– A ver si abrís los jodidos ojos y prestáis atención al juego -gritó. Georgeanne nunca había oído tantos juramentos en tan corto período de tiempo, ni había oído tantos gritos en su vida. Además de maldecir y gritar, los jugadores se golpeaban y empujaban, patinaban rápido y se cebaban con los porteros. Al final del primer tiempo, ninguno de los dos equipos había anotado.
En el segundo tiempo John fue penalizado por empujar y tuvo que salir al banquillo.
– ¡Hijos de puta! -gritó Ernie a los árbitros-. Roenick se ha caído solo.
– ¡Abuelito Ernie!
Georgeanne no iba a discutirlo con Ernie, pero ella había visto cómo John deslizaba la hoja del stick bajo los patines del otro jugador y luego había tirado de él, haciéndolo caer. Y lo había hecho todo sin ningún esfuerzo aparente, luego se llevó la mano enguantada al pecho con una cara tan inocente que Georgeanne comenzó a preguntarse si quizá se habría imaginado al otro hombre deslizándose como una anguila por el hielo.
En el tercer tiempo, Dmitri consiguió marcar al fin para los Chinooks, pero diez minutos más tarde, los Coyotes igualaron el marcador. La tensión zumbaba en el aire del Key Arena, llenando las gradas y manteniendo a todos en el borde de los asientos. Lexie se puso de pie, demasiado excitada para estar sentada.
– Venga, papá -gritó, mientras John luchaba por el disco de caucho, luego salió disparado por el hielo. Inclinando la cabeza voló por encima de la línea central, luego salió de la nada uno de los jugadores de los Coyotes y se estrelló contra él. Si Georgeanne no lo hubiera visto, no habría creído que un hombre del tamaño de John pudiese dar vueltas por el aire. Aterrizó sobre el trasero y yació allí hasta que los silbidos cesaron. Todos los entrenadores de los Chinooks saltaron del banquillo y corrieron a la pista.
Lexie comenzó a llorar y Georgeanne contuvo el aliento, con una mala sensación en la boca del estómago.
– Tu padre está bien. Mira -dijo Ernie, apuntando hacia el hielo-, se está levantando.
– Pero le duele mucho -sollozó Lexie, que miraba cómo John patinaba lentamente, no hacia el banco, sino hacia el túnel por donde el equipo iba a los vestuarios.
– Estará bien. -Ernie rodeó la cintura de Lexie con el brazo y la apretó a su lado-. Él es «Muro».
– Mamá -gimió Lexie mientras las lágrimas le rodaban por la cara-, dale a papá una tirita.
Georgeanne no creía que una tirita fuera a ser de mucha ayuda. Ella también quería llorar, pensó mientras miraba fijamente el túnel de vestuarios, pero John no regresó. Algunos minutos más tarde, sonó el timbre, el partido se había terminado.
– ¿Georgeanne Howard?
– ¿Sí? -Levantó la vista hacia el hombre que se había colocado detrás de su asiento.
– Soy Howie Jones, uno de los entrenadores de los Chinooks. John Kowalsky me pidió que viniera a buscarla y la llevara con él.
– ¿Está muy malherido?
– No lo sé. Sólo quiere que la lleve con él.
– ¡Dios mío! -No podía pensar en ningún motivo por el que pediría verla a menos que estuviera seriamente herido.
– Es mejor que vayas -le dijo Ernie, levantándose.
– ¿Y qué hago con Lexie?
– La llevaré a casa de John y me quedaré con ella hasta que regreséis.
– ¿Estás seguro? -preguntó con los pensamientos girando tan rápido en su cabeza que no podía retener ninguno.
– Por supuesto. Ahora vamos, vete.
– Te llamaré para decirte lo que sepa. -Se inclinó para besar las mejillas mojadas de Lexie y cogió la cazadora.
– Oh, no creo que te dé tiempo a llamar.
Georgeanne siguió a Howie entre las gradas y luego se metió en el túnel por donde había visto que desaparecía John unos minutos antes. Caminaron sobre grueso y esponjoso caucho y entre hombres de uniforme. Giraron a la derecha para entrar en una estancia muy grande con una cortina que la dividía en dos zonas. La preocupación le puso un nudo en el estómago. A John le debía haber ocurrido algo terrible.
