¡Vauxhall Gardens! Era un lugar que Claudia siempre había deseado conocer. Tenía fama por sus diversiones nocturnas al aire libre, con conciertos, baile, fuegos artificiales, buena comida, senderos iluminados con linternas para caminar. Decían que era una experiencia mágica inolvidable.
– Me encantaría -dijo-. Gracias.
– ¿Y su excelencia?
– Son ustedes muy amables -dijo él-. Estaré encantado.
Ese día Claudia sintió menos conmoción al verlo. Era casi inevitable que volvieran a encontrarse, había comprendido esa mañana cuando despertó. Y tal vez estaba bien que hubiera ocurrido. El pasado lejano nunca había sido exorcizado del todo; tal vez ahora lo sería y por fin podría dejar atrás los recuerdos.
– Ah, estupendo -exclamó lady Ravensberg-. Nuestro grupo está completo entonces, Kit. Vendrán Elizabeth y Lyndon, Joseph y la señorita Hunt y Lily y Neville. Ah, y Wilma y George también.
Estupendo, desde luego, pensó Claudia, con pesarosa ironía. Así que volvería a verlo después de todo, al marqués de Attingsborough. Bueno, simplemente tendría que fruncir el ceño, parecer severa y hacerlo creer que debió equivocarse cuando estaban en el río. Y esas dos últimas personas que nombró la vizcondesa tenían que ser la condesa y el conde de Sutton. En realidad se había metido en el fuego con su entusiasta aceptación de la invitación, pero ya era demasiado tarde para retirarla.
Además, deseaba muchísimo ver Vauxhall Gardens, así que, ¿por qué no ir? Iría acompañada de amigos.
– Claudia -dijo Charlie-, ¿te apetecería dar un paseo conmigo?
Todos les sonrieron felices cuando se apartaron del grupo, se abrieron paso por entre los invitados, algunos de los cuales lo saludaron a él, y tomaron la dirección hacia el río.
– ¿Vives en Bath? -le preguntó él, ofreciéndole el brazo, aunque ella no se lo cogió.
¿No sabía nada de ella, entonces? Pero ella tampoco sabía nada de él. Nada que le hubiera ocurrido después de la muerte de su padre en todo caso.
– Sí. Tengo una escuela ahí y la dirijo. Es muy próspera. Todos mis sueños se han hecho realidad. Soy muy feliz.
¿Y qué tal había quedado eso como respuesta a la defensiva a su pregunta?
– ¡Una escuela! Bien hecho, Claudia. Pensé que eras institutriz.
– Lo fui durante un corto tiempo. Pero luego aproveché una oportunidad para abrir mi propio establecimiento, para poder gozar de más independencia.
– Me sorprendió saber que habías tomado un empleo. Creía que te casarías. Tenías muchos admiradores y aspirantes a pretendientes, recuerdo.
Ella sintió un ramalazo de rabia, cuando acababan de tomar el largo sendero en pendiente. Pero había cierta verdad en sus palabras. Aparte de su modesta dote, había sido una chica bastante bonita y en su naturaleza había algo que atraía a los jóvenes del vecindario. Pero en ese tiempo no tenía ojos para ninguno de ellos, y después que Charlie se marchó, o, mejor dicho, desde que recibió la última carta que él le escribió menos de un año después, renunció hasta a la sola idea de casarse. Su decisión le causó pena a su padre, lo sabía; a él le habría gustado tener nietos.
– ¿Sabías que Mona murió? -preguntó Charlie.
– ¿Mona? -repitió ella una fracción de segundo antes de caer en la cuenta de que se refería a su esposa.
– La duquesa. Murió hace más de dos años.
– Lo siento -dijo ella.
Durante un tiempo había llevado ese nombre escrito en el corazón como grabado con un instrumento afilado: lady Mona Chesterton. Él se casó con ella justo antes que muriera su padre.
– No tienes por qué sentirlo -dijo él-. No fue un matrimonio particularmente feliz.
Claudia sintió otro ramalazo de ira, en nombre de la duquesa difunta.
– Charles está en el colegio en Edimburgo -continuó él-. Mi hijo -explicó cuando ella giró la cabeza para mirarlo-. Tiene quince años.
