Charlie lo miró como si acabara de verlo al lado de ella sosteniéndole la mano en su brazo. Bajó los brazos a los costados.
– Ah, Attingsborough -dijo-, buenas noches. Sí, desde luego, nos han regalado regiamente los oídos.
El marqués inclinó cortésmente la cabeza.
– ¿Nos disculpas? Nuestro grupo ya está a medio camino del salón comedor. No querríamos perder nuestros puestos al lado de ellos.
Diciendo eso pasó la mano de ella bajo su brazo y continuó con la mano sobre la suya.
– Pero ¿dónde vives, Claudia? -preguntó Charlie, volviendo la atención a ella-. ¿Dónde podría ir a visitarte?
– El chal se le ha caído del hombro -dijo el marqués casi al mismo tiempo, en tono de solícita preocupación y con la mano libre se lo subió, medio poniéndose delante de ella al hacerlo-. Buenas noches, McLeith. Ha sido un placer verte.
Acto seguido echaron a andar por el pasillo, siguiendo a la multitud y dejando atrás a Charlie.
– ¿Es un problema? -le preguntó el marqués cuando ya Charlie no podía oírlo, acercando la cabeza a la de ella.
– Lo fue. Hace mucho tiempo. Hace toda una vida.
Volvía a sentir los latidos del corazón en la garganta, casi ensordeciéndola. También estaba volviendo a ser ella misma, con la vergonzosa comprensión de que se había conducido sin nada de la firmeza de su carácter habitual. Buen Dios, si incluso se había cogido del brazo del marqués y le había suplicado ayuda y protección, después de todo lo que le dijo en Marlborough sobre la independencia. ¡Qué humillante! De repente llegó a sus narices el olor de su colonia, la misma que sintió en la escuela y en el coche. ¿Por qué las colonias masculinas siempre olían más seductoras que los perfumes femeninos?
– Le pido perdón -dijo-. Ha sido una tontería. Habría sido mucho mejor, y más propio de mí, haber conversado educadamente con él unos minutos.
Él había estado encantado de verla. Había deseado cogerle las dos manos en las de él. Había deseado saber dónde vivía para poder visitarla. La angustia se le convirtió en rabia. Enderezó la espalda, aun cuando no la llevaba encorvada.
– No es necesario que me lleve más allá -le dijo al marqués, retirando la mano de su brazo-. Ya he abusado bastante de su tiempo y amabilidad, y le pido disculpas. Vaya a reunirse con su familia antes que sea demasiado tarde.
– ¿Y dejarla sola? -dijo él, sonriéndole-. No podría ser tan descortés. Permítame que distraiga sus pensamientos presentándole a unas pocas personas más.
Cogiéndole el codo la hizo girarse y ahí, casi cara a cara con ella, estaban lord y lady Aidan, el marqués y la marquesa de Hallmere y, ¡santo cielo!, el duque y la duquesa de Bewcastle.
– Joseph -dijo la duquesa, toda ella cálidas sonrisas-. Te vimos sentado con Lauren y Kit. Esta ha sido una velada absolutamente deliciosa, ¿verdad? Y, sí, lo es. Oh, perdone mis modales, señorita Martin. ¿Cómo está?
Claudia, otra prueba más de su distracción, se inclinó en una reverencia, y los caballeros hicieron sus venias, el duque inclinando la cabeza sólo hasta la mitad. Lady Aidan y lord Hallmere sonrieron, y lady Hallmere la miró altiva.
– Señorita Martin -dijo lord Aidan-, ¿la dueña de la escuela donde enseñaba la esposa de Sydnam Butler, si no me equivoco? Nos conocimos en su desayuno de bodas. ¿Cómo está, señora?
– Veo que no son necesarias las presentaciones -dijo lord Attingsborough-. La semana pasada tuve el placer de acompañar a la señorita Martin y a dos de sus alumnas de Bath a Londres.
– Supongo que ha dejado en buenas manos la escuela, señorita Martin -dijo lady Hallmere, mirándola por encima de su larga y prominente nariz.
Claudia se erizó.
– Por supuesto -replicó-. De ninguna manera la habría dejado en «malas» manos, ¿verdad?
Tardíamente cayó en la cuenta de que había hablado con brusquedad y sin pensarlo, por lo que su respuesta fue extraordinariamente grosera. Si hubiera oído hablar así a una de sus niñas la habría llevado a un lado para sermonearla durante cinco minutos sin parar para respirar.
