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– El sol entraba muy directo, milord -dijo la señorita Edwards-. Quería proteger los muebles, no fuera que perdieran el color.

Él volvió al lado de su hija y, mirando hacia Claudia, le rodeó los hombros con un brazo.

– Lizzie, he traído a una persona para que te conozca. Es la señorita Martin, amiga mía. Señorita Martin, permítame que le presente a mi hija, Lizzie Pickford.

La niña tenía algo raro en los ojos, había observado Claudia tan pronto como él abrió las cortinas. Uno estaba medio cerrado; el otro más abierto, pero se le agitaba el párpado y el ojo parecía vagar.

Lizzie Pickford era ciega y, si no se equivocaba, lo era de nacimiento.

– Lizzie -dijo la señorita Edwards-, haz tu reverencia a la señorita Martin.

– Gracias, señorita Edwards -dijo el marqués-. Puede tomarse un descanso. No se la necesitará hasta dentro de una hora o más.

– Lizzie Pickford -dijo Claudia, acercándose a la niña, cogiéndole la pequeña y delgada mano caliente y dándole un suave apretón-. Encantada de conocerte.

– ¿Señorita Martin? -preguntó la niña, volviendo la cara hacia su padre.

– Tuve el placer de visitarla la semana pasada cuando estuve unos días lejos de ti, y después de acompañarla a Londres. Tiene una escuela en Bath. ¿No le vas a ofrecer un asiento y a mí otro, puesto que hemos venido a visitarte? Ya me duelen las piernas de tanto estar de pie.

La niña se rió, con una risa alegre, infantil.

– Vamos, papá tonto, que no has venido a pie. Has venido en coche, en tu tílburi. Era más de un caballo, los oí. Le dije a la señorita Edwards que habías llegado, pero ella dijo que no había oído nada y que no debía hacerme esperanzas ni ponerme febril. No estás cansado de estar de pie. Y la señorita Martin tampoco. Pero me alegra que hayas venido, y espero que te quedes aquí para siempre, hasta la hora de acostarme. Señorita Martin, tome asiento, por favor. Papá, ¿quieres sentarte? Yo me sentaré a tu lado.

Mientras Claudia elegía el sillón más alejado del fuego ya moribundo, la niña se sentó en un sofá al lado de él; entonces le cogió la mano, entrelazó los dedos con los suyos y frotó la mejilla en su manga, justo por debajo del hombro.

Él le sonrió con tanta ternura que Claudia se avergonzó de lo que había pensado en el camino. Era evidente que él sabía muchísimo sobre el amor.

– La escuela de la señorita Martin es sólo para niñas -le explicó él a su hija-. Es un lugar encantador. Aprenden muchas cosas, por ejemplo historia, matemáticas y francés. Hay una sala de música llena de instrumentos y las niñas reciben clases particulares. Cantan en un coro. Hacen punto.

Y no había habido ni una ciega jamás, pensó Claudia. Recordó cuando él le preguntó si alguna vez había pensado en acoger a niñas con discapacidades. ¿Cómo se le enseña a una niña ciega?

– Cuando oí el violín esa vez contigo, papá -dijo la niña-, mi madre dijo que nunca debía haber uno en esta casa porque su sonido le producía dolor de cabeza. Y cuando canto las canciones que me enseñó la señora Smart, la señorita Edwards dice que le causo dolor de cabeza.

– Creo que la señorita Edwards comienza a producirme jaquejas, Lizzie.

Ella se rió alegremente.

– ¿La envío a trabajar para otra persona? -le preguntó él.

– Sí -contestó ella sin vacilar-. Ay, sí, papá, por favor. ¿Y esta vez vendrás tú a vivir conmigo?

Él miró a Claudia y ella captó una expresión de desolación en sus ojos.

– Ojalá fuera posible -dijo-, pero no lo es. Pero vengo a verte todos los días cuando estoy en Londres. ¿Cómo podría no venir cuando tú eres mi persona favorita de todo el ancho mundo? Seamos educados e incluyamos a la señorita Martin en nuestra conversación, ya que la he traído para que te conozca.

La niña volvió la cara hacia ella. Se veía terriblemente necesitada de aire, sol y ejercicio.

– ¿Lee historias en su escuela, señorita Martin? -le preguntó amablemente.

