– ¿Estás de vuelta, Joe? -preguntó, innecesariamente-. ¿Cómo encontraste al tío Webster?
– Mejorando e irritado por la insipidez de la sociedad de Bath. E imaginándose que la enfermedad le ha debilitado el corazón.
– ¿Y se lo ha debilitado?
Joseph se encogió de hombros.
– Lo único que dijo fue que el médico al que consultó allí no lo negó. No me permitió hablar con el médico. ¿Cómo está Lily?
– Muy bien.
– ¿Y los niños?
– Ocupados como siempre -contestó Neville, sonriendo, y volvió a ponerse serio-. Así que tu padre creyó que se le estaba deteriorando la salud y por eso te llamó a Bath. Lo encuentro ominoso. ¿Supongo bien su motivo?
– Es probable. No hace falta ser un genio, ¿verdad? Tengo treinta y cinco años después de todo y soy heredero de un ducado. A veces desearía haber nacido campesino.
– No, Joe, no lo deseas -dijo Neville, sonriendo otra vez-. Y supongo que hasta los campesinos desean tener descendencia. Así que va a ser la trampa del cura para ti, ¿eh? ¿El tío Webster tiene pensada alguna novia en particular?
– La señorita Hunt -dijo Joseph, levantando una mano para saludar a un par de conocidos que entraron juntos e iban en dirección a otro grupo-. Su padre y el mío ya han acordado un matrimonio, en principio. Mi padre llamó a Balderston a Bath antes que a mí.
– Portia Hunt -dijo Neville; emitió un silbido y no hizo ningún comentario; simplemente lo miró con enorme compasión.
– ¿La desapruebas?
Neville levantó las manos en gesto defensivo.
– No es asunto mío -dijo-. Es muy hermosa, incluso un hombre felizmente casado no puede dejar de ver eso. Y jamás comete un error, ¿verdad?
Pero a Nev no le caía bien, pensó Joseph, ceñudo.
– ¿Así que te han enviado de vuelta aquí a hacer tu proposición? -preguntó Neville.
– Sí. No me cae mal, ¿sabes? Y tengo que casarme con «alguien». Últimamente he ido viendo más y más claro que no puedo retrasarlo mucho tiempo más. Bien podría ser con la señorita Hunt.
– No lo dices con mucho entusiasmo, Joe.
– No todos podemos tener tanta suerte como tú.
– ¿Por qué no? -dijo Neville, y arqueó las cejas-. ¿Y qué ocurrirá con Lizzie cuando te cases?
– No cambiará nada -repuso Joseph rotundamente-. Ayer pasé la tarde con ella y me quedé a pasar la noche. Le he prometido volver esta tarde, antes de ir al teatro con el grupo de Brody. Iré de acompañante de la señorita Hunt: la campaña comienza ya. Pero no voy a descuidar a Lizzie, Nev. No la descuidaré, ni aunque me case y tenga doce hijos.
– No, me imagino que no -dijo Neville-. Pero me gustaría saber si la señorita Hunt pondrá objeciones a pasar gran parte de su vida en Londres mientras Willowgreen está vacía gran parte del año.
– Yo podría hacer otros planes -dijo Joseph.
Pero no pudo explayarse porque los interrumpió la llegada de Ralph Milne, vizconde Sterne, otro primo, que estaba deseoso de hablar sobre un par de bayos iguales que iban a poner a subasta en Tattersall's.
Cuando esa noche Joseph acompañó a la señorita Hunt al teatro ya había aceptado la invitación al concierto en Grosvenor Square. No estaba emparentado ni con Whitleaf ni con su esposa, pero hacía mucho tiempo que los había aceptado como primos de una familia que aceptaba a más miembros que sólo los de parentesco sanguíneo. Pensaba que debía asistir a cualquier acto o fiesta a la que ellos tuvieran la amabilidad de invitarlo. También deseaba asistir porque había oído hablar muy bien de la voz de la condesa de Edgecombe, y agradecía la oportunidad de oírla. Deseaba asistir porque Lauren, vizcondesa Ravensberg, su especie de prima, a la que fue a visitar cuando se marchó del club White, le había dicho que ella y Kit asistirían, como también los duques de Portfrey; Elizabeth, la duquesa, también era otra medio pariente de él. Siempre la había considerado su tía, aunque en realidad era la hermana de su tío, por matrimonio. Deseaba asistir porque Lily, la esposa de Neville, que también estaba visitando a Lauren en ese momento, lo invitó a cenar con ellos antes de ir al concierto.
