Pero de repente la diversión se le convirtió en azoramiento cuando la duquesa de Portfrey sugirió que se sentaran y el marqués le preguntó si desearía sentarse a su lado. En realidad él no tenía otra opción que hacerle ese ofrecimiento puesto que ella continuaba ahí en el grupo de su familia en lugar de haberse alejado después de intercambiar los saludos y cumplidos, como debería haber hecho.
Buen Dios, pensarían que era desmañada y que tenía muy malos modales.
Y por lo tanto se le ocurrió esa apresurada disculpa de que tenía que ir a atender algo; cosa que haría verdad, por supuesto. Iría a ver si Edna y Flora habían encontrado un lugar en la parte de atrás del salón cuando ya todos los invitados estuvieran sentados. Y se quedaría ahí con ellas, pese a las terribles consecuencias que le había prometido Peter. Edna había formado parte del coro de las menores cuando los dirigía Frances, y todo el día había estado desquiciada ante la idea de oír cantar a su venerada maestra en un concierto de verdad. Flora había estado más entusiasmada por la perspectiva de ver a tantas personas ricas e importantes reunidas en un mismo lugar, todas vestidas con sus mejores galas.
Pero no llegó muy lejos en la misión que se había impuesto. Dado que no estaba en su naturaleza acobardarse cuando se sentía cohibida, mientras se alejaba del lugar donde había estado de pie, muy cerca de la tarima para los intérpretes, adrede paseó la mirada por el público, pensando ociosamente si reconocería a alguien más.
Aunque eso lo dudaba mucho.
Pero sí que reconoció algunas caras.
Ahí, más o menos a la mitad de las filas de sillas, en el lado izquierdo del pasillo central, estaba sentada lady Freyja Bedwyn, ahora marquesa de Hallmere, en animada conversación con su hermano, lord Aidan Bedwyn, que estaba sentado a su lado, y con lady Aidan, que se encontraba más allá. También los había conocido en el desayuno de bodas de Anne en Bath. El marqués de Hallmere estaba sentado al otro lado de su esposa.
Se erizó de instantánea animosidad. Había visto varias veces a lady Hallmere desde que salió por última vez del aula de Lindsey Hall aquella memorable tarde hacía ya tanto tiempo; la más notable fue cuando lady Freyja, todavía soltera, se presentó en la escuela una mañana, como salida de ninguna parte, toda altiva y con aires de superioridad, y le preguntó si necesitaba algo que ella pudiera proporcionarle.
Todavía le subía la temperatura cuando recordaba esa mañana.
Pero solamente volver a ver a esa mujer no la habría impulsado a desandar los pocos pasos que había dado, ni a sentarse a toda prisa al lado de lord Attingsborough. Al fin y al cabo, si lo hubiera pensado, habría supuesto que por lo menos algunos de los Bedwyn estarían en la ciudad para participar en la temporada, y que alguno bien podría asistir al concierto de esa noche.
No, si las de ellos hubieran sido las únicas caras que reconoció, simplemente habría puesto rígida la espalda, apretado más los labios, alzado el mentón y continuado su camino impertérrita.
Pero sólo un segundo después de ver a lady Hallmere, sus ojos se posaron en un caballero que estaba sentado justo enfrente, al otro lado del pasillo, que la estaba mirando fijamente a «ella».
Le pareció que las rodillas se le volvían de gelatina, y el corazón le dio un vuelco y se le alojó en la garganta, o al menos eso le pareció por los latidos que sintió ahí. Cómo lo reconoció cuando no lo había vuelto a ver desde hacía más o menos la mitad de su vida, no lo sabía, pero lo reconoció, al instante.
¡Charlie!
No pasó ningún pensamiento por su cabeza, no tenía tiempo para pensar. Actuó por puro y cobarde instinto, a lo que contribuyó que lord Attingsborough se levantara a preguntarle si se sentía mal. Con desmañada prisa fue a sentarse en la silla al lado de él y, casi sin enterarse de lo que le decía, juntó las manos en la falda e intentó calmarse.
