– Buenas tardes -dijo el cantante por el micrófono-. Para la primera canción, Hugh y Mae quieren ver a todo el mundo bailando en la pista.
– Papá -dijo Lexie por encima de la música-. ¿Puedo tomar un trozo de tarta?
– ¿Y tu madre qué dice?
– Que sí.
Él se volvió hacia Georgeanne y le dijo al oído:
– Vamos al buffet. ¿Vienes?
Ella negó con la cabeza, y John se miró en esos ojos verdes.
– No te muevas de aquí. -Antes de que ella pudiese contestarle, Lexie y él se fueron.
– Quiero un trozo muy grande -informó Lexie-. Con un montón de azúcar.
– Te va a doler la barriga.
– No, no me dolerá.
Él la dejó de pie al lado de la mesa y esperó con frustración a que escogiera el único pedazo de pastel con azucaradas rosas púrpuras. Le dio un tenedor y le buscó un lugar en una mesa redonda para que se sentara al lado de una de las sobrinas de Hugh. Cuando buscó a Georgeanne, la divisó en la pista de baile con Dmitri. Por lo general apreciaba al joven ruso, pero no esa noche. No cuando Georgeanne llevaba puesto un vestido tan corto ni cuando Dmitri la miraba como si ella fuera una porción de caviar beluga.
John se abrió paso por la abarrotada pista de baile y colocó una mano en el hombro de su compañero de equipo. No tuvo que decir nada. Dmitri lo miró, se encogió de hombros y se marchó.
– No creo que esto sea una buena idea -dijo Georgeanne mientras la cogía entre sus brazos.
– ¿Por qué no? -La acercó más, acomodando las suaves curvas contra su pecho y moviendo sus cuerpos al compás de la música lenta. «Puedes tener tu carrera con los Chinooks, o puedes tener a Georgeanne. Pero no puedes tener las dos cosas». Pensó en la advertencia de Virgil y luego en la cálida mujer que tenía entre los brazos. Ya había tomado una decisión. Lo había hecho días atrás, en Detroit.
– En primer lugar, porque Dmitri me había pedido este baile.
– Es un bastardo comunista. Mantente alejada de él.
Georgeanne se echó hacia atrás para poder verle la cara.
– Pensaba que era tu amigo.
– Lo era.
Frunció el ceño.
– ¿Qué ha pasado?
– Los dos queremos lo mismo, pero él no lo va a conseguir.
– ¿Qué es lo que quieres?
Quería demasiadas cosas.
– Te vi hablando con Virgil. ¿Qué te ha dicho?
– Nada. Le dije que lamentaba lo que sucedió hace siete años, pero no aceptó mis disculpas. -Ella pareció perpleja por un momento, luego sacudió la cabeza y apartó la mirada-. Me dijiste que había pasado página, pero parecía muy amargado.
John le deslizó la palma de la mano por la garganta y le levantó la barbilla con el pulgar.
– No te preocupes por él. -La miró y luego levantó la vista para observar al anciano. Su mirada se encontró con la de Dmitri y la de media docena de hombres que estaban mirándole el busto a Georgeanne. Luego bajó la cara y sus labios se amoldaron a los de ella. La poseyó con la boca y la lengua, mientras le deslizaba la mano por la espalda. El beso fue deliberado, largo y duro. Ella se derritió contra él y, cuando finalmente abandonó su boca, estaba jadeante.
– Me voy a arrepentir -susurró ella.
– Ahora, dime una cosa sobre Charles. -Tenía la mirada algo empañada y aturdida. La pasión que vio en sus ojos lo hizo pensar en sábanas enmarañadas y piel desnuda.
– ¿Qué quieres saber de Charles?
– Lexie me ha dicho que piensas casarte con él.
– Le dije que no.
John sintió un gran alivio. La envolvió con fuerza entre sus brazos y sonrió contra su pelo.
– Esta noche estás preciosa -le dijo al oído. Luego se echó un poco hacia atrás para mirarle la cara y esa deliciosa boca, entonces le dijo-: ¿Por qué no buscamos algún sitio donde pueda aprovecharme de ti? ¿Es lo suficientemente grande el tocador del baño de señoras?
Él llegó a ver la chispa de interés en los ojos de ella antes de que volviese la cabeza e intentase ocultar una sonrisa.
