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Sin embargo, pese a la existencia de una amante de mucho tiempo y madre de su hija, él cortejaba a la señorita Hunt. Ese era el estilo del mundo, como ya sabía, o al menos el estilo del mundo de él. Necesitaba esposa y herederos legítimos, y un hombre no se casa con su amante.

La alegraba muchísimo no pertenecer a ese mundo; prefería con mucho el suyo.

¿Qué pensaría la señorita Hunt acerca de la existencia de la mujer y la hija si lo supiera? Aunque claro, era muy posible que ya lo supiera.

Cuando el tílburi se puso en marcha, agitó una mano despidiéndose de Susanna y Peter y luego las juntó en la falda mientras el coche empezó a salir de la plaza. No se cogió de la barandilla que tenía al lado; no era una cobarde, y estaba resuelta a disfrutar de cada momento de esa novedad de pasear por las calles de Londres en un elegante coche abierto, mirando hacia abajo el mundo desde su elevado asiento.

– Está muy callada hoy, señorita Martin -dijo el marqués, pasados varios minutos-. ¿Ya han mantenido sus entrevistas las señoritas Bains y Wood?

– Sí. Las dos han ido esta mañana. Y las dos han tenido éxito, al menos a los ojos de ellas. Flora dijo que lady Aidan fue amabilísima con ella y después de hacerle muy pocas preguntas le contó todo acerca de Ringwood Manor en Oxfordshire y de las personas que viven ahí, y le dijo que seguro que será muy feliz ahí, puesto que la acogerán como un miembro de la familia. La última institutriz se casó hace poco, como también la institutriz anterior. Después la llevó a conocer a los niños, que le encantaron. Mañana se marchará a comenzar su nueva vida.

– ¿Y lady Hallmere fue igual de amable con la señorita Wood? -preguntó el marqués girando la cabeza para sonreírle.

Buen Dios, qué cerca estaba.

Estaba virando el coche para entrar en Hyde Park. Ella había pensado que mentía cuando le dijo a Susanna que pasearían por ahí. Tal vez sólo había dicho una media mentira.

– Le hizo muchas preguntas a Edna -contestó-, tanto acerca de ella como acerca de la escuela. ¡Pobre Edna! No es nada buena para contestar preguntas, como recordará. Pero lady Hallmere la sorprendió diciéndole que sabía lo del robo en el que mataron a sus padres dejándola huérfana. Y aunque la chica dice que lady Hallmere se mostró altiva y amedrentadora, es evidente que le causó muchísima admiración. Lord Hallmere también estaba presente y fue amable con ella. Le encantaron los niños cuando los conoció. -Exhaló un sonoro suspiro-. Así que Edna también nos dejará mañana.

– Les irá bien -le aseguró el marqués haciendo entrar el tílburi en una larga avenida que pasaba por entre ondulantes extensiones de césped y viejos y frondosos árboles-. Usted les ha dado un buen hogar y una buena educación, y les ha encontrado empleos decentes. Ahora les toca a ellas conducir el resto de sus vidas. Me cayeron bien las dos. Estarán muy bien.

Entonces la sorprendió soltando una mano de las riendas para ponerla sobre las dos que ella llevaba juntas en la falda y apretárselas. No supo si saltar de alarma o erizarse de indignación. No hizo ninguna de las dos cosas. Tuvo buen cuidado de recordar la finalidad de ese trayecto.

– ¿Su am… la madre de su hija nos espera? -preguntó.

La tarde anterior no había habido tiempo para verdaderas explicaciones. Justo cuando él acababa de decirle que la persona a quien deseaba que visitara era su hija, Lizzie, entraron Susanna y Peter en el cenador, buscándola.

– ¿Sonia? -dijo él-. Murió el año pasado justo antes de Navidad.

– Oh, lo siento.

– Gracias. Fue una época muy triste y muy difícil.

