Mientras tanto, Joseph había captado la mirada de la señorita Martin. Medio arqueó las cejas y ladeó ligeramente la cabeza hacia McLeith, preguntando: «¿Necesita ayuda?» Ella agrandó los ojos un instante y negó casi imperceptiblemente con la cabeza, contestando: «No, gracias».
– Es usted muy amable, excelencia -dijo Portia-. Vamos de camino a la terraza para merendar. ¿Ha comido?
Hace una hora o más, pero de repente vuelvo a sentirme muerto de hambre. ¿Tienes hambre, Claudia? ¿Y te han presentado a la señorita Hunt?
– Sí -contestó ella-. Y aun no he comido esta tarde, aunque no tengo hambre.
– Debe venir a comer, entonces -dijo la señorita Hunt dirigiéndose a McLeith-. ¿Está disfrutando de estar en Inglaterra otra vez, excelencia?
Y de pronto los cuatro se encontraron caminando en dirección a la casa, aunque emparejados de otra manera. La señorita Hunt iba algo más adelante con McLeith, y él los seguía con la señorita Martin.
Se cogió las manos a la espalda y se aclaró la garganta. No iba a permitir que otra vez descendiera sobre ellos un incómodo silencio.
– Cuando hablamos antes olvidé preguntarle si había hablado con la señorita Bains y la señorita Wood.
– Sí, y tal como usted sospechaba, estaban extasiadas. Están ansiosas de que llegue mañana para poder ir a las entrevistas. No prestaron la menor atención a mis advertencias. De hecho, me demostraron que mis enseñanzas han tenido un éxito total. Saben pensar por sí mismas y tomar sus decisiones. Yo debería sentirme extasiada también.
Él se rió, en el mismo momento en que la señorita Hunt se reía de algo que le dijo McLeith. La pareja caminaba más rápido que ellos.
– ¿Va a acompañarlas a las entrevistas? -preguntó.
– No -suspiró ella-. No, lord Attingsborough. Una profesora, igual que una madre, ha de saber cuándo dejar libres a sus alumnas para que se forjen su propio camino en la vida. Nunca abandonaría a mis niñas de no pago, pero tampoco las tendría sujetas por una cuerda conductora toda su vida. Aunque esta mañana estaba dispuesta a hacer justamente eso, ¿verdad?
Joseph vio que los otros dos ya estaban bastante lejos, así que podía hablar sin temor a que lo oyeran.
– ¿Necesitaba que la rescatara? -preguntó.
– Ah, no, de verdad que no. Tampoco lo necesitaba anoche, en realidad; simplemente fue la conmoción de verlo tan de repente después de tantos años.
– ¿Se separaron enemistados?
– Nos separamos como los mejores amigos. -Ya habían entrado en uno de los senderos pavimentados que pasaban por entre los cuadros de flores, y por tácito acuerdo enlentecieron los pasos hasta finalmente detenerse-. Estábamos comprometidos. Ah, de modo no oficial, cierto, él tenía dieciocho años y yo diecisiete. Pero estábamos enamorados, tal vez como sólo pueden estarlo las personas que son muy jóvenes. Él iba a volver a buscarme.
Él la miró tratando de ver a la chica romántica que debió ser en ese tiempo e imaginarse las lentas fases por las que llegó a ser la mujer severa y disciplinada que era en la actualidad, al menos la mayor parte del tiempo.
– Pero no volvió -dijo.
– No. No volvió. Pero todo eso ya es historia. Éramos sólo unos niños. Y cuánto podemos exagerar e incluso distorsionar las cosas en la memoria. Él sólo recuerda que nos criamos en una intimidad de hermanos, y tiene bastante razón. Fuimos amigos y compañeros de juegos durante años antes de imaginarnos que estábamos enamorados. Tal vez yo he exagerado esas cosas y esas emociones en mis recuerdos. Sea como sea, no tengo ningún motivo para evitarlo ahora.
Y, sin embargo, pensó él, McLeith le había destrozado la vida. Ella no se casó. Aunque, ¿quién era él para hacer ese juicio? Ella había hecho cosas estupendas con su vida; y tal vez un matrimonio con McLeith no habría resultado ni la mitad de bien para ella.
– ¿Ha estado enamorado, lord Attingsborough? -le preguntó ella entonces.
