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– Para él debió ser una agradable sorpresa.

– Sí, muy agradable.

Agradable para él, supuso Joseph; no necesariamente para ella. Había perdido a un amigo de toda la vida. ¿O habría tenido sentimientos más tiernos por él? McLeith estaba en la fiesta; había llegado tarde, pero él lo vio justo antes de bajar al río; estaba conversando con los Whitleaf. Pensó que debería decírselo, pero decidió no hacerlo. No deseaba estropearle el disfrute del paseo por el río. Ella lo estaba disfrutando. Lo llamó celestial.

Qué mujer tan disciplinada y moderada era. Nuevamente se le ocurrió la imagen de la armadura. ¿Habría una mujer debajo de la armadura? ¿Una mujer afable, tierna o tal vez incluso apasionada? Ya sabía que era por lo menos las dos primeras cosas.

Pero, ¿apasionada?

Interesante posibilidad.

Ella separó las manos, se quitó el guante de una y metió los dedos en el agua. Y continuó deslizándolos por el agua, con la cabeza ladeada, toda su concentración puesta en lo que hacía.

Él encontró curiosamente conmovedor el cuadro que presentaba. Parecía inmersa en su propio mundo. Y en cierto modo parecía sentirse sola. Y aunque vivía en una escuela rodeada de alumnas y profesoras, suponía, y hasta era muy posible, que se sintiera sola. La condesa de Edgecombe y la vizcondesa Whitleaf eran sus amigas, pero las dos se habían casado y dejado de ser profesoras en Bath.

– Supongo que deberíamos volver -dijo, sorprendido por la renuencia que sentía-. A no ser que desee que continuemos pasando por la ciudad hasta Greenwich y luego hasta salir al mar.

– Y continuar hasta llegar a Oriente -dijo ella, mirándolo y sacando la mano del agua-, o a América. O simplemente a Dinamarca o a Francia. Para tener una «aventura». ¿Ha tenido alguna aventura, lord Attingsborough?

Él se rió y ella también.

– Supongo -continuó ella-, que la aventura no parecería tan mágica cuando llegara la noche y yo recordara que no llevo mi chal conmigo y usted tuviera ampollas en las manos.

– Qué poco romántica es -dijo él-. Tendremos que dejar la aventura para otra ocasión, entonces, cuando podamos hacer planes más sensatos. Aunque el romance no tiene por qué ser siempre sensato.

Al virar el bote en medio del río para volver, la pamela se alzó y le expuso la cara al sol. Sin saber cómo se encontraron sus ojos con los de ella y se sostuvieron la mirada un momento, hasta que ella la desvió bruscamente y él lo hizo un instante después.

Tuvo la clara impresión de que el aire estaba curiosamente cargado alrededor. Estaba casi seguro de que ella estaba ruborizada cuando desvió la mirada.

Buen Dios, ¿de qué iba eso?

Pero la pregunta estaba de más. Había sido un momento de pura conciencia sexual, por parte de los dos.

No podría haberse asombrado más si ella se hubiera levantado y de un salto se hubiera zambullido en el río.

¡Buen Dios!

Cuando la miró ella ya tenía bien puesta la armadura otra vez. Estaba rígida, severa y con los labios bien apretados.

Continuó remando hacia el embarcadero en silencio; ella no se atrevía a romperlo y a él no se le ocurría nada que decir. Eso era extraño, pues normalmente era muy bueno para charlar. Intentó convencerse de que no había ocurrido nada impropio, pues en realidad no había ocurrido nada. Deseó ardientemente que ella no se sintiera tan incómoda como se sentía él.

Pero, buen Dios, si sólo habían compartido una broma: «El romance no tiene por qué ser siempre sensato».

Cuando ya estaba cerca vio que a la orilla del río estaba su hermana, cerca del embarcadero. También estaban Sutton y Portia Hunt. Jamás se había sentido más contento de verlos. Le daban una manera de romper el silencio sin sentirse violento.

– Habéis descubierto la mejor parte del jardín, ¿eh? -dijo, subiendo al embarcadero y ayudando a la señorita Martin a desembarcar.

– El río es pintoresco -dijo Wilma-, pero la señorita Hunt y yo estamos de acuerdo en que el jardinero de la señora Corbette-Hythe ha sido descuidado al no poner cuadros de flores aquí.

