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– Darle un hogar, temporal al menos, y un amoroso cuidado por parte de todos. Y al mencionarlo me ha dado una idea. ¿Podría llevarlo a visitar a Lizzie?

Pero cuando él arqueó las cejas, La niña ya se estaba despertando, así que se inclinó a besarle la frente. Ella sonrió, levantó una mano, le acarició y palpó la cara.

– Papá -dijo, con la voz adormilada y satisfecha.

– Es hora de volver a casa, cariño.

– Ah, ¿tan pronto? -preguntó ella, pero no pareció triste.

– La señorita Martin vendrá a visitarte otra vez si quieres. Traerá con ella a su perrito.

La niña se despabiló al instante.

– ¿Un perro? Había uno un día en la calle, hace unos años, ¿te acuerdas, papá? Ladró y yo me asusté, pero entonces su dueña me lo acercó, yo lo toqué y él me resolló encima. Siempre hay un perro en mis historias.

– ¿Sí? Pues entonces este tiene que visitarte. ¿Invitamos a la señorita Martin a venir también?

Ella se rió, y a él le pareció que sus mejillas tenían un cierto color no habitual.

– ¿Tendría la amabilidad de venir, señorita Martin? ¿Y traer a su perro? ¿Por favor? Me gustaría sobremanera.

– Muy bien, entonces -dijo la señorita Martin-. Es un animalito muy cariñoso. Seguro que te va a lamer toda la cara.

Lizzie se rió encantada.

Pero esa tarde estaba llegando rápidamente a su fin, pensó él. No debían retrasarse en volver. Tanto la señorita Martin como él tenían que prepararse para la visita a Vauxhall Gardens esa noche. Y antes él tenía que asistir a una cena.

Lamentaba que se acabara esa salida. Siempre lo lamentaba cuando se le acababa el tiempo para estar con Lizzie. Pero esa tarde había sido especialmente placentera. Se sentía como si estuviera en familia.

Entonces un pensamiento nuevo, no llamado, lo hizo fruncir el entrecejo. Lizzie siempre sería su amada hija pero nunca formaría parte de su «familia». En cuanto a la señorita Martin, bueno…

– Es hora de volver -dijo, poniéndose de pie.

CAPÍTULO 10

Lord Balderston lo había invitado a cenar, y a Joseph no tardó en hacérsele evidente que no había ningún otro invitado, y que él y los Balderson iban a cenar «en familia». Y si eso no era suficiente declaración de su nueva posición como casi prometido de la señorita Hunt, las palabras de lady Balderston poco después de que se sentaran a la mesa lo dejaron bien claro.

– La vizcondesa Ravensberg fue extraordinariamente amable al invitar a Portia a Alvesley Park para la celebración del aniversario de bodas de los Redfield este verano -comentó, mientras los criados retiraban los platos de la sopa y traían el segundo plato.

Ah. Iba a haber una reunión predominantemente familiar para el cuarenta aniversario de bodas del conde y la condesa. ¿La señorita Hunt ya era familia, entonces?

Aun no había informado de la invitación a lord Attingsborough, mamá -dijo ella-. Pero sí, es cierto. Lady Sutton tuvo la amabilidad de invitarme a visitar a su prima lady Ravensberg con ella esta tarde, y mientras estábamos allí la informó de que yo no tenía ningún plan para el verano aparte de ir a casa con mis padres. Y entonces lady Ravensberg me invitó a ir a Alvesley. Todo fue muy gratificante.

– Desde luego -dijo Joseph, sonriéndoles a las dos damas-. Yo también iré.

– Pero claro -dijo la señorita Hunt-. Sé muy bien que de lo contrario no me habrían invitado. No habría tenido ningún sentido, ¿verdad?

Y ya no tenía sentido retrasar más tiempo su proposición de matrimonio, pensó Joseph. En todo caso, era evidente que eso era una simple formalidad. Estaba claro que los Balderston y la señorita Hunt así lo pensaban. También su hermana, que sin embargo no debería haber tomado el asunto en sus manos esa tarde.

Sólo que le habría gustado tener un poco de tiempo para el galanteo.

