– La ansiedad ha sido mi acompañante desde la muerte de Sonia, señorita Martin -continuó-. Supongo que ya la tenía antes, aunque solamente desde que me enfrenté a la realidad de que Lizzie estaba creciendo. A una niña discapacitada, cuando es pequeña, se la puede mimar, proteger y tenerla en el regazo, dentro del círculo de los brazos. Pero ¿qué va a ser de ella cuando sea adulta? ¿Podré encontrarle un marido que sea bueno y amable con ella? Puedo bañarla en riqueza, por supuesto, pero ¿y su ser interior? ¿Qué habrá para sostenerla y darle algo de felicidad? ¿Qué le ocurrirá cuando yo muera?
La señorita Martin le puso una mano en el brazo y él giró la cabeza para mirarla, curiosamente consolado. Sus inteligentes ojos grises miraban fijamente a los suyos y, sin pensarlo, le cubrió la mano con la suya.
– Déjeme conocer mejor a Lizzie, lord Attingsborough. Y déjeme pensar en la posibilidad de que vaya a mi escuela. ¿Podría volver a verla?
De repente él cayó en la cuenta, con cierto azoramiento, de que tenía los ojos llenos de lágrimas. Los cerró para disiparlas.
– ¿Mañana? -dijo-. ¿A la misma hora?
– Si el tiempo sigue estable tal vez podríamos llevarla a alguna parte, sacarla al aire libre -dijo ella, deslizando la mano libre por su brazo-. ¿O no desea que le vean con ella?
– Podríamos llevarla a hacer una merienda campestre -sugirió él-, en Richmond Park o en Kew Gardens.
– La decisión se la dejo a usted -dijo ella-. ¿Alguien sabe lo de su hija?
– Neville, el conde de Kilbourne. La conoce y a veces cuida de ella cuando yo estoy ausente, como cuando estuve en Bath hace poco. Pero, fundamentalmente, un caballero se ocupa de estos asuntos en privado. No es algo de lo que uno habla con sus iguales.
– ¿Y lo sabe la señorita Hunt?
– ¡Buen Dios, no!
– Sin embargo, se va a casar con ella.
– Eso es algo muy reciente, señorita Martin. Mi padre ha estado enfermo y se imagina, tal vez con razón, que la enfermedad le ha afectado el corazón. Antes de llamarme a Bath, invitó a ir ahí a lord Balderston, el padre de la señorita Hunt, y entre los dos urdieron este proyecto de matrimonio. Tiene lógica. Tanto la señorita Hunt como yo estamos solteros y pertenecemos al mismo mundo. Nos conocemos desde hace unos años y siempre nos hemos llevado bien. Pero hasta el momento en que hablé con mi padre, nunca se me había ocurrido cortejarla. No podía pensar en cortejar a nadie estando viva Sonia. Soy partidario de las relaciones monógamas, aun cuando la mujer sea una amante. Por desgracia, nos fuimos distanciando a lo largo de los años, aunque creo que siempre continuamos teniéndonos afecto. En realidad, durante los últimos dos o tres años de su vida ni siquiera… Bueno, no tiene importancia.
Había descubierto, con cierta sorpresa, que Sonia le era infiel. Y si bien no podía echarla debido a Lizzie, nunca más volvió a acostarse con ella.
Claudia Martin no era una señorita tonta ni afectada.
– ¿Lleva más de dos años de abstinencia sexual, entonces? -le preguntó.
Él se rió, a su pesar.
– Es algo muy degradante para que lo reconozca un caballero, ¿verdad?
– No, en absoluto -replicó ella-. Yo llevo muchos años más, lord Attingsborough.
Él se sintió como si estuviera en medio de un extraño sueño. ¿De veras estaba teniendo esa conversación tan indecorosa con la señorita Claudia Martin, nada menos?
– ¿No toda su vida? -preguntó.
– No -repuso ella en voz baja, pasado un momento-. No toda mi vida.
¡Buen Dios!
Y, claro, su mente formuló inmediatamente la pregunta: «¿quién?»
Y la respuesta le llegó rápida: «¿McLeith?» ¡Maldito fuera!
Si era cierto, se merecía que lo colgaran, lo arrastraran y descuartizaran.
¡Como mínimo!
