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– Sí que pareces estar hecho polvo -dijo Claudia.

Peter era otro hombre apuesto y encantador, cuyos ojos risueños parecían más violetas que azules.

Susanna se rió. Pero ya tenía programadas una buena cantidad de actividades para entretener a su amiga. Y puesto que la esperaba una carta del señor Hatchard comunicándole la mala noticia de que por asuntos de trabajo estaría ausente de la ciudad varios días y, por lo tanto, lamentaba no poder recibirla hasta su vuelta, Claudia se relajó y se dejó llevar a visitar tiendas y galerías y a caminar por Hyde Park.

Claro que ese retraso significaba que podría haberse quedado en la escuela otra semana, pero no se permitió inquietarse por esa circunstancia imprevista. Sabía que Eleanor estaba encantada de estar al mando por una vez. Eleanor Thompson había optado por la enseñanza algo tarde en su vida, pero en esa profesión había descubierto el amor de su vida, palabras dichas por ella misma.

No vieron a Frances hasta el día del concierto; antes de venir a Londres había ido con Lucius a visitar a sus ancianas tías en Gloucestershire. Pero Claudia se había armado de paciencia. Por lo menos estaría ahí para el concierto, y entonces volvería a estar reunida con dos de sus más queridas amigas. Si Anne pudiera estar aquí, su felicidad también sería completa, pero Anne, la ex Anne Jewell, otra ex profesora de la escuela, estaba en Gales con el señor Butler y sus dos hijos.

El día señalado se vistió temprano y con sumo esmero, entusiasmada por la perspectiva de volver a ver a Frances, que vendría con Lucius a cenar, y al mismo tiempo alarmada, pues se había enterado de que al concierto asistiría mucha más gente de lo que había imaginado. De hecho, una buena parte de la alta sociedad, al parecer. No la tranquilizaba decirse que despreciaba la grandeza y no tenía ninguna necesidad de sentirse intimidada. La verdad, estaba nerviosa. No tenía ni la ropa ni la conversación apropiadas para tratar con esa gente. Además, no conocería a nadie aparte del pequeño grupo formado por cuatro personas amigas.

Se le ocurrió la idea de escabullirse en el último momento e ir a situarse en la parte de atrás del salón, donde también tendrían permitido estar Flora y Edna para escuchar a Frances. Pero cometió el error de expresar la idea en voz alta, y Susanna se lo prohibió terminantemente, mientras Peter negaba con la cabeza.

«Eso no lo puedo permitir, Claudia -le dijo-. Si lo intentas me veré obligado a llevarte personalmente a la primera fila.»

La doncella de Susanna acababa de terminar de peinarla, pese a sus protestas de que era muy capaz de peinarse sola, cuando llegó Susanna se plantó ante la puerta del vestidor. La doncella fue a abrirle la puerta.

– ¿Estás lista, Claudia? Ah, sí que lo estás. Y te ves muy elegante.

– No es culpa de Maria que no tenga rizos ni tirabuzones -le explicó Claudia, levantándose-. Intentó engatusarme con ruegos y mimos, pero yo me negué rotundamente a parecer un cordero viejo disfrazado de corderito.

Por lo tanto, se había peinado siguiendo su estilo habitual, el pelo liso recogido en un moño en la nuca. De todos modos, se veía notablemente distinta a lo habitual. En general era más favorecedor, el pelo se veía más ahuecado, lustroso y abundante. Cómo consiguió la doncella esa transformación, no lo sabía.

Susanna se rió.

– Maria no te habría hecho parecer nada de eso. Tiene un gusto impecable. Pero te ha hecho un peinado extraordinariamente elegante. Y me gusta tu vestido.

Era un sencillo vestido de fina muselina verde, de talle alto, escote recatado y mangas cortas. A ella le gustó en el instante en que lo vio en el taller de una modista de Milsom Street en Bath. Se había comprado tres vestidos nuevos para venir a Londres, un derroche importante, pero lo consideró necesario para la ocasión.

– Y tú estás tan hermosa como siempre, Susanna -dijo.

Su amiga llevaba un vestido azul claro, un color muy adecuado para su vibrante pelo castaño rojizo rizado. También estaba esbelta como una niña, sin ninguna señal de su reciente embarazo, a excepción tal vez de un rubor extra en las mejillas.

