– Ooh -dijo, con un largo suspiro, y él volvió a sentir oprimida la garganta.
Estuvo así un buen rato, hasta que con un repentino miedo movió la mano, buscándolo.
– ¿Papá?
– Estoy aquí, cariño -dijo él, pero no le cogió la mano, como habría hecho normalmente-. No te voy a dejar sola. La señorita Martin tampoco.
– Sí, el sol se siente muy agradable -dijo ella.
Entonces, sin bajar las manos, se giró hacia la derecha y continuó girando muy lentamente hasta quedar casi en la misma posición en que comenzó. Los rayos del sol debieron ser su guía.
Se rió con la despreocupada felicidad de cualquier niño.
– Tal vez ahora deberíamos volver a la manta y tomar la merienda -dijo la señorita Martin-. Nunca es bueno excederse en ningún ejercicio, y tengo hambre.
Se dieron media vuelta, se cogieron de los brazos otra vez y echaron a andar para volver por donde habían venido. Pero Lizzie no era la única que estaba burbujeante de exuberancia.
– Caminar y correr son lo mismo -dijo él-. Propongo que avancemos saltando hasta la manta.
– ¿Saltando? -preguntó Lizzie, y la señorita Martin lo miró con las cejas arqueadas.
– Primero saltas con un pie y luego con el otro, sin dejar de avanzar -explicó-. Así.
Y empezó a saltar como un niño muy crecido para su edad, llevándolas casi a rastras, hasta que la señorita Martin se echó a reír y comenzó a saltar también. Pasado un momento de vacilación, Lizzie los imitó y así los tres continuaron saltando por la avenida, riéndose y gritando, haciendo un indecoroso ridículo. Menos mal que no había nadie en esa parte del parque, y si había gente, o estaban fuera de la vista o tan lejos que se perdieron el espectáculo. A algunos de sus amigos les interesaría verlo en ese momento, pensó Joseph, saltando por la avenida del parque con su hija ciega y una directora de escuela.
Sin duda las alumnas y profesoras de la señorita Martin también estarían interesadas.
Pero el despreocupado placer de Lizzie valía cualquier pérdida de la dignidad.
Cuando llegaron a la manta a la sombra, la señorita Martin ayudó a Lizzie a quitarse la chaquetilla y le sugirió que se quitara la papalina también. Ella se quitó la pamela, él el sombrero y los dejaron sobre la hierba. Ella se pasó las manos por su desordenado cabello, una tarea inútil, pues necesitaría un cepillo y un espejo para reparar el daño. De todos modos, para él estaba absolutamente encantadora.
Comieron con saludable apetito, panecillos recién horneados con queso, pasteles de pasas y una rosada manzana cada uno. Acompañaron la comida con limonada, que lamentablemente ya estaba tibia, pero era líquido para apagar la sed de todos modos.
Y mientras comían charlaron acerca de nada en particular, hasta que Lizzie se quedó callada y continuó así. Estaba apoyada en el costado de su padre, y con las piernas recogidas. Él la miró y vio que estaba profundamente dormida. Le bajó la cabeza hasta su regazo y le pasó la mano por el pelo ligeramente húmedo.
– Creo que le ha regalado uno de los días más felices de su vida, señorita Martin -dijo en voz baja-. Probablemente el más feliz.
– ¿Yo? -dijo ella, tocándose el pecho-. ¿Qué he hecho «yo»?
– Le ha dado permiso para ser niña. Para correr, saltar, levantar la cara al sol, gritar y reír.
Ella lo miró, pero no dijo nada.
– La he querido desde el instante en que posé los ojos en ella -continuó él-, diez minutos después de que nació. Creo que porque es ciega la he amado más de lo que la habría amado si no lo fuera. Siempre he deseado respirar, comer y dormir por ella, y alegremente habría muerto por ella si con eso hubiera podido arreglar algo. He tratado de mantenerla segura, en mis brazos y en mi amor. Nunca he…
Tontamente se le cortó la voz y no pudo terminar. Hizo una honda inspiración y volvió a mirar a su hija, que estaba muy cerca de dejar de ser una niña. Eso era todo el problema.
