Ah, sí, por supuesto, había adquirido honradamente su antipatía por la aristocracia, en especial por los duques. Esta no comenzó con el odioso y arrogante duque de Bewcastle; otro duque le había destrozado la vida antes de conocer a este.
Había vivido y respirado con Charlie Gunning durante su infancia y primera juventud, o al menos eso parecía al mirar en retrospectiva. Habían sido prácticamente inseparables desde el momento en que él llegó a la casa de su padre, como un desconcertado y desdichado huérfano de cinco años, hasta que se marchó al colegio a los doce, y después de eso pasaron juntos todos los momentos de vigilia de sus vacaciones.
Pero entonces, cuando él tenía dieciocho y ella diecisiete, un día se marchó para no volver. Desde entonces no lo había visto, hasta esa noche; durante casi diecisiete años no había sabido nada de él.
Sin embargo, esa noche le había hablado como si nunca hubiera habido un brusco y cruel final de su relación. Le había hablado como si no hubiera nada en el mundo de qué sentirse culpable.
«¡Pero qué deliciosa sorpresa!»
«Pero ¿dónde vives?»
«¿Dónde podría ir a visitarte?»
¿De veras se creía con el derecho a sentirse «encantado»? ¿Y a visitarla? ¡Cómo se atrevía! Diecisiete años podrían ser mucho tiempo, casi la mitad de su vida, pero no era «tanto». No tenía nada malo en la memoria.
Dejando firmemente de lado los recuerdos, se vistió para bajar a desayunar y después hacer su visita al despacho del señor Hatchard. Había decidido ir sola, sin llevar ni a Edna ni a Flora. Frances iba a venir a la casa y junto con Susanna llevarían a las chicas a las tiendas para comprarles ropa y accesorios.
Y puesto que Frances llegó en un coche y después de un prolongado desayuno se llevó a las tres, Claudia se encontró yendo a su cita en el coche de ciudad de Peter. Él se negó incluso a oír su protesta de que le encantaría caminar ese día tan soleado.
«Susanna no me lo perdonaría jamás -le dijo, haciéndole un guiño-, y eso yo lo detestaría. Ten piedad de mí, Claudia.»
Sentía muy elevado el ánimo mientras pasaba por las calles de Londres, aun cuando la roía una persistente preocupación de que el empleo que les había encontrado el señor Hatchard a las chicas podría no ser conveniente. Habiendo llegado el momento, prácticamente burbujeaba de satisfacción porque estaba a punto de poner el último toque a su autonomía, a su éxito como mujer independiente.
Ya no tenía ninguna necesidad de la ayuda del benefactor que con tanta generosidad había apoyado económicamente a la escuela casi desde el comienzo. En el ridículo llevaba una carta para él, que le dejaría al señor Hatchard para que se la hiciera llegar. Por desgracia, nunca sabría quién había sido ese hombre, pero respetaba su deseo de anonimato.
La escuela prosperaba. Ese año había podido ampliarla añadiendo la casa contigua y contratando a otras dos profesoras. Más gratificante aún, ahora podría aumentar de doce a catorce el número de niñas en régimen gratuito. Y las ganancias le dejaban incluso un modesto beneficio.
Sí, le hacía muchísima ilusión esa visita que la esperaba, pensó mientras bajaba del coche ayudada por el cochero de Peter y entraba en el despacho del señor Hatchard.
Pero menos de una hora después salió a toda prisa a la acera. El cochero del vizconde Whitleaf bajó de un salto del pescante y le abrió la puerta del coche. Ella hizo una inspiración para decirle que volvería a pie a la casa. Estaba tan agitada que no soportaría el encierro dentro de un coche. Pero antes de que pudiera hablar oyó su nombre.
El marqués de Attingsborough iba montando a caballo por la calle, acompañado por el conde de Kilbourne y otro caballero; era el marqués quien la había llamado.
– Buenos días, señorita Martin -saludó él, acercando el caballo-. ¿Cómo se encuentra esta mañana?
– Si estuviera más enfadada, lord Attingsborough, podrían salirme volando los sesos de la cabeza.
Él arqueó las cejas.
– Volveré a casa a pie -le dijo ella al cochero-. Gracias por esperarme, pero puede volver sin mí.
