– Tiene una voz bonita -dijo-. Puedo creer en ella. A algunas voces no les creo a veces. Siempre sé a cuáles sí.
– Cariño -dijo el marqués-. Ahora tengo que llevar a la señorita Martin a su casa. Después volveré con mi caballo y te llevaré a cabalgar un rato. ¿Te gustaría?
Al instante ella se apartó de él, enderezando la espalda, y con la cara iluminada por la alegría otra vez.
– ¡Sí! Pero la señorita Edwards dice…
– No hagas caso de lo que dice la señorita Edwards. Has cabalgado conmigo otras veces y nunca te ha pasado nada, ¿verdad? Después de que te traiga a casa hablaré con ella y se marchará mañana. Hasta entonces simplemente sé amable con ella. ¿Quieres?
– Sí, papá.
Claudia le cogió la mano otra vez antes de marcharse. A pesar de los ojos raros, podría ser algo así como una beldad al crecer, si en su vida había bastante estímulo que le diera animación a su cara incluso cuando su padre no estuviera con ella, y si se la sacaba más a tomar el aire fresco y la luz del sol.
Cuando ya estaban en el tílburi, con el mozo atrás, e iban de camino hacia Grosvenor Square, dijo:
– Colijo que desea enviar a Lizzie a mi escuela.
– ¿Es posible? -Preguntó él, con una voz que no contenía nada de su habitual y agradable buen humor-. ¿Hay algo posible para una niña ciega, señorita Martin? Ayúdeme, por favor. La quiero tanto que me duele.
Joseph se sentía bastante tonto.
«Ayúdeme, por favor. La quiero tanto que me duele.»
Cuando viró el tílburi para entrar en Hyde Park, la señorita Martin todavía no había dicho ni una sola palabra. Las que había formulado él fueron las últimas que hubo entre ellos. Sentía deseos de hacer brincar los caballos, de devolverla a la casa de Whitleaf lo antes posible y de tener buen cuidado de no encontrarse nunca más con ella mientras siguiera en Londres.
No estaba acostumbrado a desnudar su alma ante nadie, ni siquiera ante sus más íntimos amigos, a excepción, tal vez, de Neville.
Cuando dejaron atrás las bulliciosas calles, ella rompió el silencio.
– He estado deseando que Anne Butler continuara siendo profesora en la escuela. Siempre fue excepcionalmente buena con las niñas que de cualquier modo se salían de la norma. Pero acabo de comprender que «todas» las niñas se salen de la norma. En otras palabras, la norma no existe fuera de las mentes de aquellos a quienes les gustan las estadísticas ordenaditas.
Él no supo qué contestar. No sabía si ella esperaba una respuesta.
– No sé si puedo ayudarlo, lord Attingsborough -añadió ella.
– ¿No aceptará a Lizzie, entonces? -Preguntó él, con el corazón oprimido por la desilusión-. ¿Una niña ciega no es educable?
– Estoy segura de que Lizzie es capaz de muchas cosas. Y sin duda el reto sería interesante, desde mi punto de vista. Simplemente no estoy segura de que la escuela sea lo mejor para «ella». Me parece que es muy dependiente.
– ¿No es eso mayor razón para que vaya a la escuela?
Sin embargo, mientras daba ese argumento se le estaba rompiendo el corazón. ¿Cómo podría vivir Lizzie en un ambiente escolar, donde tendría que arreglárselas sola la mayor parte del tiempo, donde las demás niñas podrían ser crueles con ella, donde por la naturaleza misma de su discapacidad sería excluida de todo tipo de actividades?
¿Y cómo soportaría él dejarla marchar? Sólo era una niña.
– Debe de echar terriblemente de menos a su madre -dijo ella-. ¿Está seguro que debería ir a la escuela tan pronto después de perderla? Yo acojo a muchas niñas abandonadas, lord Attingsborough. Normalmente están muy tocadas, tal vez siempre, en realidad.
Abandonadas. ¿Lizzie abandonada? ¿Eso era lo que le haría si la enviaba a la escuela? Suspirando, detuvo el vehículo. Esa determinada parte del parque estaba silenciosa, algo aislada.
– ¿Le parece que caminemos un rato?
