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– Esta noche no, playboy.

– ¿Me has llamado playboy?

Ella colocó un pie en el chasis de la puerta.

– Es una gran mejoría respecto a lo que te llamaba el mes pasado -dijo, y se metió dentro del coche. Puso el motor en marcha y con la risa de John llenando la noche sacó el coche del aparcamiento.

Camino de casa pensó en lo diferente que estaba John. Su corazón quería creer que eso implicaba algo maravilloso; a lo mejor le había golpeado la cabeza un disco de caucho y se había dado cuenta de repente de que estaba enamorado y no podía vivir sin ella. Pero la experiencia con John le había demostrado algo diferente. Era mejor no proyectar sus sentimientos sobre él y dejar de buscar motivos ocultos. Intentar interpretar cada palabra o caricia de John era tarea de locos. Cada vez que cedía y esperaba algo de él, acababa saliendo herida.

Tras acostar a Lexie, Georgeanne colgó la chaqueta de John en el respaldo de una silla de la cocina y se descalzó. Una fina lluvia golpeaba las ventanas mientras se hacía un té de hierbas. Se acercó a la silla y alisó con los dedos la costura del hombro de la chaqueta de John, recordando con exactitud la imagen de él al otro lado del pasillo de la iglesia, mientras la miraba profundamente con esos ojos azules. Recordó el olor de su colonia y el sonido de su voz. «¿Por qué no buscamos algún lugar dónde pueda aprovecharme de ti?», le había dicho y ella se había sentido demasiado tentada.

Pongo soltó la cuerda que estaba mordiendo y comenzó a emitir pequeños ladridos, segundos antes de que sonara el timbre de la puerta. Georgeanne dejó caer la mano y tomó al perro en brazos para acudir a la entrada. No la sorprendió demasiado encontrar a John en la puerta, las gotas de lluvia refulgían en el pelo oscuro.

– Olvidé darte las entradas para el partido de mañana -dijo, dándole un sobre.

Georgeanne tomó las entradas e ignorando cualquier asomo de buen juicio lo invitó a entrar.

– Estoy haciendo té. ¿Quieres un poco?

– ¿Caliente?

– Sí.

– ¿No tienes té helado?

– Por supuesto, soy de Texas. -Volvió con Pongo a la cocina y lo depositó en el suelo. El perro se acercó a John y lamió su zapato.

– Pongo se está convirtiendo en un perro guardián bastante bueno -le dijo, abriendo la nevera para coger una jarra de té.

– Sí. Ya lo veo. ¿Qué haría si entrara alguien a robar? ¿Lamerle los pies?

Georgeanne se rió y cerró la puerta de la nevera.

– Es lo más probable, pero antes ladraría como un loco. Tener a Pongo es mejor que instalar una alarma. Tiene buen corazón con los extraños, pero me siento más segura cuando está en casa. -Dejó el sobre de las entradas en la encimera y llenó un vaso para John.

– La próxima vez te compraré un perro de verdad. -John se acercó a ella y cogió el té-. Sin hielo. Gracias.

– Mejor que no haya una próxima vez.

– Siempre hay una próxima vez, Georgie -dijo él, y se llevó el vaso a los labios mirándola a los ojos mientras tomaba un largo sorbo.

– ¿Estás seguro de que no quieres hielo?

Él negó con la cabeza y bajó el vaso. Se lamió la humedad de los labios mientras deslizaba la mirada de sus senos a sus muslos, luego la subió hasta su cara.

– Ese vestido me ha vuelto loco todo el día. Me recuerda aquel vestidito de boda rosa que llevabas puesto la primera vez que te vi.

Ella se miró.

– No se parece en nada a ese vestido.

– Es corto y rosa.

– Aquel vestido era bastante más corto, sin tirantes, y me apretaba tanto que no podía respirar.

– Lo recuerdo. -Él sonrió y apoyó una cadera contra el mostrador-. Hasta Copalis, estuviste todo el rato tirando de la parte de arriba y estirando la de abajo. Fue algo endiabladamente seductor, como una competición de erotismo. Me preguntaba cuál de las dos mitades ganaría.

