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Lloraron durante todo lo que duró la corta ceremonia y cuando terminó, siguieron llorando mientras sonaba la marcha nupcial. Georgeanne y Lexie recorrieron el largo pasillo al lado de John hasta salir por la puerta. En varias ocasiones, la manga de su chaqueta azul marino le rozó el brazo.

En el pasillo, la madre de Hugh apartaba a codazos a su hijo para acercarse a la novia.

– Eres como una muñeca -declaró la madre mientras abrazaba a Mae y le presentaba a las hermanas.

Georgeanne, John y Lexie se mantuvieron apartados mientras los amigos y la familia de Hugh se dirigían hacia la pareja para felicitarlos.

– Ten. -Lexie le tendió a Georgeanne la canasta de pétalos rosas y suspiró-. Estoy cansada.

– Creo que ya podemos marcharnos para la recepción -dijo John, moviéndose para colocarse detrás de Georgeanne-. ¿Por qué no venís en mi coche?

Georgeanne se giró y levantó la vista hacia él. Estaba muy apuesto vestido de padrino, el único defecto era la rosa roja de la solapa; la llevaba inclinada hacia un lado. Había puesto el alfiler en el tallo en vez de en el cuerpo de la flor.

– No podemos irnos hasta que Wendell saque las fotos.

– ¿Quién?

– Wendell. Es el fotógrafo que ha contratado Mae, y no podemos marcharnos hasta que haga las fotos de la boda.

La sonrisa de John se transformó en una mueca de disgusto.

– ¿Estás segura?

Georgeanne asintió con la cabeza y le señaló el tórax.

– Esa rosa está a punto de caerse.

Él bajó la vista y se encogió de hombros.

– No sé cómo ponerla. ¿Puedes hacerlo tú?

Sin hacer caso de su buen juicio, Georgeanne metió los dedos bajo la solapa de su traje azul marino. Mientras John inclinaba la cabeza hacia ella, sacó el alfiler. Estaban tan cerca que podía sentir su aliento en la sien derecha. El olor de su colonia invadió sus sentidos, si ella giraba la cara, sus bocas se tocarían. Presionó el alfiler para que atravesara la lana y la rosa roja.

– No te vayas a pinchar.

– No. Lo hago cada dos por tres. -Le pasó la mano por la solapa, alisando las arrugas invisibles y sintiendo la textura de la cara lana bajo las yemas de los dedos.

– ¿Sueles poner alfileres en los ojales de los tíos?

Ella meneó la cabeza y le rozó con la sien la suave mandíbula.

– No, se los pongo a Mae, y también a mí misma. En el trabajo.

Posó la mano en su brazo desnudo.

– ¿Estás segura de que no quieres que os lleve a la recepción? Virgil va a estar allí, supuse que no querrías llegar sola.

Con el caos que rodeaba la boda, Georgeanne había logrado no pensar en su antiguo novio. Ahora, al pensar en él, se le hizo un nudo en el estómago.

– ¿Le has dicho algo sobre Lexie?

– Ya lo sabe.

– ¿Cómo se lo tomó? -Ella deslizó los dedos sobre una invisible arruga más, luego dejó caer la mano.

John encogió sus grandes hombros.

– No pareció darle importancia. Ya han pasado siete años, habrá pasado página.

Georgeanne se relajó.

– Entonces iré a la recepción en mi coche, pero gracias por el ofrecimiento.

– De nada. -John le deslizó su cálida mano hasta el hombro, luego se la bajó hasta la muñeca. A Georgeanne se le puso la piel de gallina-. ¿Estás segura de que van a sacar fotos?

– ¿Por qué?

– Odio que me saquen fotos.

Él lo estaba haciendo otra vez. Estaba robándole todo el espacio y anulando su capacidad para pensar. Tocarle era a la vez una tortura y un placer.

– Creí que ya estarías acostumbrado a estas alturas.

– No es por las fotos, es por la espera. No soy un hombre paciente. Cuando quiero algo, no espero, voy a por ello.

Georgeanne tuvo el presentimiento de que ya no hablaba de las fotos. Unos minutos más tarde cuando el fotógrafo los situó en las escaleras de la entrada, se vio forzada a volver a sufrir la experiencia del placer y la tortura otra vez. Wendell situó a las mujeres delante de los hombres, y Lexie se ubicó cerca de Mae.

