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La empujó encima de la cama, luego comenzó a rodar con ella. La besó en la boca y le pasó las manos con suavidad sobre el trasero. Tomó sus bragas y se las deslizó con brusquedad por las piernas. Frotó su erección contra el estómago suave para que sintiera cómo crecía por ella. La tensión de su ingle era cada vez más apremiante y pensó que iba a estallar.

Quería esperar. Quería asegurarse de que ella estaba preparada. Quería ser un amante tierno. La hizo rodar sobre su espalda y terminó de quitarle las bragas. Se sentó sobre los talones y la miró, estaba desnuda con excepción de las medias y el liguero. Ella levantó los brazos hacia él, y supo que no podría esperar. La cubrió con su cuerpo, acunando las caderas entre los suaves muslos, y le colocó las manos a ambos lados de la cara.

– Te amo, Georgeanne -le susurró mientras se miraba en sus ojos verdes-. Dime que me amas.

Ella gimió y le deslizó las manos con suavidad de los costados a las nalgas.

– Te amo, John. Siempre te he amado.

Él descendió rápida y profundamente en su interior y se dio cuenta de inmediato de que se había olvidado del condón. Por primera vez en años se sintió envuelto por carne caliente y resbaladiza. Luchó con desesperación por controlarse mientras la necesidad que sentía por ella le desgarraba el vientre. Se retiró, empujó otra vez, y ambos explotaron en un clímax vertiginoso.

Eran las tres de la madrugada cuando John salió de la cama y comenzó a vestirse. Georgeanne se aseguró la sábana alrededor de los senos y se incorporó para observar cómo se ponía los pantalones. Se iba. Sabía que no tenía otra opción. Ninguno de los dos quería que Lexie supiera dónde había pasado la noche. Pero en lo más profundo de su corazón le dolía su marcha. Le había dicho que la amaba. Se lo había dicho muchas veces. Era un poco difícil de creer. Era difícil que ella confiara en la alegría que sentía en lo más profundo de su ser.

Él cogió la camisa y metió los brazos en las mangas. Las lágrimas inundaron los ojos de Georgeanne y parpadeó para que se fueran. Quiso preguntarle si lo vería otra vez al día siguiente, pero no quería parecer posesiva y ansiosa.

– No hace falta que vayas demasiado temprano al Key Arena -le dijo él, refiriéndose a las entradas para el hockey que le había dado antes-. Para Lexie será suficiente con ver el partido sin las actuaciones previas. -Estaba sentado sobre el borde de la cama mientras se ponía los calcetines y los zapatos-. Id abrigadas. -Cuando acabó, se levantó y la cogió entre sus brazos. Se la puso en el regazo y la besó-. Te amo, Georgeanne.

Ella pensó que nunca se cansaría de oírle decir esas palabras.

– Yo también te amo.

– Te veré después del partido -le dijo, dándole un último beso. Luego se marchó, dejándola sola con la advertencia de Virgil inundando su mente y amenazando con destruir su felicidad.

John la amaba. Ella lo amaba. ¿La amaba lo suficiente como para renunciar al equipo? ¿Y cómo podría vivir ella consigo misma si lo hacía?

Los reflectores azules y verdes rodeaban el hielo como un caldero mareante de luces, mientras media docena de animadoras ligeras de ropa bailaban al ritmo de la estridente música rock que bombeaban los altavoces del Key Arena. Georgeanne podía sentir cómo los bajos le retumbaban en el pecho y se preguntaba cómo lo aguantaba Ernie. Observó al abuelo de John por encima de la cabeza de Lexie que tenía las manos en las orejas. No parecía que el fuerte ruido le molestara.

Ernie Maxwell estaba igual que siete años atrás, con su pelo blanco pelado al rape y su voz grave seguía pareciéndose a Burgess Meredith. En realidad, la única diferencia que encontró era que ahora llevaba un par de gafas de montura negra y un audífono en la oreja izquierda.