– Debe permitirme que la acompañe, señora -dijo el marqués.
– No necesito carabina -contestó ella bruscamente-. Y no sería buena compañía esta mañana.
– Permítame que la acompañe como amigo, entonces -dijo él. Inmediatamente desmontó y se volvió hacia el conde-. ¿Me harás el favor de llevar mi caballo de vuelta al establo, Nev?
El conde sonrió y se quitó el sombrero en gesto de saludo a Claudia. Ella comprendió que ya era demasiado tarde para decir un firme no. Además, la aliviaba bastante ver una cara conocida. Había pensado que tendría que esperar hasta que volviera Susanna de su excursión de compras para tener a alguien con quién hablar. Pero bien podía estallar antes.
Y así, sólo un minuto después, ella y el marqués de Attingsborough iban caminando por la acera. Él le ofreció el brazo y ella se lo cogió.
– No soy muy dada a afligirme -dijo-, a pesar de lo ocurrido anoche y esta mañana. Pero esta mañana es rabia, furia, no aflicción.
– ¿Alguien la ha ofendido ahí dentro? -preguntó él, haciendo un gesto hacia la casa de la que ella acababa de salir.
– Ese es el despacho del señor Hatchard, mi agente.
– Ah, los empleos. ¿No los aprueba?
– Edna y Flora volverán conmigo a Bath mañana.
– ¿Tan mal ha ido todo?
– Peor, mucho peor.
– ¿Se me permite saber lo que ha ocurrido?
– Los Bedwyn -dijo ella, cortando el aire con la mano libre mientras atravesaban la calzada evitando un montón de bostas de caballo frescas-. Eso es lo que ha ocurrido. ¡Los Bedwyn! Serán mi muerte. Juro que lo serán.
– Espero que no -dijo él.
– A Flora la iba a emplear lady Aidan Bedwyn, y a Edna, nada menos que ¡la marquesa de Hallmere!
– Ah.
– Eso es insufrible. No sé cómo tiene el descaro esa mujer.
– Tal vez la recuerda como a una excelente preceptora -sugirió él-, una que no cede en sus principios ni elevados valores por dinero ni por posición.
Claudia emitió un bufido.
– Y tal vez haya crecido -añadió él.
– Las mujeres como ella no crecen -dijo Claudia-. Sólo se hacen más antipáticas.
Lo cual era ridículo e injusto, claro. Pero su antipatía por la ex lady Freyja Bedwyn era tan intensa que era incapaz de ser racional tratándose de ella.
– ¿Tiene alguna objeción en contra de lady Aidan Bedwyn también? -preguntó él, tocándose el ala del sombrero para saludar a dos damas que pasaban en dirección contraria.
– Se casó con un Bedwyn -repuso ella.
– Siempre he tenido la impresión de que es particularmente amable. Al parecer su padre era minero del carbón en Gales antes de hacer su fortuna. Ella tiene fama de ayudar a los menos afortunados. Dos de sus tres hijos son adoptados. ¿Es para ellos que necesita una institutriz?
– Para la niña, y finalmente para su hija pequeña.
– Y entonces usted va a volver a Bath con las señoritas Bains y Wood. ¿Les va a dar voz y voto en la decisión?
– No las enviaría a la servidumbre para ser desgraciadas.
– Podría ser que ellas no lo consideraran así, señorita Martin. Tal vez les entusiasme la perspectiva de ser institutrices en casas de familias tan distinguidas.
Un niño venía por la acera haciendo rodar un aro, seguido por una niñera de expresión agobiada. El marqués hizo a un lado a Claudia hasta que pasaron y se hubieron alejado bastante.
– Pequeñajo mequetrefe -comentó-. Apostaría a que prometió muy fielmente que llevaría el aro en la mano y sólo lo haría rodar cuando estuviera en el parque, con mucho espacio.
Claudia hizo una lenta inspiración.
– ¿Sugiere, lord Attingsborough, que he reaccionado precipitada e irracionalmente en el despacho del señor Hatchard?
– No, no, nada de eso. Su ira es tan admirable como su resolución de cargar con las chicas otra vez llevándolas de vuelta a Bath en lugar de colocarlas en empleos que podrían causarles desdicha.