– Ya estamos llegando -le dijo Howie cuando pasaron por un pasillo lleno de hombres, vestidos con traje o ropa deportiva de los Chinooks. Llegaron hasta una puerta cerrada donde ponía «Vestuario», y girando a la derecha atravesaron otro par de puertas.
Y allí estaba John sentado, hablando con un reportero de televisión delante de un gran logotipo de los Chinooks. Tenía el pelo húmedo y la piel brillante; parecía lo que era, un hombre que había jugado duro, pero no parecía herido. Se había quitado la camiseta de punto y las hombreras y llevaba en su lugar una camiseta azul sudada que le moldeaba el gran pecho. Todavía llevaba puestos los pantalones cortos de hockey, los calcetines acanalados y las grandes almohadillas protectoras de las piernas, pero no los patines. Aun así, sin todo su equipo, se le veía enorme.
– Tkachuk te dio un buen golpe a cinco minutos del final. ¿Cómo te encuentras? -preguntó el reportero para después acercar el micrófono a la cara de John.
– Me siento bastante bien. Voy a tener alguna que otra magulladura, pero así es el hockey.
– ¿Entra en tus planes vengarte?
– De ninguna manera, Jim. No estoy tan mal de la cabeza, y con un tipo como Tkachuk cerca tienes que estar al acecho en todo momento. -Se limpió la cara con una toalla pequeña, luego recorrió con la mirada la habitación. Divisó a Georgeanne en la puerta y sonrió.
– Empatasteis esta noche. ¿Te conformas con ese resultado?
John volvió a prestar atención al hombre que lo entrevistaba.
– Por supuesto que no nos conformamos nunca con otra cosa que no sea ganar. Está claro que tenemos que aprovechar mejor las oportunidades. Y además necesitamos mejorar en defensa.
– A los treinta y cinco años todavía estás entre los mejores. ¿Cómo lo consigues?
Él sonrió abiertamente y se rió entre dientes.
– Bueno, es probable que sea el resultado de años de vida sana.
El reportero y el cámara se rieron con él.
– ¿Qué le ofrece el futuro a John Kowalsky?
El miró en dirección a Georgeanne y la señaló con el dedo.
– Eso depende de esa mujer de allí.
Georgeanne se quedó paralizada y empezó a mirar por detrás. El recinto estaba lleno de hombres.
– Georgeanne, cariño, me refiero a ti.
Ella volvió a mirar al frente y se señaló a sí misma.
– ¿Recuerdas que anoche te dije que sólo me casaría si estuviera locamente enamorado?
Ella asintió con la cabeza.
– Bueno, ya sabes que estoy locamente enamorado de ti. -Se puso de pie calzado sólo con los calcetines acanalados y le tendió la mano. Llena de estupor caminó hacia él y puso la mano en la suya.
»Te dije que no jugaría limpio. -La cogió por los hombros y la obligó a sentarse en la silla que acababa de desocupar. Luego miró al cámara-. ¿Estamos todavía en el aire?
– Sí.
Georgeanne levantó la mirada que comenzaba a empañársele. Intentó agarrarse a John, pero fue él quien la tomó de la mano.
– No me toques, cariño. Estoy un poco sudado. -Luego se arrodilló y la miró fijamente-. Cuando nos conocimos hace siete años, te hice daño y lo siento. Pero ahora soy un hombre diferente y en parte soy diferente gracias a ti. Has vuelto a mi vida y has conseguido que sea mejor. Cuando entras en una habitación, no siento frío porque has traído el sol contigo. -Hizo una pausa y le apretó la mano. Una gota de sudor se le deslizó por la sien y la voz le tembló un poco cuando continuó-: No soy ni un poeta, ni un romántico y no sé qué palabras usar para expresar con exactitud lo que siento por ti. Sólo sé que tú eres el aire de mis pulmones, los latidos de mi corazón, el deseo de mi alma y que sin ti estoy vacío. -Presionó su cálida boca contra la palma de la mano de Georgeanne y cerró los ojos. Cuando la miró otra vez, su mirada era muy azul y muy intensa. Metió la mano en la cinturilla de los pantalones cortos de hockey y sacó un anillo con un diamante azul rodeado por esmeraldas de al menos cuatro quilates-. Cásate conmigo, Georgie.