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Le resultaba posible estar sentado en silencio con la señorita Martin, ahora que había desaparecido la incomodidad que sintiera en el río. Con casi todos los demás se habría visto obligado a mantener viva la conversación, incluso con la señorita Hunt. ¿Sería siempre así, o el matrimonio producía tal estado de alegría por la compañía mutua que la pareja podía satisfacerse con un silencio compartido?

– El silencio -dijo al fin- no es la ausencia de todo, ¿verdad? Es algo muy definido en sí mismo.

– Si no fuera algo muy definido no lo evitaríamos tan asiduamente la mayor parte de nuestra vida. Nos decimos que tenemos miedo de la oscuridad, del vacío, del silencio, pero es de nosotros mismos que tenemos miedo.

Él giró la cabeza para mirarla. Estaba sentada con la espalda muy recta, sin tocar el respaldo del asiento, los pies juntos en el suelo y las manos apoyadas en la falda, una sobre la otra con las palmas hacia arriba, postura con la que él ya estaba bastante familiarizado.

El ala algo caída de su pamela no le ocultaba del todo los severos contornos de su cara vista de perfil.

– Eso lo encuentro horroroso. ¿Somos seres tan desagradables, entonces?

– No, no, nada de eso. Todo lo contrario. Si viéramos la grandeza de nuestro verdadero ser, creo que también veríamos la necesidad de vivir de acuerdo a lo que somos realmente. Y la mayoría somos tan perezosos que no lo hacemos; o lo pasamos tan bien gozando de nuestra vida nada perfecta que no nos tomamos la molestia.

Dado que no le contestó de inmediato, volvió la cara hacia él.

– Entonces cree en la bondad esencial de la naturaleza humana -dijo él-. Es una optimista.

– Ah, siempre -concedió ella-. ¿Cómo soportaríamos la vida si no lo fuéramos? Hay muchísimas cosas por las cuales deprimirnos, las suficientes para llenar a rebosar toda una vida. Pero ¡qué desperdicio de vida! Hay por lo menos la misma cantidad de cosas por las cuales sentirnos felices, y es muchísima la alegría que se experimenta trabajando en pos de la felicidad.

– Entonces, ¿el silencio y… y la oscuridad contienen felicidad y alegría? -dijo él en voz baja.

– Sin duda, siempre que uno escuche realmente el silencio y mire la oscuridad en profundidad. Todo está ahí. Todo.

En ese momento él tomó una decisión. Desde que decidió visitarla en Bath, y sobre todo desde que recorrió la escuela guiado por ella y conversó con la señorita Martin en el camino a Londres, había tenido la intención de llevar el asunto más lejos. Y ese era tan buen momento como otro cualquiera.

– Señorita Martin -dijo-, ¿tiene algún plan para mañana? ¿Por la tarde?

– No sé qué planes tiene Susanna. ¿Por qué lo pregunta?

– Quisiera llevarla a un sitio.

Ella lo miró interrogante.

– Tengo una casa en la ciudad. No es la casa en que vivo, aunque está en una calle tranquila y respetable. Es donde…

– Lord Attingsborough -dijo ella, en ese tono que sin duda hacía temblar hasta a la más intrépida de sus alumnas siempre que lo empleaba en la escuela-, ¿adónde exactamente sugiere llevarme?

Ay, Dios, como si…

– No voy a…

Mientras él decía esas tres palabras ella hizo una brusca inspiración y se le hinchó el pecho. Se veía amedrentadora por decirlo suave.

– ¿He de entender, señor, que esa casa es donde mantiene a sus amantes?

Plural. Como un harén.

Se apoyó en el respaldo resistiendo el repentino deseo de aullar de risa. ¿Cómo había podido ser tan torpe para dar pie a ese malentendido? Su elección de las palabras estaba resultando desastrosa ese día.

– Debo confesar -dijo- que compré esa casa justamente para esa finalidad, señorita Martin. Eso fue hace muchos años. En esa época yo era un jovenzuelo fanfarrón.

– ¿Ya esa casa desea llevarme?

– No está desocupada. Deseo que conozca a la persona que vive ahí.

– ¿Su amante?

Parecía un verdadero cuadro de estremecida indignación. Y una parte de él seguía divertida por el malentendido. Pero no era divertido en absoluto.

Ah, no tenía nada de divertido.

