer-. ¿Estás segura de que estás enamorada de él?
Mae asintió con la cabeza y, por primera vez en siete años de amistad, Georgeanne vio que las lágrimas asomaban a los ojos castaños de su amiga. Mae era siempre tan fuerte que a Georgeanne le rompía el corazón verla llorar.
– Oh, cariño -suspiró y se acercó para arrodillarse junto a la silla de Mae-. Lo siento mucho. -La rodeó con sus brazos tratando de reconfortarla-. Los hombres son imbéciles perdidos.
– Lo sé -sollozó Mae-. Todo era maravilloso y va y tiene que hacer eso.
– ¿Qué es lo que hizo?
Mae se echó hacia atrás y miró la cara de Georgeanne.
– Me pidió que me casara con él.
Georgeanne se cayó de culo, estupefacta.
– Le dije que era demasiado pronto, pero no me ha querido escuchar. Me dijo que me amaba y que sabía que yo le amaba a él. -Cogió un extremo del mantel de lino de Georgeanne y se lo pasó por los ojos-. Ya le dije que casarse ahora no era la mejor opción, pero no me ha querido escuchar.