Выбрать главу

Y ella a él también.

En pocas palabras le había dicho que llevaba más de dos años sin tener una relación sexual.

Y ella le dijo… Bueno, era mejor no «pensar» en eso. Tal vez, si tenía mucha suerte, él ya lo habría olvidado.

Fueron a Richmond Park. Hicieron el trayecto en un coche cerrado, Lizzie sentada al lado de él y la señorita Martin enfrente, de cara a ellos. Lizzie no decía nada; simplemente le tenía cogida la mano a su padre, y de tanto en tanto le daba una palmadita en la rodilla con la otra. Él sabía que estaba entusiasmada y nerviosa al mismo tiempo.

– Lizzie nunca se ha aventurado fuera de la casa -le explicó a la señorita Martin-. Su madre pensaba que era mejor que siempre estuviera en un entorno conocido, donde se sintiera segura.

La señorita Martin asintió, con los ojos fijos en su hija.

– Todos hacemos lo mismo la mayor parte de nuestras vidas -dijo-, aunque nuestro entorno conocido consiste normalmente en un espacio más amplio que sólo la casa y el jardín. Es bueno sentirse segura. También es bueno entrar en lo desconocido de vez en cuando. ¿Cómo, si no, podríamos crecer y adquirir conocimientos, experiencia y sabiduría? Y lo desconocido no siempre o ni siquiera con frecuencia es inseguro.

Él le apretó la mano a Lizzie y ella apoyó el lado de la cabeza en su brazo.

Cuando llegaron al parque la llevó por la entrada cogida de la mano. El lacayo que los acompañaba extendió una inmensa manta sobre la hierba a la sombra de un viejo roble, después fue a buscar la cesta con la merienda y finalmente volvió al coche.

– ¿Nos sentamos? -sugirió-. ¿A alguien le apetece merendar ya? ¿O esperamos un rato?

Lizzie se soltó de su mano para ponerse de rodillas y palpar toda la manta. Seguía muy callada. De todos modos él sabía que hablaría de esa tarde días y días. Nunca la había llevado a una merienda en el campo. Había permitido que Sonia impusiera las reglas e inconscientemente conformado a ellas; su amada hija ciega debía ser protegida a toda costa. ¿Por qué nunca se le ocurrió hacerle un regalo como ese?

– Ah, esperemos un rato -dijo la señorita Martin-. ¿No deberíamos caminar un poco primero para ejercitar las piernas? El día está precioso y este parque es muy hermoso.

Joseph la miró ceñudo. Lizzie levantó hacia él la cara aterrada y se aferró a la manta con las dos manos.

– Pero es que yo no sé dónde estamos -dijo-. No sé por dónde caminar. -Levantó una mano, buscándolo a tientas-. ¿Papá?

– Estoy aquí -dijo él, cogiéndole la mano, mientras la señorita Martin estaba ahí de pie, muy derecha y quieta, con las manos cogidas delante de la cintura; durante un irracional instante se sintió molesto con ella-. Me parece que una caminata es buena idea. Podríamos haber hecho la merienda en el jardín si no vamos a aprovechar este amplio espacio. Caminaremos un trecho corto, cariño. Yo te paso la mano por mi brazo, así, ¿ves? -La puso de pie-, y estarás todo lo segura que puedes estar.

Era muy pequeña y delgada, pensó. Era pequeña para su edad, seguro.

Avanzaron lentamente, vacilantes, y él sintió tenso el brazo de Lizzie en el suyo. Le parecía que leía los pensamientos de la señorita Martin mientras caminaba al otro lado de Lizzie. ¿Cómo podía la niña estar preparada para ir a la escuela?

Y si lo estaba, ¿cómo podría él separarse de ella? Estaba haciendo perder el tiempo a la señorita Martin. Justo entonces ella habló, con la voz firme, pero amable:

– Lizzie, vamos caminando por una avenida recta, larga y llana, toda cubierta por suave hierba verde, con grandes y viejos árboles a cada lado. No hay ningún obstáculo contra el que te puedas hacer daño. Puedes dar los pasos con la absoluta seguridad de que no vas a tropezar con nada ni meterás el pie en ningún hoyo, porque, además, vas cogida del brazo de tu padre. Si te cogieras del mío también, creo que hasta podríamos dar pasos largos y enérgicos e incluso correr un poco. ¿Lo intentamos?