¿Me permitís que os presente a la señorita Martin? -dijo él-. Es la dueña y directora de una escuela de niñas en Bath, y está pasando un tiempo en la casa del vizconde Whitleaf y su esposa. Señorita Martin, mi hermana, la condesa de Sutton, la señorita Hunt y el conde.

La señorita Martin se inclinó en una reverencia. Wilma y la señorita Hunt hicieron corteses venias idénticas y Sutton inclinó la cabeza lo suficiente como para indicar que no quería insultar a su cuñado.

La temperatura había bajado tal vez unos cinco grados en menos de un minuto.

Ni a Wilma ni a Sutton les sentaba bien que les presentaran a una vulgar maestra de escuela, pensó Joseph, y lo habría pensado con ironía si no lo preocuparan los sentimientos de la dama. Ella no podía dejar de notar el hielo de ellos en su forma de acogerla.

Pero ella tomó el asunto en sus manos, tal como habría esperado él.

– Gracias, lord Attingsborough -dijo enérgicamente-, por acompañarme en este paseo por el río. Ha sido muy amable. Ahora, si me disculpan, iré a reunirme con mis amigos.

Y dicho eso echó a caminar en dirección a la casa, sin mirar atrás ni una sola vez.

– ¡Francamente! -exclamó Wilma, cuando ella apenas se había alejado lo suficiente para no oírla-. ¡Una maestra de escuela, Joseph! Supongo que te insinuó que le gustaría ir en barca por el río y tú no pudiste negarte. Pero deberías haberte negado, ¿sabes? A veces eres simplemente demasiado bueno. Dejas que abusen de ti fácilmente.

A Joseph solía asombrarlo que él y Wilma hubieran nacido de los mismos padres y se hubieran criado en la misma casa.

– La semana pasada cuando volví de Bath acompañé a la señorita Martin. Lo hice como un favor a lady Whitleaf, que enseñaba en su escuela.

– Sí, bueno, todos sabemos que el vizconde Whitleaf se casó con una mujer muy inferior a él.

No iba a enzarzarse en una discusión con su hermana en una fiesta de jardín, así que pasó su atención a la señorita Hunt.

– ¿Le apetecería dar una vuelta por el río, señorita Hunt?

– Sí, lord Attingsborough -contestó ella, sonriéndole y permitiéndole ayudarla a subir al bote; después puso su quitasol en un ángulo que le protegía la piel del sol. Cuando él ya había alejado el bote del embarcadero, dijo-: Fue muy amable al llevar en barca a esa profesora. Es de esperar que esté agradecida, aunque he de decir en su honor que escuché cómo le dio las gracias.

– Disfruté de la compañía de la señorita Martin -dijo él-. Es una mujer inteligente. Y muy próspera.

– Pobre dama -dijo ella, como si le hubiera dicho que la señorita Martin se estaba muriendo de una enfermedad incurable-. Con lady Sutton estábamos calculando su edad. Ella afirma que debe de tener más de cuarenta años, pero yo no podría ser tan cruel. Creo que debe de tener uno o dos menos.

– Es probable que tenga razón -dijo él-. Aunque no se puede culpar a nadie por la edad que tiene, sea cual sea, ¿verdad? Y la señorita Martin tiene mucho que demostrar por los años que ha vivido, sean cuales sean.

– Ah, por supuesto, aunque tener que trabajar para vivir tiene que ser desagradablemente degradante, ¿no le parece?

– Degradante no, nunca. Posiblemente tedioso, sobre todo si uno tiene un empleo en algo que no le gusta. Pero a la señorita Martin le gusta enseñar.

– Esta es una fiesta de jardín deliciosa, ¿verdad? -dijo ella, haciendo girar su quitasol.

– Ah, pues sí -concedió él, sonriendo-. ¿Fue agradable la fiesta de anoche? Lamento habérmela perdido.

– La conversación fue muy agradable.

Él ladeó la cabeza, sin dejar de remar.

– ¿Estoy perdonado, entonces?

Ella agrandó los ojos y volvió a hacer girar el quitasol.

– ¿Perdonado? ¿De qué, lord Attingsborough?