– Si la besas, le gustarás más que Charles -susurró Lexie.
John apartó las cortinas y miró la noche de Detroit. Desde su habitación en el Hotel Omni, podía ver el río que se deslizaba suavemente como una marea negra. Se sentía inquieto y con los nervios a flor de piel, pero eso no era nada nuevo. Era normal que le llevara varias horas relajarse después de un partido, en especial si era contra los Red Wings. El año anterior, el equipo de Motown sólo había vencido a los Chinooks, en los play-offs por un gol de diferencia que marcó Sergei Fedorov. Ese año los Chinooks habían comenzado la temporada ganando por 4-2 a su rival. La victoria había sido una agradable forma de comenzar la liga.
La mayor parte del equipo estaba en la cafetería del hotel celebrándolo. Pero no John. Y aunque no podía dormir, tampoco quería estar rodeado de gente. No quería comer cacahuetes, mantener conversaciones superfluas ni quitarse de encima a las groupies.
Algo iba mal. Pero salvo el pase a ciegas que le había enviado a Fetisov, John había jugado como en los libros de hockey. Lo había hecho tal y como le gustaba: con velocidad, fuerza y habilidad mientras llevaba su cuerpo al límite. Había hecho lo que más le gustaba. Lo que siempre le había gustado.
Pero le pasaba algo. No se sentía satisfecho. «Puedes tener tu carrera con los Chinooks, o puedes tener a Georgeanne. Pero no puedes tener las dos cosas».
John dejó caer la cortina en su sitio y echó un vistazo al reloj. Era medianoche en Detroit. Las nueve en Seattle. Se acercó a la mesilla, descolgó el teléfono y marcó.
– Hola -respondió ella al tercer timbrazo, revolviendo algo en lo más profundo de las entrañas de John.
«Si la besas, pensará que eres muy guapo. Después podréis tené un bebé». John cerró los ojos.
– Hola, Georgie.
– ¿John?
– Sí.
– ¿Dónde estás? ¿Qué haces? Justo ahora te estaba viendo en la tele.
Abrió los ojos y miró las cortinas cerradas.
– En la costa oeste emiten el partido en diferido.
– Ah. ¿Ganasteis?
– Sí.
– Lexie se alegrará de oírlo. Está viéndote en el salón.
– ¿Y qué opina?
– Bueno, creo que le estaba gustando hasta que ese grandote de rojo te derribó. Después se quedó algo trastornada.
El grandote de rojo era un jugador de Detroit.
– ¿Ahora ya está bien?
– Sí. Cuando vio que volvías a patinar, se le pasó. Creo que le gusta verte jugar. Debe de ser algo genético.
John le echó una ojeada a las hojas que había junto al teléfono.
– ¿Y qué tal tú? -preguntó él, y se preguntó por qué la respuesta de ella era tan importante para él.
– Bueno, casi nunca veo los deportes. No se lo digas a nadie, porque como sabes, soy de Texas -dijo en un susurro-. Pero me gusta más ver hockey que fútbol americano.
La voz de ella le hacía pensar en oscuras pasiones, reflejos en la ventana y sexo caliente. «Si la besas, le gustarás más que Charles». Pensar en ella besando a ese hombre le hizo sentir como si le estallara el pecho.
– Tengo entradas para Lexie y para ti para el partido del viernes. Me gustaría mucho que vinierais.
– ¿El viernes? ¿El día después de la boda?
– ¿No puedes? ¿Tienes que trabajar?
Ella se mantuvo en silencio un largo rato antes de responder:
– No, podemos ir.
Él le sonrió al teléfono.
– El lenguaje puede ser un poco soez a veces.
– Me parece que a estas alturas ya estamos acostumbradas -dijo ella, y él pudo notar la risa en su voz-. Lexie está a mi lado. Te la paso.
– Espera…, otra cosa…
– ¿Qué?
«Espera hasta que llegue a casa antes de decidir casarte con ese tío. Es un calzonazos y un gilipollas, y te mereces a alguien mejor». Se dejó caer sobre la cama. No tenía derecho a pedirle nada.
– Da igual. Estoy muy cansado.
– ¿Necesitas algo?
Él cerró los ojos y suspiró profundamente.