Vaya, caramba, sólo tres años menos de los que tenía él cuando se marchó de casa. Cómo pasaba el tiempo.
Vio que el marqués de Attingsborough y la señorita Hunt iban subiendo el sendero desde el río. No tardarían en encontrarse.
Deseó no haber dejado nunca la tranquilidad de su escuela. Aunque medio sonrió al pensarlo. ¿Tranquilidad? La vida de la escuela no ofrecía lo que se dice tranquilidad, pero al menos ahí siempre se sentía más o menos al mando.
– Lo siento, Claudia -dijo Charlie-. En realidad no sabes nada de mi vida, ¿verdad? Tal como yo no sé nada de la tuya. ¿Cómo pudimos distanciarnos tanto? Hubo un tiempo en que éramos casi como hermanos, ¿verdad?
Ella apretó los labios. Cierto, una vez, mucho, mucho tiempo atrás, habían sido como hermanos. Pero no hacia el final.
– Pero no fue culpa tuya que yo me marchara de casa para no volver jamás, ¿verdad? -continuó él-. Ni culpa mía tampoco; la culpa fue de las circunstancias. ¿Quién podría haber predicho que dos hombres y un niño, a ninguno de los cuales yo conocía, iban a morir con un intervalo de sólo cuatro meses, dejándome con el título McLeith y las propiedades que iban con él?
Él tenía pensado seguir la carrera de leyes. Ella recordaba lo asombrado que se sintió esa tarde cuando llegó a la casa el abogado escocés, y después su entusiasmo y felicidad.
En ese momento ella intentó sentirse feliz por él y con él, aunque también sintió un escalofrío de temor, temor que estaba totalmente justificado, como lo demostrarían los hechos después.
«La culpa fue de las circunstancias.»
Tal vez él tenía razón. Sólo era un niño cuando fue arrojado a un mundo tan diferente a aquel en que se había criado que igual podría haber sido otro universo. Pero no había disculpa para la crueldad, fuera cual fuera la edad del que la cometió.
Y él fue cruel, muy cruel.
– Deberíamos haber continuado escribiéndonos después de la muerte de tu padre -continuó él-. Te he echado de menos, Claudia. No sabía cuánto hasta que volví a verte anoche.
¿De verdad lo había olvidado? Era asombroso: «deberíamos haber continuado escribiéndonos».
Vio que ya estaba cerca la señorita Hunt, cogida del brazo del marqués, toda ella amables sonrisas, con los ojos fijos en Charlie; ella bien podría no estar allí.
– Excelencia -exclamó entonces la señorita Hunt-, una fiesta encantadora, ¿no le parece?
– Acaba de volverse más encantadora aún, señorita Hunt -dijo él, sonriendo y haciendo una venia.
Joseph se encontró ante un dilema. La señorita Martin iba caminando con McLeith. ¿Necesitaría que la rescatara otra vez, como lo necesitó esa noche pasada? Pero ¿por qué debería sentirse responsable de ella? No era una violeta que se fuera a marchitar; era muy capaz de librarse de la compañía de McLeith si quería.
Además, había tenido la esperanza de no encontrársela otra vez esa tarde. Ya se había puesto en vergüenza en el río; no sabía muy bien qué fue lo que se apoderó de él. Y ahora, ella volvía a tener esa actitud severa e inasequible: parecía la quintaesencia de la maestra de escuela solterona, no el tipo de mujer con la que él esperaría compartir una chispa de excitación sexual.
¿Debía detenerse para ver si ella daba alguna señal de que se sentía molesta con su acompañante? ¿O debía simplemente saludarla con un gesto de la cabeza y continuar su camino? Pero le arrebataron la decisión. Le quedó claro que Portia ya conocía al duque, pues le habló tan pronto como estuvieron lo bastante cerca para ser oída.
– Me halaga, excelencia -dijo ella, en respuesta al cumplido del duque-. He navegado por el río con el marqués de Attingsborough. Ha sido muy agradable, aunque la brisa ha refrescado demasiado ahí y el sol está tan fuerte que puede dañarte la piel.
– Pero no la suya, señorita Hunt -dijo el duque-. Ni siquiera el sol tiene ese poder.