Así que ahora tenía el problema de una hija ilegítima a la que mantener y educar. Su decisión de enviarla a la escuela, aun cuando sólo tenía once años, era más comprensible aún. Durante el resto de su infancia sólo tendría que ocuparse de pagar las mensualidades de la escuela. Y probablemente después le encontraría un marido que fuera capaz de mantenerla el resto de su vida.

¿Qué fue lo que dijo ayer? Frunció ligeramente el ceño, tratando de recordar. Y lo recordó: «"Nada" es más importante que el amor». Había acentuado la primera palabra, pero ella dudaba de que hubiera verdadera convicción en esas palabras. ¿Tal vez la niña se había convertido en una carga, una molestia, para él?

No continuaron en el parque. Muy pronto estuvieron de vuelta en las atiborradas calles de Londres, y ahora el sol comenzaba a calentar demasiado. Pero finalmente entraron en calles más tranquilas, limpias y respetables, aunque era evidente que en ellas no residía la gente más elegante. Él detuvo el vehículo ante una casa particular, y el mozo bajó de un salto a sujetar las cabezas de los caballos. Entonces el marqués saltó a la acera y, luego de rodear el coche, le tendió una mano a ella para ayudarla a bajar.

– Espero que le caiga bien -dijo, golpeando la puerta.

Su voz revelaba nerviosismo tal vez.

Le entregó el sombrero y la fusta al criado anciano de apariencia respetable que abrió la puerta.

– Coge las cosas de la señorita Martin también, Smart -le dijo-, y comunícale a la señorita Edwards que he llegado. ¿Cómo está del reuma la señora Smart hoy?

– Mejor, gracias, milord -contestó el hombre, esperando que ella se quitara los guantes y la papalina-. Pero siempre se encuentra mejor cuando el tiempo es seco.

Se llevó las prendas de abrigo y al cabo de unos minutos volvió para informar que la señorita Edwards estaba en el salón con la señorita Pickford. Entonces se dio media vuelta y subió la escalera delante de ellos.

La señorita Edwards resultó ser una damita baja, bonita y de aspecto malhumorado, que era muy mayor para ser Lizzie. Salió a recibirlos a la puerta del salón.

– No ha tenido un buen día hoy, milord -dijo, haciéndole una reverencia al marqués y mirándola a ella de reojo.

Detrás de ella el salón se veía bastante oscuro pues estaban cerradas todas las cortinas de las ventanas. En el hogar ardía un fuego.

– ¿No? -dijo él, pero a Claudia le pareció que estaba más impaciente que preocupado.

– ¿Papá? -Dijo una voz desde el salón-. ¿Papá? -repitió con más alegría, toda entusiasmo.

La señorita Edwards se hizo a un lado, con las manos cogidas junto a la cintura.

– Levántate y hazle una reverencia al marqués de Attingsborough, Lizzie -dijo.

Pero la niña ya estaba de pie, con los brazos extendidos hacia la puerta. Era pequeña, delgada y pálida, con el pelo moreno y ondulado suelto a la espalda, hasta la cintura. Su cara resplandecía de alegría.

– Sí, estoy aquí -dijo él, atravesando el salón y cogiendo en brazos a la pequeña.

Ella le echó los brazos al cuello y lo abrazó fuertemente.

– Sabía que vendrías. La señorita Edwards dijo que no vendrías porque es un día de sol y tendrías miles de cosas que hacer más importantes que venir a verme. Pero siempre dice eso y tú siempre vienes cuando has dicho que vendrás. Papá, hueles bien. Siempre hueles bien.

– Especialmente para ti -dijo él. Le desprendió los brazos del cuello, le besó las dos manos y se las soltó-. Señorita Edwards, ¿por qué está encendido el fuego en el hogar?

– Temí que Lizzie pudiera haber cogido un enfriamiento después de que usted la sacara al jardín anoche, milord.

– ¿Y por qué la oscuridad? ¿No hay ya bastante oscuridad en la vida de Lizzie?

Pero ya había llegado a largas zancadas a las ventanas y estaba descorriendo las cortinas. La sala se inundó de luz. Entonces abrió de par en par las ventanas.