Por suerte, el concierto comenzó muy pronto y poco a poco consiguió calmar los irregulares latidos de su corazón y sentir la vergüenza por estar, después de todo, imponiendo su compañía a ese grupo familiar aristocrático. Se ordenó escuchar la música.
Así que Charlie estaba en Londres y en el concierto esa noche.
¿Y qué?
Sin duda desaparecería tan pronto como terminara el concierto. Debía sentirse tan renuente como ella a un encuentro cara a cara. O si se quedaba, no haría el menor caso de ella, por pura indiferencia. Al fin y al cabo dieciocho años son mucho tiempo. Ella tenía diecisiete la última vez que lo vio, y él un año más.
Buen Dios, si eran poco más que unos niños.
Era muy posible que ni siquiera la hubiera reconocido y simplemente la estuvieran mirando porque era una de las pocas personas que aún estaban de pie.
Cuando anunciaron a Frances y esta ocupó su lugar en la tarima, se ordenó concentrarse. Eso era lo que había esperado con más ilusión desde antes de partir de Bath, y no iba a permitir que Charlie, nada menos que Charlie, le impidiera apreciar totalmente la interpretación. Y claro, sólo pasados unos momentos ya no le hizo falta la fuerza de voluntad para concentrarse. Frances era absolutamente magnífica.
Al final del recital se puso de pie al igual que los demás para aplaudir. Cuando Frances terminó sus bises, ya no tenía conciencia de nada aparte del calorcillo que le producía el placer de haberla oído, orgullo por ella, y felicidad por estar ahí esa noche, que podría ser su última aparición en público durante un tiempo, o tal vez para siempre.
Nuevamente se giró a mirar hacia atrás cuando se acallaron los aplausos y Peter anunció que se servirían refrigerios en el salón comedor. Cerró los ojos para contener las lágrimas que casi se los llenaban. Deseaba encontrar a Susanna y ver si Edna y Flora habían podido entrar a escuchar. Deseaba alejarse antes que lord Attingsborough, lady Ravensberg u otra persona del grupo se sintiera en la obligación de invitarla a acompañarlos a tomar los refrigerios. ¡Qué humillante sería eso!
Y deseaba asegurarse de que Charlie se hubiera marchado.
Pues no.
Venía caminando resueltamente por el pasillo central, en dirección a ella, aun cuando todos los demás iban en dirección contraria. Tenía los ojos fijos en su persona y estaba sonriendo.
En ese momento no se sentía más preparada para la conmoción de ese inesperado encuentro de lo que se sintiera antes cuando lo vio por primera vez. Sin pensar se cogió del brazo del marqués y balbuceó algo.
Él le cubrió la mano con la suya, una mano grande, cálida, que encontró tremendamente consoladora. Casi se sintió segura.
Estaba tan confusa, tan desconcertada, que ni siquiera se paró a pensar en lo indignas e impropias de ella que eran esas reacciones.
Y entonces Charlie se plantó ahí, a apenas unos palmos de ella, todavía sonriendo, con sus ojos castaños iluminados por el placer.
Se veía decididamente más viejo. Su pelo rubio raleaba y tenía entradas en las sienes, aunque aún no estaba calvo. Su cara seguía siendo redonda y agradable, aunque no guapa, pero tenía arruguitas en las comisuras de los ojos y otras alrededor de la boca que no le había visto de joven. Su cuerpo se veía más sólido, aunque de ninguna manera gordo. No había aumentado en estatura después de los dieciocho años; sus ojos seguían estando al mismo nivel de los de ella. Iba vestido con discreta elegancia, a diferencia del descuido con que se engalanaba antes.
– ¡Claudia! ¡Eres tú! -exclamó él, tendiéndole las dos manos.
Ella apenas logró obligar a sus labios a moverse; los sentía rígidos, no podía dominarlos.
– Charlie.
– ¡Pero qué deliciosa sorpresa! -continuó él-. No podía dar crédito a mis…
– Buenas noches, McLeith -dijo el marqués de Attingsborough, con voz sonora y agradable-. Magnífico concierto, ¿verdad?