Cuando Georgeanne y Lexie encontraron sus asientos, la había sorprendido verlo allí esperándolas. No sabía qué esperar del abuelo de John, pero él la tranquilizó rápidamente.

– Hola, Georgeanne. Estás aún más guapa de lo que recordaba -le había dicho mientras les echaba una mano con las cazadoras.

– Y usted, señor Maxwell, está mucho mejor de lo que recuerdo -había declarado ella con una de sus encantadoras sonrisas.

Él se había reído.

– Siempre me han gustado las chicas sureñas.

La música se acalló de repente y las luces del Key Arena se apagaron, salvo los dos enormes logotipos de los Chinooks que permanecieron iluminados a ambos extremos de la pista.

– Señoras y caballeros, los Chinooks de Seattle. -La voz masculina resonó cada vez con más volumen en el recinto. Los seguidores se volvieron locos y, en medio de gritos y vítores, el equipo local salió patinado a la pista. Sus camisetas de punto blancas destellaban en la oscuridad. Desde su posición, varias filas por encima de la pista, Georgeanne escudriñó el dorsal de cada camiseta hasta que encontró «Kowalsky» escrito con letras mayúsculas azules encima del número once. Su corazón revoloteó con orgullo y amor. Ese enorme hombre con un casco blanco sobre la frente era suyo. Era todo tan reciente que aún le costaba trabajo creer que él la amaba. No había hablado con él desde que la había besado para despedirse y, desde entonces, había experimentado horribles momentos en los que temió haberlo soñado todo.

Aun desde lejos podía ver que llevaba las hombreras debajo de la camiseta y las espinilleras debajo de los calcetines acanalados que cubrían sus piernas y que desaparecían bajo los pantalones cortos. Sujetaba el palo de hockey con los grandes guantes acolchados que le cubrían las manos. Parecía tan impenetrable como el apodo que había recibido, tan firme como un muro.

Los Chinooks patinaron de portería a portería, luego finalmente se detuvieron formando una línea recta en medio de la pista. Las luces subieron de intensidad y anunciaron a los Coyotes de Phoenix. Pero cuando patinaron sobre la pista de hielo fueron abucheados por los admiradores de los Chinooks que abarrotaban el Key Arena. Georgeanne sintió tanta lástima por ellos que, si no hubiera temido por su seguridad, los hubiera vitoreado.

Los cinco suplentes de cada equipo salieron del hielo y los demás ocuparon sus posiciones en la pista. John se deslizó al círculo central, apoyó el stick en el hielo y esperó.

– Patear a esos tíos, chicos -gritó Ernie tan pronto como el disco se puso en movimiento al empezar el partido.

– ¡Abuelito Ernie! -dijo Lexie, conteniendo el aliento-. Has dicho una palabrota.

Ernie no oyó o prefirió ignorar la reprimenda de Lexie.

– ¿Tienes frío? -le preguntó Georgeanne a Lexie por encima del ruido que hacía la gente. Se habían abrigado con unos jerséis blancos de cuello vuelto, vaqueros y botas forradas.

Lexie apartó los ojos de la pista y negó con la cabeza. Señaló a John que se movía a gran velocidad sobre el hielo, dirigiéndole una mirada feroz a un jugador del equipo contrario que le había robado el disco. Lo empujó duramente contra la barrera, el plexiglás resonó y tembló, y Georgeanne pensó que lo derribarían y caería sobre el público. Oyó la jadeante respiración de ambos hombres, y no dudó de que después de aquel golpe, al otro jugador lo tendrían que arrastrar fuera de la pista. Pero ni siquiera se cayó. Los dos hombres se codearon y empujaron y, al final, el disco se deslizó hacia la portería de los Coyotes.

Observó a John patinar de lado a lado, empujando a los del equipo contrario por el hielo para quitarles el disco. Las colisiones eran a menudo encontronazos brutales, como choques de coches y, pensando en la noche anterior, esperó que no le dañaran nada vital.

El público era como una horda salvaje que llenaba el aire con groseras maldiciones. Ernie prefirió insultar casi todo el rato a los árbitros.