– Sí. Una vez, hace mucho tiempo.
Ella lo miró fijamente.
– ¿Y no resultó? ¿Ella no lo amaba?
– Yo creo que me amaba. En realidad, sé que me amaba. Pero no quise casarme con ella. Tenía otros compromisos. Ella lo debe de haber comprendido al final. Se casó con otro y ahora tiene tres hijos y vive, espero, muy feliz.
Hermosa y dulce Barbara, pensó. Ya no la amaba, aunque sentía una cierta ternura siempre que la veía, lo que ocurría con bastante frecuencia puesto que alternaban en los mismos círculos. Y a veces, incluso ahora, creía ver en sus ojos una expresión de herida perplejidad cuando lo miraba. Nunca le había dado una explicación sobre el aparente enfriamiento de sus sentimientos. Todavía no sabía si debería habérselo dicho. Pero ¿cómo podría haberle explicado la llegada de Lizzie a su vida?
– ¿Otros compromisos? -preguntó ella-. ¿Más importantes que el amor?
– «Nada» es más importante que el amor. Pero hay diferentes clases y grados de amor y a veces hay conflictos y uno tiene que elegir el amor mayor, o la obligación mayor. Si hay suerte, son uno y lo mismo.
– ¿Y lo fueron en su caso? -preguntó ella, ceñuda.
– Ah, sí.
Entonces ella miró hacia los cuadros de flores y los muchos grupos de invitados como si hubiera olvidado donde estaba.
– Perdone -dijo-, le estoy impidiendo ir a merendar. De verdad no tengo hambre. Creo que iré al cenador de los rosales. Aun no lo he visto.
Era su oportunidad para escapar, pensó él. Pero descubrió que ya no deseaba escapar de ella.
– La acompañaré si me lo permite -dijo.
– Pero ¿no debería estar con la señorita Hunt?
Él arqueó las cejas y se acercó un poco más a ella.
– ¿Debería?
– ¿No se va a casar con ella?
– Ah, las noticias viajan con el viento. Pero no tenemos por qué vivir el uno a la sombra del otro, señorita Martin. No funciona así la buena sociedad.
Ella miró hacia la terraza, al otro lado del jardín formal, donde estaban McLeith y la señorita Hunt junto a una de las mesas cada uno con un plato en la mano.
– La buena sociedad suele ser un misterio para mí -dijo-. ¿Por qué uno elegiría no pasar todo el tiempo posible con el ser amado? Pero, por favor, no conteste. -Volvió a mirarlo a los ojos y levantó una mano, abierta-. Creo que no deseo oír que renunció a un amor hace años y ahora está dispuesto a casarse sin amor.
Sí que era franca, tremendamente. Debería enfadarse con ella; pero se sintió divertido.
– El matrimonio es otra de esas obligaciones del rango -dijo-. Cuando uno es muy joven sueña con tener las dos cosas: amor y matrimonio. Con los años uno se vuelve más práctico. Es prudente casarse con una mujer del mismo rango, del mismo mundo. Eso hace la vida mucho más fácil.
– Eso es exactamente lo que hizo Charlie. -Movió la cabeza como si la asombrara haber reconocido eso en voz alta-. Voy a ir al cenador de las rosas. Puede venir conmigo si quiere. O puede ir a reunirse con la señorita Hunt. De ninguna manera debe sentirse responsable de hacerme compañía.
– No, señorita Martin. -Ladeó la cabeza y la miró con los ojos entrecerrados para evitar deslumbrarse con el sol-. Sé que es absolutamente capaz de cuidar de sí misma. Pero aún no he visto ese cenador y creo que tengo más apetito de rosas que de comida. ¿Me permite acompañarla?
A ella se le curvaron las comisuras de los labios y entonces sonrió francamente; acto seguido se dio media vuelta y tomó un sendero en diagonal por entre los parterres en dirección al cenador.
Y ahí pasaron la media hora siguiente de la fiesta de jardín, mirando las rosas, una por una, acercando las caras para oler algunas, intercambiando saludos con conocidos, por lo menos él, y finalmente se sentaron en un asiento de hierro forjado bajo un arco de rosas, a contemplar toda la belleza, inspirar el aire fragante, escuchar la música y hablar muy poco.