Lady Hallmere arqueó las cejas.
El duque cerró la mano en el mango de su monóculo enjoyado.
Lord Hallmere sonrió.
La duquesa se rió.
– Me ofenderás si sigues interrogando a la señorita Martin sobre ese punto, Freyja -dijo-. Ha dejado a cargo a «Eleanor», y estoy absolutamente segura de que mi hermana es muy competente. También está encantada, podría añadir, señorita Martin, de que le haya demostrado tanta confianza.
Y ahí hablaba la verdadera dama, pensó Claudia, pesarosa, suavizando con encanto y amabilidad un momento potencialmente violento.
El marqués de Attingsborough volvió a cogerle el codo.
– Lauren, Kit, los Portfrey y los Kilbourne nos están guardando puestos en su mesa -dijo-. Debemos ir a reunimos con ellos.
– Le pido perdón, otra vez -dijo Claudia cuando iban en dirección a la puerta-. Les enseño a mis alumnas que la cortesía siempre debe tener prioridad sobre casi cualquier sentimiento personal, y yo acabo de hacer caso omiso de mis enseñanzas de una manera bastante espectacular.
– Creo -dijo él, y ella vio que se estaba divirtiendo-, que lady Hallmere ha hecho esa pregunta simplemente para iniciar la conversación.
– Ah, no, esa mujer no -dijo ella al instante, olvidando su contrición-. Lady Freyja Bedwyn no.
– ¿La conoció antes de que se casara?
– Ella fue la alumna de que le hablé.
– ¡No! -Le presionó con más fuerza el codo, deteniéndola más allá de la puerta del salón de baile, pero justo fuera del salón comedor. Estaba sonriendo sin disimulo-. ¿Y Bewcastle fue el que le ordenó cruelmente que se defendiera sola? ¿Le hizo una cuchufleta a Bewcastle? ¿Y se marchó por el camino de entrada de Lindsey Hall?
– No fue divertido -dijo ella, ceñuda-. No hubo nada ni remotamente divertido en eso.
– O sea -dijo él, con los ojos brillantes de risa-, que la he sacado de las brasas para arrojarla en las llamas cuando la he alejado de McLeith y la he puesto ante los Bedwyn, ¿verdad?
Ella lo miró con el entrecejo más arrugado aún.
– Creo, señorita Martin, que tiene que haber llevado una vida muy interesante.
Ella puso rígido el espinazo y apretó fuertemente los labios antes de contestar.
– No he… -Entonces vio los últimos diez minutos más o menos bajo la perspectiva de él. Se le curvaron los labios-. Bueno -concedió-, en cierto modo, supongo que sí.
Y por algún motivo inexplicable, los dos encontraron tremendamente divertido ese reconocimiento y sucumbieron a un ataque de risa.
– Le pido perdón -dijo él cuando pudo hablar.
– Y yo a usted -contestó ella.
– Y pensar que esta noche -dijo él, cogiéndole el codo otra vez y haciéndola entrar en el salón comedor- podría haber ido a la fiesta de lady Fleming en lugar de venir aquí.
La duquesa de Portfrey estaba sonriendo y llamándolos desde una de las mesas y el conde de Kilbourne ya estaba listo para retirar la silla y ayudarla a que se sentara ella.
No le quedó claro si el marqués lamentaba haber elegido venir al concierto. Pero la alegraba que lo hubiera hecho. En cierto modo le había restablecido el ánimo trastornado, aun cuando él, sin darse cuenta, había sido la causa de algunas de sus reacciones. No recordaba la última vez que se había reído tanto.
Estaba en grave peligro, pensó mientras se sentaba, de revisar su opinión acerca de él y de que realmente le cayera bien.
Y ahí estaba, en medio de un grupo familiar del que debía haberse separado hacía horas. Y no podía echarle la culpa a nadie, aparte de a sí misma, de su renovada incomodidad. ¿Cuándo se había aferrado a un hombre pidiéndole ayuda y protección?
Francamente, era muy deprimente.
Claudia se quedó dormida, aunque después de un buen rato de insomnio, cierto, pensando en el marqués de Attingsborough, y despertó pensando en Charlie, el «duque de McLeith»