Dejó el tílburi al cuidado de su joven mozo, que ni siquiera intentó disimular su placer, y echó a caminar con la señorita Martin por un sendero estrecho que discurría serpentino por entre grupos de árboles.
– Sonia era muy joven cuando la empleé -dijo-. Yo también lo era, claro. Ella era bailarina, muy hermosa, muy solicitada, muy ambiciosa. Esperaba llevar una vida de lujos y riqueza. Esperaba disfrutar de la admiración de hombres poderosos, ricos, con título. Era cortesana por elección, no por necesidad. No me amaba, yo tampoco la amaba. Nuestro convenio no tenía nada que ver con el amor.
– No, supongo que no -dijo ella, sarcástica.
– No la habría mantenido más de dos o tres meses, supongo. Mi intención era divertirme, correrla. Pero entonces llegó Lizzie.
– Yo diría que ninguno de los dos había considerado esa posibilidad.
– Los jóvenes -dijo él- suelen ser muy ignorantes y muy tontos, señorita Martin, sobre todo en lo relativo a asuntos sexuales.
La miró, suponiendo que la había escandalizado. Al fin y al cabo esa no era una conversación con que regalara normalmente los oídos de las damas. Pero pensaba que le debía una explicación sincera.
– Sí -dijo ella.
– A Sonia no le gustó particularmente la maternidad. Detestó tener una hija ciega. Quiso internarla en un asilo, pero yo no se lo permití. Y puesto que insistí en que ella hiciera de madre, yo tuve que asumir la responsabilidad de hacer de padre. Eso no me fue difícil, ni desde el primer momento. Nunca ha sido difícil. Y por lo tanto continuamos juntos hasta su muerte, Sonia y yo. Ella encontraba fastidiosa su vida, aun cuando yo le daba casi todo lo que puede comprar el dinero, y mi lealtad también. Contraté a los Smart y ellos le quitaban de los hombros parte de la carga de ser madre cuando yo no podía estar en la casa, y han sido como unos abuelos cariñosos para Lizzie. Sonia no tenía mucha idea de cómo entretener, educar o formar a una niña ciega, aunque nunca fue cruel. Y Lizzie se quedó inconsolable cuando murió. La echa de menos. Yo también la echo de menos.
– Lizzie necesita más un hogar que una escuela -dijo ella.
– Tiene un hogar -dijo él bruscamente, aunque sabía lo que ella quería decir-. Pero no es suficiente, ¿verdad? Después de la muerte de Sonia le contraté una acompañante. A esa la sucedieron otras tres. La señorita Edwards es la última. Y esta vez elegí a una chica joven, aparentemente amable y deseosa de complacer. Pensé que a Lizzie le iría bien tener una acompañante muy joven. Pero es evidente que no es apta para esta tarea. Tampoco lo eran las otras tres. ¿Dónde podría encontrar a alguien que esté con mi hija en casa y le dé todo lo que necesite? Los Smart ya son muy mayores para hacerlo ellos solos, y han hablado de jubilarse. ¿Haría eso una de sus alumnas, señorita Martin? Me pasó por la cabeza, lo confieso, la idea de ofrecerle el puesto a la señorita Bains o a la señorita Wood si el empleo al que venían resultaba inconveniente.
Estaban a punto de salir del bosquecillo a una amplia extensión de hierba, donde había varias personas, caminando o sentadas, disfrutando del calor de esa tarde de verano. Se detuvieron a la sombra de un viejo roble, contemplando el espacio iluminado por el sol.
– No sé si una persona muy joven sería apta para la tarea -dijo entonces ella-. Y en Londres. Esa niña necesita aire y ejercicio, lord Attingsborough. Necesita el campo. Necesita una madre.
– Que es lo único que nunca le podré dar.
La miró y por la expresión de sus ojos vio que ella entendía que su matrimonio no le daría una madre a Lizzie. Su hija era ilegítima y debía mantenerla en secreto, siempre, siempre separada de la familia legítima que pudiera tener en el futuro.
Todo había sido bastante sencillo cuando Sonia estaba viva. Él sabía, por supuesto, que su hija llevaba una existencia que no era la ideal, pero se satisfacían sus necesidades básicas, y siempre tenía un hogar, seguridad, el afecto de los Smart, ah, y el de Sonia también, y amor en abundancia por su parte.