– Creo que ser progenitor no es siempre algo agradable -dijo la señorita Martin-. El amor puede ser terriblemente doloroso. Con algunas de mis niñas desamparadas he tenido algo de experiencia en cómo debe de ser. Han tenido tantas desventajas y yo deseo angustiosamente que el resto de sus vidas sea perfecto. Pero es lo único que puedo hacer. Lizzie siempre será ciega, lord Attingsborough. Pero puede encontrar dicha en la vida si lo desea y las personas que la quieren se lo permiten.
– ¿La aceptará? -Preguntó él, tragando saliva para pasar un bulto que se le había formado en la garganta-. No sé qué otra cosa hacer. Pero ¿es conveniente la escuela para ella?
Ella no contestó inmediatamente. Estaba pensándolo detenidamente.
– No lo sé -dijo al fin-. Deme un poco más de tiempo.
– Gracias. Gracias por no decir que no inmediatamente. Y gracias por no decir sí antes de haber considerado el asunto con detenimiento. Prefiero que no vaya si eso puede ser un error. Yo cuidaré de ella como sea, pase lo que pase.
Volvió a mirar a su hija y continuó acariciándole el pelo. Era ridículamente sensiblero volver a pensar que moriría con gusto por ella. La verdad era que no podía; tampoco podía vivir por ella. Aterradora comprensión.
Sin embargo, se sentía consolado por la presencia de la señorita Martin, aun cuando ella aún no sabía si podía ofrecerle a Lizzie un lugar en su escuela. Le había demostrado a su hija, y a él, que podía divertirse e incluso girar bajo el calor del sol sin afirmarse ni aferrarse a nadie.
– Muchas veces he pensado -dijo, sin levantar la vista-, qué habría ocurrido si Lizzie no hubiera nacido ciega. Sonia habría continuado su vida con uno u otro de sus admiradores, y es muy posible que yo hubiera continuado con mi vida más o menos como era antes, manteniendo a la niña que había engendrado, pero viéndola rara vez, y habría creído que con eso cumplía mi deber para con ella. Tal vez me habría casado con Barbara, y me habría privado del tirón del amor de mi primera hija. Pero qué pobre habría sido mi vida. La ceguera de Lizzie es quizás una maldición para ella, pero para mí ha sido una abundante bendición. ¡Qué extraño! Nunca había comprendido eso hasta hoy.
– La ceguera no tiene por qué ser una maldición para Lizzie -dijo ella-. Todos tenemos nuestras cruces que llevar, lord Attingsborough. Y es la manera de llevarlas lo que demuestra nuestra valía, o su falta. Usted ha llevado la suya y eso lo ha hecho una persona mejor y ha enriquecido su vida. A Lizzie hay que permitirle que lleve su carga y triunfe sobre ella, o no.
– Ah -suspiró él-, pero es esa posibilidad de «o no» la que me rompe el corazón.
La miró, ella le sonrió y entonces lo golpeó la comprensión de que era más que guapa. De hecho, probablemente no era nada guapa, pues esa era una palabra demasiado infantil y frívola.
– Creo, señorita Martin -dijo, sin pararse a elegir bien las palabras-, que usted debe de ser la mujer más hermosa que he tenido el privilegio de conocer.
Palabras tontas y bastante falsas, sin embargo, las más ciertas que había dicho en su vida.
Ella lo miró, ya desvanecida su sonrisa, hasta que él bajó la mirada a Lizzie otra vez. Esperaba no haberla herido, haberla hecho creer que simplemente había pretendido hacer el papel de galán. Pero no se le ocurrió ninguna manera de retirar las palabras sin herirla más. En realidad, ni siquiera sabía qué había pretendido al decirlas. Ella no era hermosa en ningún sentido visible. No lo era. Pero, sin embargo ¡Buen Dios!, no se estaría encaprichando con la señorita Martin, ¿verdad? Nada podría ser más desastroso. Pero claro, no era eso. Ella había sido amable con Lizzie, eso era todo, y en consecuencia le era imposible no tenerle afecto. Quería a los Smart por el mismo motivo.
– ¿Qué ha hecho con el perro? -preguntó.