Joseph la miró por encima de la cabeza de Lizzie. Se sorprendió sonriendo. Obviamente era una mujer acostumbrada a arreglárselas con niñas.

Pero Lizzie levantó la cara hacia él, pálida y asustada.

– Mi madre decía que no debo salir nunca de casa ni del jardín, y que no debo caminar rápido -dijo-. Y la señorita Edwards dijo… -No terminó la frase, y antes que él pudiera decir algo, sonrió: esa expresión que él veía tan rara vez, esa sonrisa que la hacía parecer muy traviesa-. Pero la señorita Edwards ya no está. Mi papá la despidió esta mañana y le dio dinero para seis meses.

– Tu madre era una dama sabia -le dijo la señorita Martin-. Sí que debes permanecer en la casa a no ser que te acompañe alguien en quien tengas confianza. Y siempre debes caminar con cautela cuando estés sola. Pero hoy estás con tu padre, del que te fías más que de cualquier otra persona que hayas conocido, creo yo, y sabes que no estás sola. Si te afirmas en el brazo de él y te coges del mío también, nosotros seremos cautelosos por ti y nos encargaremos de que no te hagas ningún daño. Creo que tu padre se fía de mí.

– Por supuesto que me fío -dijo él, todavía sonriéndole por encima de la cabeza de Lizzie.

– ¿Lo intentamos? -preguntó ella.

Lizzie alargó la mano, ella se la cogió y la pasó por debajo de su brazo. Y así caminaron tranquilamente, los tres formando una línea recta, y de pronto Joseph se dio cuenta de que la señorita Martin había aumentado la velocidad de los pasos. Sonriendo, él la aumento otro poco. De repente, bien cogida de ellos, Lizzie se rió y luego chilló de risa.

– ¡Vamos caminando de verdad! -exclamó.

Él sintió una opresión en la garganta, por las lágrimas sin derramar.

– Pues sí -dijo-. ¿Tal vez deberíamos correr?

Corrieron durante un corto trecho, luego aminoraron la marcha hasta continuar caminando y finalmente se detuvieron. Ahora los tres se estaban riendo, y Lizzie jadeaba además.

Volvió a mirar a los ojos a la señorita Martin por encima de la cabeza de su hija. Tenía encendidas las mejillas y los ojos brillantes. Su vestido de fino algodón y algo desteñido estaba arrugado y el ala de la pamela, la misma que llevaba en la fiesta en el jardín, había perdido su forma; un mechón errante le caía suelto sobre el hombro; le brillaba de humedad la cara.

De pronto se veía francamente muy guapa.

– ¡Oh, escuchad! -dijo Lizzie, con la cara algo adelantada y el cuerpo muy inmóvil-. Escuchad a los pájaros.

Aguzaron los oídos, y sí, debía haber un buen número de pájaros ocultos entre el follaje de los árboles, porque formaban un coro, todos trinando como si quisieran echar fuera el corazón. Era un agradable sonido de verano, que muchas veces no se escucha por haber tantas otras cosas en qué ocupar los ojos y la mente.

La señorita Martin fue la primera en moverse. Se soltó del brazo de Lizzie y se puso delante de ella.

– Lizzie, levanta la cara al sol. Espera, deja que te eche hacia atrás el ancha ala de la papalina para que puedes sentir el agradable calor en las mejillas y en los párpados. Inspira sol mientras escuchas a los pájaros.

– Pero mi madre decía…

– Y era muy sabia -dijo la señorita Martin doblando hacia atrás el ala de la papalina para exponer al sol la pálida y delgada cara de la niña y sus ojos ciegos-. Ninguna dama expone su piel al sol tanto tiempo que se le broncee o queme. Pero es bueno hacerlo unos minutos cada vez. El calor del sol en la cara es muy bueno para el ánimo, para el espíritu.

Ah, ¿por qué a él nunca se le había ocurrido eso?

Con ese permiso, Lizzie echó atrás la cabeza de forma que la luz y el calor del sol le dieron de lleno en la cara. Pasado un momento entreabrió los labios, retiró la mano del brazo de él y levantó las dos manos hacia el sol, con las palmas hacia arriba.