– No, ponme con Lexie.
Capítulo 18
Lexie recorría el pasillo de la iglesia como si hubiera nacido para ser la pequeña dama de honor. Los rizos le rebotaban en los hombros y los pétalos rosas volaban de su pequeña mano enguantada hacia la alfombra de la pequeña iglesia. Georgeanne aguardaba a la izquierda del pastor resistiéndose al deseo de tirar del dobladillo del vestido de crepé de seda rosa que le quedaba unos centímetros por encima de las rodillas. Tenía la mirada puesta en su hija mientras Lexie recorría el pasillo vestida con encaje blanco, resplandeciendo como si ella fuera la verdadera razón de que toda aquella gente se hubiera reunido en la iglesia. Georgeanne no podía imaginarla más radiante. Se sentía muy orgullosa de su pequeña cuentista.
Cuando Lexie llegó al lado de su madre, se giró y sonrió al hombre que permanecía de pie al otro lado del pasillo con un traje azul marino de Hugo Boss. Levantó tres dedos de su cesta y los meneó. John curvó los labios y agitó dos dedos como respuesta.
Comenzó a sonar la marcha nupcial y todos los ojos se volvieron hacia la puerta. Mae estaba preciosa con una corona de flores rosas rodeando el corto cabello rubio y un velo de organza blanco que Georgeanne le había ayudado a elegir. El vestido era sencillo y resaltaba la figura de Mae en lugar de ocultarla bajo capas de raso y tul. El corte al bies disimulaba su baja estatura y la hacía parecer más alta.
Sin acompañante, Mae anduvo por el pasillo con la cabeza erguida. No había invitado a su familia, aunque los bancos del lado de la novia estaban a rebosar con sus amigos. Georgeanne la había intentado persuadir de que invitara a sus padres, pero Mae era demasiado testaruda. Sus padres no habían asistido al entierro de Ray y ella no quería que fueran a su boda. No quería que le estropearan el día más feliz de su vida.
Mientras todos los ojos estaban puestos en la novia, Georgeanne aprovechó para estudiar al novio. Con un esmoquin negro, Hugh, estaba muy apuesto, sin embargo ella no estaba interesada ni en su aspecto ni en el corte de su ropa. Quería observar su reacción al ver a Mae, y lo que vio alivió muchas de sus preocupaciones sobre la inesperada boda. Se lo veía tan feliz que Georgeanne casi esperaba que abriera los brazos para que Mae pudiera perderse en ellos. Toda su cara sonreía y sus ojos brillaban como si le hubiera tocado la lotería. Parecía un hombre locamente enamorado. No era de extrañar que Mae hubiera tardado tan poco tiempo en caer.
Cuando Mae pasó por su lado sonrió a Georgeanne, luego se colocó al lado de Hugh.
– Queridos hermanos…
Georgeanne se miró los dedos de los pies que asomaban en las sandalias de piel. «Locamente enamorado», pensó. La noche anterior, le había dicho a Charles que no podría casarse con él. No podía casarse con un hombre al que no amara con locura. Atravesó el pasillo con la mirada hasta los mocasines negros de John. A lo largo de su vida, lo había visto mirarla varias veces con la lujuria asomando a esos ojos azules. De hecho, los últimos días que había venido a recoger a Lexie ya había visto esa mirada de «quiero-saltar-sobre-ti». Pero sentir lujuria no era estar enamorado. La lujuria se desvanecía a la mañana siguiente, especialmente con John. Subió la mirada por sus largas piernas, por la chaqueta cruzada y por la corbata granate y azul marino. Luego escrutó su cara y los ojos azules que le devolvían la mirada.
Él sonrió. Sólo fue una sonrisita agradable que, sin embargo, hizo resonar campanas de alarma en su cabeza. Luego Georgeanne centró la atención en la ceremonia. John quería algo.
Las mujeres sentadas en los bancos delanteros de la iglesia comenzaron a llorar y Georgeanne las observó. Incluso aunque no se las hubieran presentado un momento antes de la boda habría sabido que eran familiares de Hugh. Toda su familia se parecía, desde su madre y sus tres hermanas, a sus ocho sobrinas y sobrinos.