– Quiero ver sonrisitas felices -pidió el fotógrafo. Su voz amanerada sugería que mantenía una estrecha relación con su lado femenino. Cuando miró a través de la cámara que estaba sobre el trípode, les indicó con las manos que se juntaran más-. Vamos, quiero ver sonrisitas felices en esas caritas felices.

– ¿Está relacionado con ese artista de PSB? -le preguntó John a Hugh entre dientes.

– ¿El pintor dandy de influencia africana?

– Sí. Solía pintar nubecitas felices y mierda de ésa.

– ¡Papá! -susurró Lexie con fuerza-. No digas palabrotas.

– Lo siento.

– ¿Podéis decir todos «noche de bodas»? -preguntó Wendell.

– ¡Noche de bodas! – gritó Lexie.

– La pequeña dama lo hace bien. ¿Qué pasa con los demás? -Georgeanne miró a Mae y comenzaron a reírse-. Quiero ver fe-fe-felicidad.

– Joder, ¿de dónde sacaste a ese tío? -quiso saber Hugh.

– Lo conozco desde hace años. Era un buen amigo de Ray.

– Ahh, eso lo explica todo.

John puso la mano en la cintura de Georgeanne, y la risa de ésta se interrumpió bruscamente. Le deslizó la palma de la mano por el estómago y la apretó contra la sólida pared de su pecho. Su voz resonó como un trueno en el oído de Georgeanne cuando dijo:

– Di «patata».

Georgeanne se quedó sin aliento.

– Patata -dijo débilmente y el fotógrafo sacó la foto.

– Ahora la familia del novio -anunció Wendell mientras ponía otro carrete.

Los músculos del brazo de John se tensaron. Cerró los dedos posesivamente y el dobladillo del vestido se subió un poco por los muslos de Georgeanne. Luego él relajó la mano y dio un paso atrás, dejando unos centímetros entre sus cuerpos. Georgeanne le miró, y de nuevo él le dirigió esa sonrisita agradable.

– Oye, Hugh -dijo John, centrándose en su amigo como si no acabara de sujetar a Georgeanne con fuerza contra su pecho.

– ¿Qué supiste de Chebos cuando estuvimos en Chicago?

Georgeanne se dijo a sí misma que no debería interpretar nada de ese abrazo. Debería ser lo suficientemente lista como para no buscar motivos o atribuirle sentimientos que no existían. No debería caer bajo el influjo de sus posesivos abrazos o sus agradables sonrisas. Era mejor olvidarse de todo eso. No significaba nada, no conducían a ninguna parte. No estaba tan loca como para esperar algo de él.

Una hora más tarde, mientras estaba en el salón del banquete al lado de la mesa del buffet repleto de comida y flores, seguía intentando olvidarse. Trataba de no buscarle con la mirada a cada rato e intentaba no verlo en medio de un grupo de hombres que obviamente eran jugadores de hockey o riéndose con alguna rubia tonta de piernas largas. Trató de olvidarse, pero no pudo. Igual que no podía olvidarse de que Virgil andaba por allí en algún sitio.

Georgeanne depositó una fresa con chocolate en el plato que estaba preparando para Lexie. Añadió para ella un muslito de pollo y dos trozos de brócoli.

– Quiero tarta y también algo de eso. -Lexie apuntó hacia un tazón de cristal lleno de caramelos.

– Ya tomaste tarta justo después de que Mae y Hugh la cortaran. -Georgeanne puso algunos caramelos en el plato junto con una zanahoria y le dio el plato a Lexie. Luego escudriñó rápidamente la multitud.

Le dio un vuelco el estómago. Por primera vez en siete años, vio a Virgil Duffy en persona.

– Quédate con la tía Mae -dijo, cogiendo a su hija por los hombros para girarla-. Vendré a buscarte dentro de un momento. -Empujó a Lexie ligeramente y la observó caminar hacia los novios. Georgeanne no podía pasarse la tarde preguntándose si Virgil la saludaría e imaginando lo que él podía decirle. Tenía que salir a su encuentro antes de perder el valor. Tomó aliento y decidida fue a enfrentarse con el pasado. Se abrió paso entre los invitados hasta detenerse delante de él.