– Claro que sí. Mis niñas aprenden a leer tan pronto como llegan ahí si no han aprendido antes, y leen muchos libros durante los años que están conmigo. Pueden elegir entre los numerosos libros que tenemos en la biblioteca. Una biblioteca es un lugar donde hay estantes y más estantes llenos de libros.

– Tantas historias en un mismo lugar -dijo la niña-. Mi madre no podía leerme historias porque no sabía leer, aunque mi papá le dijo muchas veces que le enseñaría si quería. Y la señora Smart no sabe leer. El señor Smart sí sabe, pero no lee para mí. La señorita Edwards sí porque es una de las cosas que mi papá le dijo que debía hacer cuando llegó para hacerme compañía, pero no elige historias interesantes. Lo sé por la forma como las lee. Tiene una voz monótona. Me hace bostezar.

– Yo te leo historias, Lizzie -dijo él.

– Sí, papá -concedió ella acariciándole la cara con la mano libre y luego le dio unos golpéenos con las yemas de los dedos-, pero a veces simulas estar leyendo cuando en realidad estás inventándotelas. Lo sé. Pero no importa. La verdad es que me gustan más esas historias. Yo cuento historias también, pero sólo a mi muñeca.

– Si se las cuentas a alguien que sepa escribir -dijo Claudia-, esa persona podrá hacerlo y luego leértelas siempre que desees oír tus historias.

Lizzie se rió.

– Eso sería divertido.

En ese momento entró una mujer mayor trayendo una enorme bandeja con té y pasteles.

– Señora Smart -dijo Lizzie-. Sé que es usted. Ella es la señorita Martin, amiga de mi papá. Tiene una escuela y tiene una biblioteca. ¿Sabe qué es una biblioteca?

– Dímelo tú, cariño -dijo la criada sonriéndole afectuosa después de hacerle una educada venia a Claudia. -Es una sala llena de libros. ¿Se la imagina?

– A mí no me servirían de mucho los libros, cariño -dijo la señora Smart, sirviendo el té y pasando las tazas-. Y a ti tampoco.

Dicho eso salió de la sala.

– Lizzie -dijo el marqués cuando ya habían comido unos cuantos pasteles-, ¿crees que te gustaría ir a una escuela?

– ¿Quién me llevaría, papá? ¿Y quién me traería de vuelta a casa?

– Sería una escuela donde podrías quedarte por las noches y estar con otras niñas, aunque habría asuetos y vacaciones, cuando vendrías a casa y yo te tendría toda para mí otra vez.

Lizzie estuvo callada un buen rato. Movía los labios, observó Claudia, pero era imposible saber si era porque le temblaban o porque decía palabras en silencio. Y entonces dejó a un lado su plato vacío, se sentó en el regazo de su padre, se acurrucó bien pegada a él y escondió la cara en su hombro.

Él miró a Claudia apenado.

– La señorita Edwards dijo que no debo hacer esto nunca más -dijo Lizzie pasado un momento-. Dijo que soy demasiado mayor. Dijo que es indecente. ¿Es indecente, papá? ¿Soy demasiado mayor para sentarme en tu regazo?

Pero la niña no podía ver, pensó Claudia. El sentido del tacto debía ser más importante para ella que para los otros niños de su edad.

Él apoyó la mejilla en su cabeza.

– ¿Cómo podría soportarlo si alguna vez fueras demasiado mayor para desear sentirte rodeada por mis brazos, Lizzie? En cuanto a sentarte en mi regazo, creo que es absolutamente irreprochable hasta que cumplas los doce años. Eso nos da cinco meses enteros más. ¿Qué dice la señorita Martin sobre este tema?

– Tu padre tiene toda la razón, Lizzie -dijo Claudia-. Y en mi escuela tengo una regla. La regla es que a ninguna niña se la obligue nunca a ir ahí en contra de su voluntad. Por mucho que sus padres deseen que vaya a aprender de mí y de mis profesores y a hacerse amiga de otras niñas, yo no permito que ponga un pie dentro a no ser que me haya dicho que sí, que eso es lo que desea. ¿Te queda claro eso?

Lizzie había girado a medias la cabeza, aunque seguía bien pegada a su padre, acurrucada como una niña mucho más pequeña.