Y esa noche en el teatro se enteró de que iba a asistir al concierto a pesar de que Portia Hunt no. Era lamentable, supuso, pero inevitable dadas las circunstancias.
Durante uno de los entreactos la señorita Hunt le preguntó si iba a asistir a la fiesta que ofrecía lady Fleming dentro de unas noches. Durante toda esa velada había observado en ella una nueva forma de tratarlo, una actitud algo posesiva; sin duda su padre había hablado con ella. Estaba a punto de contestar que sí cuando intervino Laurence Brody con una pregunta:
– ¿No va a ir, entonces, al concierto esa noche, señorita Hunt? Me han dicho que irán todos. Va a cantar lady Edgecombe, y todo el mundo está deseoso de oírla.
– No «todo» el mundo, señor Brody -dijo Portia, con gran dignidad-. Yo no estoy deseosa de ir, y tampoco mi madre ni muchas personas de buen gusto a las que podría nombrar. Ya hemos aceptado la invitación de lady Fleming. En su fiesta espero encontrar compañía y conversación superiores.
Entonces lo miró a él, sonriente.
Joseph se habría dado de patadas. Era lógico que ella no fuera al concierto. La condesa de Edgecombe estaba casada con el hombre con el que Portia había creído la mayor parte de su vida que se casaría. Fue justamente durante los días y semanas siguientes al fin de esa relación cuando él se hizo amigo de ella.
– Lamento tener que perderme esa fiesta, señorita Hunt -dijo-. Ya he aceptado la invitación al concierto de lady Whitleaf.
Habría declinado la invitación si hubiera recordado ese asunto entre los Edgecombe y la señorita Hunt, que debería haber recordado. Y ella le dejó claro que no estaba complacida con él; estuvo muy callada durante el resto de la noche, y cuando hablaba se dirigía casi exclusivamente a otro miembro del grupo.
La noche señalada llegó con Lily y Neville y juntos presentaron sus respetos a Whitleaf y Susanna. El salón de baile, comprobó, se estaba llenando. La primera persona que vio al entrar fue a Lauren, que estaba al otro lado del salón, sonriendo y con una mano levantada para atraer su atención. Con ella se encontraban Kit, Elizabeth y Portfrey.
Y la señorita Martin.
Desde su regreso a la ciudad había pensado bastantes veces en la maestra de escuela. Durante el viaje a Londres le había caído mejor de lo que habría esperado. Era gazmoña, rígida y severa, cierto, e independiente hasta el extremo. Pero también era inteligente y tenía un humor mordaz.
Pero había pensado en ella principalmente por otros motivos. Tenía la intención de mantener otra conversación con la señorita Martin antes que volviera a Bath, aunque tal vez esa noche no fuera el momento oportuno. Estaba elegante con ese vestido de muselina verde, observó. Su peinado era mucho más favorecedor que el que le vio en la escuela y luego en el viaje a Londres. De todos modos, cualquiera que la mirara esa noche ciertamente no la confundiría con una mujer que no fuera: una maestra de escuela. Eso tenía que ver con la disciplina que revelaba su postura, la severidad de su expresión, la total ausencia de adornos en el vestido, de rizos y de joyas.
Mientras se acercaba al grupo con Lily y Neville, ella se giró a mirarlos.
– Lily, Neville, Joseph -dijo Lauren cuando llegaron al grupo, y a eso siguieron saludos, apretones de manos y besos en las mejillas-. ¿Conocéis a la señorita Martin? Ellos son la condesa de Kilbourne, la señorita Martin, y mis primos el marqués de Attingsborough y el conde.
– Señorita Martin -dijo Neville, sonriéndole e inclinándose en una venia.
– Estoy encantada de conocerla, señorita Martin -dijo Lily, con su habitual sonrisa cálida cuando ella inclinó la cabeza y les deseó una agradable velada.