Georgeanne apoyó un hombro contra la nevera y cruzó los brazos.

– Me sorprende que te acuerdes de todo eso. Tal y como yo lo recuerdo parecía que yo no te gustaba demasiado.

– Y tal y como yo lo recuerdo, prefiero pensar que intentaba ser listo.

– Sólo cuando estuve desnuda. El resto del tiempo fuiste muy grosero conmigo.

Miró con el ceño fruncido el vaso de té que tenía en la mano, luego la miró a ella.

– Yo no lo recuerdo de ese modo, pero si fui grosero contigo, no fue nada personal. Mi vida era una auténtica mierda en ese momento. Estaba bebiendo mucho y haciendo todo lo que podía por arruinar mi carrera y a mí mismo. -Hizo una pausa y aspiró profundamente-. ¿Recuerdas que te dije que estuve casado?

– Por supuesto. -«¿Cómo iba a olvidarse de DeeDee y de Linda?».

– Bueno, lo que no te conté fue que Linda se suicidó. La encontré muerta en la bañera. Se había cortado las venas con una cuchilla de afeitar y durante mucho tiempo me eché la culpa.

Georgeanne clavó los ojos en él, estupefacta. No sabía qué decir ni qué hacer. Su primer impulso fue rodearle la cintura con los brazos para decirle lo mucho que lo sentía, pero se contuvo.

Él tomó otro sorbo, luego se limpió la boca con la mano.

– Lo cierto es que no la amaba. Fui un mal marido, y sólo me casé con ella porque estaba embarazada. Cuando el bebé murió, no quedó nada que nos mantuviera unidos. Pasé del matrimonio. Ella no.

Notó un dolor en el pecho. Conocía a John, y sabía que debió sentirse desolado. Se preguntó por qué él le contaría todo eso ahora. ¿Por qué le confiaría algo tan doloroso?

– ¿Tuviste un hijo?

– Sí. Nació prematuro y murió un mes después. Toby tendría ahora ocho años.

– Lo siento. -Fue lo único que se le ocurrió decir. No podía ni imaginarse perder a Lexie.

John dejó el vaso en el mostrador al lado de Georgeanne, luego la cogió de la mano.

– Algunas veces me pregunto cómo sería si hubiera vivido.

Ella le observó la cara y sintió de nuevo esa cálida llamita en el corazón. John se preocupaba por ella. Tal vez de la confianza y la preocupación pudiera surgir algo más.

– Quería contarte lo de Linda y Toby por dos razones. Quería que supieras de ellos y también quería que supieras que, si bien he estado casado dos veces, no pienso volver a cometer los mismos errores. No volveré a casarme ni porque haya un niño de por medio ni por lujuria. Será porque esté locamente enamorado.

Sus palabras apagaron la cálida llamita del corazón de Georgeanne como un jarro de agua fría y retiró la mano de la de él. Tenían una hija y no era un secreto que John se sentía atraído físicamente por ella. Nunca le había prometido nada excepto pasar un buen rato, pero ella lo había hecho de nuevo. Se había permitido desear cosas que no podía tener, y saberlo le hacía tanto daño que se le llenaron los ojos de lágrimas.

– Gracias por compartirlo conmigo, John, pero perdóname si en este momento no aprecio tu sinceridad -le dijo, acercándose a la puerta principal-. Creo que es mejor que te vayas.

– ¿Qué? -sonó incrédulo como si no la entendiese-. Pensaba que estábamos llegando a algún lado.

– Lo sé. Pero no puedes venir aquí cada vez que te apetezca sexo y esperar que yo me arranque la ropa para complacerte. -Ella sintió que le temblaba la barbilla cuando tiró de la puerta principal para abrirla. Quería que estuviera fuera antes de perder el control.

– ¿Eso es lo que piensas? ¿Que sólo eres un buen polvo?

Georgeanne intentó no amedrentarse.

– Sí.

– ¿Qué diablos te pasa? -Le arrebató bruscamente la puerta de la mano para cerrarla de golpe-. ¡Te abro mi corazón, y tú coges y lo pisoteas! Estoy siendo honesto contigo y crees que estoy tratando de arrancarte las bragas.