– ¿Estás drogado, John Kowalsky?
– Esta noche no -se rió él-. He escuchado el «Sólo di: No» de Nancy Reagan. ¿Y tú?
– Por supuesto que no -se mofó ella.
Terminó la música y comenzó una canción más rápida.
– ¿Dónde está Lexie? -preguntó ella por encima del ruido.
John miró a la mesa donde la había dejado y la señaló. Tenía la mejilla apoyada contra la palma de la mano y los párpados a medio cerrar.
– Parece que está a punto de dormirse.
– Será mejor que la lleve a casa.
John le deslizó las manos por la espalda hasta los hombros.
– La llevaré en brazos hasta el coche.
Georgeanne meditó su ofrecimiento unos instantes, luego decidió aceptarlo.
– Muchas gracias. Iré a buscar el bolso y ya nos vemos fuera. -Él la apretó durante unos segundos y luego la soltó. Ella lo observó caminar hacia Lexie, luego buscó a Mae.
Definitivamente había algo diferente en sus caricias esa noche. Algo en la manera en que la abrazaba y la besaba. Algo caliente y posesivo como si se resistiera a dejarla marchar. Se advirtió que no debía darle demasiada importancia, pero una cálida llamita encendió su corazón.
Recuperó su bolso con rapidez, buscó a Mae y se despidió de Hugh. Cuando salió fuera ya era de noche y el aparcamiento estaba iluminado por unas farolas. Divisó a John apoyado sobre el maletero del coche. Había envuelto a Lexie en su chaqueta y la apretaba contra su pecho. Su camisa blanca resplandecía en la oscuridad del aparcamiento.
– No es así -oyó que le decía a Lexie-. No puedes ponerte tú misma un apodo. Otra persona tiene que empezar a llamarte así y el nombre simplemente se te queda. ¿O acaso crees que Ed Jovanovski se llamó a sí mismo «Ed especial»?
– Pero yo quiero ser «El Gato».
– No puedes ser «El Gato». -Vio que Georgeanne se acercaba y se separó del coche.
– Félix Potvin es «El Gato».
– ¿Puedo ser un perro? -preguntó Lexie, apoyando la frente en su hombro.
– No creo que quieras de verdad que la gente te llame Lexie «El Perro» Kowalsky, ¿no?
Lexie rió tontamente contra su cuello.
– No, pero quiero tener un apodo como tú.
– Si quieres ser un gato, ¿Qué te parece «Leopardito»? Lexie «Leopardito» Kowalsky.
– De acuerdo -dijo con un bostezo-. Papá, ¿sabes por qué los animales no juegan a las cartas en la selva?
Georgeanne puso los ojos en blanco e introdujo la llave en la cerradura del coche.
– Porque allí hay demasiados leoparditos -contestó él-. Ya me has contado ese chiste por lo menos cincuenta veces.
– Ah, lo olvidé.
– No creo que te hayas olvidado nunca de nada. -John se rió entre dientes y dejó a Lexie en el asiento del acompañante sobre el elevador de seguridad. La luz del techo del vehículo arrancó brillos a su pelo oscuro e iluminó los tirantes azulgrana de cachemira.
– Te veré en el partido de hockey mañana por la noche.
Lexie cogió el cinturón de seguridad y lo abrochó.
– Dame un beso, papi. -Frunció los labios y esperó.
Georgeanne sonrió y se dirigió hacia el asiento del conductor. La tierna manera en que John trataba a Lexie le ablandaba el corazón. Era un padre genial y, pasase lo que pasase entre Georgeanne y John, siempre le querría por amar a Lexie.
– Oye, ¿Georgie? -la llamó en voz alta, sintiendo que su voz era una cálida caricia en el frío aire de la noche.
Ella lo miró por encima del techo del coche; la cara de John quedaba oculta por las sombras de la noche.
– ¿A dónde vas? -preguntó él.
– A casa, por supuesto.
Una risa ronca retumbó dentro de su pecho.
– ¿No quieres darle un beso a papi?
La tentación atacó su débil voluntad y su autocontrol. Caramba, ¿a quién pretendía engañar? Cuando John andaba de por medio, no tenía ningún tipo de autocontrol. Especialmente después de ese beso que le había dado en la pista de baile. Abrió con rapidez la puerta antes de considerar tan atrayente proposición.