– No es mi amante, señorita Martin -repuso en voz baja, desvanecida su sonrisa-. Lizzie es mi hija. Tiene once años. Deseo que la conozca. ¿Querrá venir? ¿Por favor?

CAPÍTULO 08

Claudia se echó otra mirada en el espejo de cuerpo entero del vestidor y, poniéndose los guantes, se giró hacia la puerta. Se sentía algo cohibida porque Susanna estaba ahí.

– Lamento no poder ir de visita contigo esta tarde, Susanna -dijo en tono enérgico, no por primera vez.

– No, no lo lamentas -contestó su amiga, sonriendo traviesa-. Prefieres con mucho ir a dar ese paseo por el parque en coche con Joseph. Yo en tu lugar lo preferiría. Y hoy el día está tan soleado y cálido como ayer.

– Ha sido muy amable al hacerme el ofrecimiento -dijo Claudia.

Susanna ladeó la cabeza y la miró atentamente.

– Amable. Eso es lo que dijiste en el desayuno y yo rechacé esa palabra y también la rechazo ahora. ¿Por qué no habría de llevarte a dar un paseo en coche? Debéis tener casi la misma edad, y disfruta de tu compañía. Eso lo demostró antenoche cuando se sentó a tu lado en el concierto y luego te llevó a cenar antes que Peter lograra encontrarte para llevarte a nuestra mesa. Y ayer te acompañó a casa desde el despacho del señor Hatchard, durante la fiesta de jardín te llevó a navegar por el río y después estaba sentado contigo en el cenador. Allí te encontramos cuando te buscábamos para traerte a casa. No debes hablar de su interés como si fuera simple amabilidad, Claudia. Eso es menospreciarte.

– Ah, pues muy bien. Creo que ha concebido una violenta pasión por mí y está a punto de suplicarme que sea su marquesa. Podría acabar siendo duquesa, Susanna. Bueno, eso sí es una idea.

Susanna se rió.

– Preferiría verlo casado contigo que con la señorita Hunt. Aun no se ha anunciado su compromiso, y hay algo en ella que no me gusta, aunque no sabría explicar el qué. Oigo ruido abajo; debe de haber llegado Joseph.

Y había llegado. Cuando bajó con Susanna él estaba en el vestíbulo conversando con Peter. Las saludó con una sonrisa.

Estaba, cómo no, tan apuesto como siempre y amedrentadoramente viril con una chaqueta verde oscuro, pantalones beis y botas hessianas ribeteadas de blanco. Al menos sus colores combinaban bien con los de ella, pensó Claudia, irónica. Se había puesto el tercero y último de sus vestidos nuevos, uno de paseo verde salvia que le pareció muy elegante cuando lo compró. Y, en realidad, ¿qué más daba que se viera mucho menos espectacular que todas las damas que había conocido esos últimos días? No deseaba verse así, sino estar simplemente presentable.

Él había traído un tílburi en lugar de un coche cerrado, comprobó cuando salieron un par de minutos después. Susanna y Peter los acompañaron para despedirlos. Él la ayudó a subir al asiento para el pasajero, luego subió a sentarse a su lado y cogió las riendas de manos de su joven mozo, que entonces de un salto se situó en la parte de atrás del coche.

A su pesar, Claudia sintió una oleada de estimulante euforia. Estaba en Londres, alojada en una magnífica casa en Mayfair, y sentada en el tílburi de un caballero, con él a su lado. De hecho, sus hombros casi se tocaban; y podía oler de nuevo su colonia. Claro que no necesitaba recordar que eso no iba a ser un paseo de placer, sino que la iba a llevar a conocer a su hija, a su hija ilegítima, la hija, sin duda, de una de sus amantes. Lila Walton debió tener la razón acerca de la visita que hiciera él a la escuela. Tenía una hija y deseaba colocarla allí.

Y ya estaba absolutamente clara la naturaleza de su interés. Hasta ahí llegaban los sueños románticos.

En realidad no estaba escandalizada por la revelación que le hiciera él la tarde anterior. Sabía muy bien que los caballeros tenían sus amantes y que a veces esas amantes les parían hijos. Si las amantes y los hijos tenían suerte, ellos los mantenían también. El marqués de Attingsborough tenía que entrar en ese número, la alegraba saber. Su amante y su hija vivían en una casa que él había comprado hace muchos años. Y si decidía enviar a la niña a su escuela, bueno, no le cabía duda de que él no tendría ningún problema para pagar.