Balderston ya estaba atacando su pieza de pato asado, totalmente concentrado en su plato. Joseph lo miró de reojo, pero claro, ese no era el momento para hablar claro. Concertaría una cita en otra ocasión para hablar formalmente con su futuro suegro. Después le haría la proposición oficial a la señorita Hunt y quedaría todo zanjado. Quedaría trazado el curso de su vida, y el de la de ella.

Eso significaba que tenía muy poco tiempo para cortejarla, pero todavía le quedaba un poco. Por lo tanto, durante el resto de la cena y después, durante el trayecto a Vauxhall Gardens, concentró la atención en su futura esposa, observando nuevamente, a posta, lo hermosa que era, lo elegante, lo refinada, lo perfecta que parecía en todos los sentidos.

Tendría que obligarse a enamorarse de ella con la mayor rapidez posible, concluyó, mientras su coche iba de camino hacia Vauxhall. No tenía el menor deseo de meterse en un matrimonio sin amor sólo porque su padre así lo esperaba, y porque las circunstancias se lo exigían.

– Está particularmente bella esta noche -dijo, tocándole el dorso de la mano y dejando un momento los dedos sobre la delicada y tersa piel-. El rosa le sienta bien a su coloración.

– Gracias -dijo ella, girando la cabeza para sonreírle.

– Supongo que sabe que su padre visitó al mío en Bath hace un par de semanas o algo así.

– Sí, por supuesto.

– ¿Y conoce la naturaleza de esa visita?

– Por supuesto -repitió ella.

Seguía con la cara vuelta hacia él. Y sonriendo.

– ¿No se siente molesta por eso? ¿No piensa que tal vez le han forzado la mano?

– Claro que no.

– ¿O que la han obligado?

– No.

Había querido asegurarse con respecto a eso. Estaba muy bien que él aceptara que necesitaba una esposa y que esa mujer fuera la mejor candidata disponible. Pero un matrimonio lo forman dos. No toleraría que la presionaran para casarse con él si prefería no hacerlo.

– Me alegra oír eso -dijo.

No daría el siguiente paso lógico de pedirle en ese momento que se casara con él; aun no había hablado con su padre, y tenía la clara impresión de que eso podría importarle a ella. Pero suponía que estaban un paso más cerca de estar oficialmente comprometidos.

De verdad estaba hermosa con ese vestido rosa, color que se reflejaba en sus mejillas y realzaba el brillo de su pelo rubio. Inclinó la cabeza para besarla, pero ella giró la cara antes que sus labios llegaran a los de ella, por lo que simplemente le rozaron la mejilla. Entonces ella se deslizó por el asiento alejándose de él. Seguía sonriendo.

– ¿La he ofendido? -le preguntó, pasado un momento.

Tal vez encontraba impropios los besos antes de un compromiso oficial.

– No me ha ofendido, lord Attingsborough -contestó ella-. Simplemente ha sido un gesto innecesario.

Él arqueó las cejas y contempló su perfil perfecto enmarcado por la creciente oscuridad.

– ¿Innecesario?

Las ruedas del coche comenzaron a retumbar en el puente sobre el Támesis. No tardarían en llegar a Vauxhall Gardens.

– No necesito que me corteje con esas tonterías como los besos. No soy una niña tonta.

No, no lo era, por Júpiter.

Repentinamente divertido, volvió a acercar la cabeza a la de ella, con la esperanza de sacarle una sonrisa de verdadera diversión. Tal vez simplemente la había puesto nerviosa con su intento de besarla.

– ¿Los besos son «tontos»?

– Siempre.

– ¿Incluso entre enamorados? ¿Entre marido y mujer?

– Creo, lord Attingsborough, que los miembros de la buena sociedad deben estar por encima de esas vulgaridades. Los besos y el romance son para las clases inferiores, que pertenecen a ellas justamente porque no saben nada de las alianzas sabias y prudentes.

¿Qué diablos? ¡Buen Dios! Ya no se sentía tan divertido.

Entonces le vino el recuerdo de que en todos los años que se conocían jamás había habido un momento de coqueteo, ninguna mirada traviesa o pícara, ninguna caricia prohibida, ningún beso robado, ninguno de esos gestos sutiles entre dos personas conscientes de una mutua atracción sexual. No recordaba ni una sola vez en que se hubieran reído juntos. Jamás había habido ni la más mínima insinuación de romance en su relación.