– Será mejor que bajemos -dijo Susanna-. Tienes que ver el salón de baile antes que lleguen Frances y Lucius.

Claudia se puso su chal de cachemira, Susanna se cogió de su brazo y juntas salieron en dirección a la escalera.

– ¡Pobre Frances! -Dijo Susanna-. ¿Crees que estará terriblemente nerviosa?

– Yo diría que sí. Supongo que siempre lo está antes de una actuación. Recuerdo que cuando estaba en la escuela les decía a las niñas de sus coros que si no se ponían nerviosas antes de una actuación seguro que cantarían mal.

El salón de baile era inmenso, de proporciones magníficas, el cielo raso elevado y con molduras doradas, y una inmensa araña con montones de velas. Una pared era toda de espejo, lo que creaba la ilusión de que era más grande, con una araña gemela y el doble de cantidad de flores, que estaban distribuidas por todas partes en grandes floreros. El suelo de madera brillaba debajo de las hileras de sillas tapizadas en rojo que habían dispuesto para la velada.

Era un panorama amedrentador.

Pero claro, pensó Claudia, ella nunca cedía al nerviosismo. ¿Por qué iba a ceder ahora? Despreciaba a la alta sociedad, ¿no? En todo caso, a la parte de esa alta sociedad a la que no conocía personalmente. Enderezó la espalda y cuadró los hombros.

Entonces apareció Peter en la puerta, todo guapo y elegante con su traje de noche oscuro, y detrás de él entraron Frances y Lucius. Susanna corrió hacia ellos y Claudia la siguió.

– ¡Susanna! -exclamó Frances, abrazándola-. Estás tan bonita como siempre. ¡Y Claudia! Ah, estás encantadora, y qué bien te ves.

– Y tú, más distinguida que nunca, y qué hermosa. Y radiante, pensó, con su brillante pelo negro, su cara delgada de fina estructura ósea. Sin duda el éxito le sentaba bien a su amiga.

– Claudia -dijo Lucius una vez terminados los saludos, inclinándose ante ella-. Nos encantó saber que estarías aquí esta noche, en especial porque este será el último concierto de Frances por un tiempo.

– ¿Tu último concierto, Frances? -exclamó Susanna.

– Medida muy sabia también -dijo Claudia, apretándole las manos a Frances-. Has estado un tiempo muy ocupada. París, Viena, Roma, Berlín, Bruselas… y la lista sigue. Espero que esta vez te tomes un buen y largo descanso.

– Bueno «y» largo -dijo Frances, mirando de Claudia a Susanna con ese nuevo brillo en los ojos-. Tal vez para siempre. A veces hay cosas más importantes que hacer en la vida que cantar.

Susanna agrandó los ojos y se cogió las manos junto al pecho.

– ¿Frances?

Esta levantó una mano.

– No más por ahora -dijo-, no sea que hagamos ruborizar a Lucius.

No necesitaba decir más, por supuesto. Por fin, después de varios años, Frances iba a ser madre. Susanna se llevó las manos juntas a los labios sonrientes y Claudia apretó las de Frances con más fuerza antes de soltárselas.

– Vamos al salón a beber algo antes de la cena -dijo Peter.

Le ofreció el derecho a Frances y el izquierdo a Claudia. Susanna se cogió del brazo de Lucius y siguieron al trío.

Claudia ya se sentía muy contenta de estar donde estaba, aun cuando esa noche se enfrentaría a algo terrible. Sentía henchido el corazón de felicidad por la forma como la vida había tratado a sus amigas los últimos años. Se sacudió los leves sentimientos de envidia y soledad.

Fugazmente le pasó por la cabeza el pensamiento de si esa noche estaría presente el marqués de Attingsborough. No lo había visto desde su llegada a la ciudad y por lo tanto había vuelto a ser esa persona plácida, casi contenta.

Cuando Joseph entró en el White a la mañana siguiente de su regreso de Bath, descubrió que ya estaba ahí Neville, el conde de Kilbourne, leyendo uno de los diarios matutinos. Este dejó a un lado el diario cuando él acercó una silla y se sentó a su lado.