– ¡Oh! -Dijo ella de repente, mirando algo en la parte iluminada por el sol, transformándose al instante en la maestra de escuela gazmoña y ofendida-. ¡Mire!
Y tras decir eso, entró en la amplia extensión de hierba y comenzó a reprender a un obrero que por lo menos la triplicaba en tamaño, porque había estado golpeando con un palo a un escuálido perro blanco y negro, que estaba gimiendo, de miedo y dolor.
Joseph no la siguió inmediatamente.
– ¡Matón cobarde! -dijo ella. Lo interesante fue que no gritó, aunque su voz había adquirido el poder que la hacía audible desde cierta distancia-. ¡Deje de hacer eso inmediatamente!
– ¿Y quién me va a parar? -preguntó el hombre con insolencia, mientras unos cuantos transeúntes se detenían a mirar y escuchar.
Joseph avanzó un paso cuando el hombre levantó el palo y lo bajó hacia el lomo del encogido perro, pero este se detuvo a la mitad, sobre la mano de la señorita Martin.
– Tiene conciencia, es de esperar -dijo ella-. A los perros se los debe amar y alimentar si se quiere que presten un servicio leal. No están para que unos gamberros brutos los golpeen y los maten de hambre.
Se oyó una débil palabra de aliento entre los espectadores.
Joseph sonrió de oreja a oreja.
– Oiga -dijo el hombre-, fíjese bien a quién llama bruto o le daré un buen motivo para hacerlo. Y a lo mejor, ya que es tan encumbrada y poderosa querría amar y alimentar a este perro bueno para nada. Para mí es del todo inútil.
– Ah, así que ahora va a añadir abandono a sus otros pecados, ¿eh?
Joseph apresuró el paso. El hombre daba la impresión de querer plantarle cara. Pero entonces sonrió burlón, enseñando un buen conjunto de dientes podridos.
– Sí, exacto, eso es lo que haré -dijo. Se agachó, cogió al asustado perro con una mano y la empujó acercándola a él hasta que ella puso las manos para cogerlo-. Ámelo y aliméntelo, señora. Y no lo abandone, añadiendo eso a sus pecados.
Y sonriendo para celebrar su gracia, se alejó a largas zancadas por el parque, entre vivas de unos pocos jóvenes dandis y exclamaciones de desaprobación por parte de otros espectadores de mejor corazón.
– Bueno -dijo entonces la señorita Martin, volviéndose hacia él. Se le había ladeado la papalina y eso le daba un aire travieso, pícaro-. Parece que he adquirido un perro. ¿Qué voy a hacer con él?
– ¿Llevarlo a casa, bañarlo y darle de comer? -dijo Joseph, sonriendo-. Es un border collie, un ejemplar poco lucido para su raza, pobrecillo.
Y apestaba también.
– Pero es que no tengo casa a la cual llevarlo -dijo ella, mientras el perro la miraba y gemía-. Y aun en el caso de que estuviera en Bath no podría tener un perro en la escuela. Uy, Dios mío, ¿no es adorable?
Joseph se echó a reír. El perro no tenía nada de adorable.
– Lo albergaré en mi establo, si quiere, y le buscaré un hogar permanente.
– ¿En un establo? Oh, pero es que ha sido terriblemente maltratado. Sólo hay que mirarlo a los ojos para saber eso, aun cuando uno no hubiera visto esa horrible exhibición de brutalidad. Necesita compañía y necesita «amor». Tendré que llevarlo a la casa de Susanna, y espero que Peter no nos arroje a los dos a la calle.
Se echó a reír.
Ah, sí, pensó él, sí que era capaz de mostrar pasión, aunque sólo fuera pasión por la justicia hacia los pisoteados.
Juntos regresaron por el sendero hasta el tílburi, y ahora él volvía a sentirse animado, alegre. Ella no era el tipo de mujer que abandonaría ni siquiera a un perro necesitado ni delegaría en otra persona sus tiernos cuidados. Seguro que ayudaría a Lizzie también, aunque no tenía ninguna obligación de hacerlo, por supuesto.
Cogió al perro de los brazos de ella, lo colocó en las manos de su asombrado mozo y la ayudó a subir al asiento del tílburi. Después colocó al perro en su regazo y ella lo acomodó ahí, bien seguro, entre la falda y los brazos.