Pero todo eso estaba a punto de cambiar, seguro.
¿O no?
– ¿No recibirá bien mis besos, entonces? -preguntó-. ¿Nunca?
– Sabré cuál es mi deber, desde luego, lord Attingsborough.
¿Sabrá cuál es su…? Notó que el coche comenzaba a detenerse.
– ¿Está segura de que realmente desea este matrimonio, señorita Hunt? Ahora es el momento de decirlo. No le guardaré ningún rencor, y me encargaré de que no caiga sobre usted ni un asomo de culpa si yo no le propongo matrimonio.
Ella giró la cabeza para sonreírle otra vez.
– Somos perfectos el uno para el otro -dijo-. Los dos lo sabemos. Pertenecemos al mismo mundo y comprendemos su funcionamiento, sus reglas y expectativas. Los dos ya hemos pasado la primera juventud. Si cree que debe cortejarme, está muy equivocado.
Joseph se sintió como si le hubieran caído escamas de los ojos. ¿Cómo era posible que la conociera de tanto tiempo y no hubiera sospechado que era frígida? Pero claro, ¿cómo podría haberlo sospechado? Jamás había intentado ni coquetear con ella ni cortejarla, hasta ese momento. Sin embargo, tenía que estar equivocado. Seguro que ella hablaba debido a su inocencia e inexperiencia. Una vez que estuvieran casados…
John golpeó la puerta, la abrió y desplegó los peldaños. Joseph bajó de un salto, sintiéndose como si el corazón se le hubiera alojado en los zapatos. ¿Qué tipo de matrimonio podía esperar? ¿Un matrimonio sin amor, sin nada de calor? Pero no sería así. Al fin y al cabo él no sentía un afecto profundo por ella, aunque estaba dispuesto a trabajar sus sentimientos. Seguro que ella haría lo mismo. Acababa de decir que sabría cuál era su deber.
– ¿Entramos? -La invitó, ofreciéndole el brazo-. No sé si los demás ya habrán llegado.
Ella le cogió el brazo y saludó con un gesto a una pareja que acababa de bajarse de un coche cercano.
¿Por qué hasta esa noche no se había fijado en que la sonrisa de ella nunca le iluminaba los ojos? ¿O sólo serían imaginaciones suyas? Al parecer ese «no beso» lo había desconcertado, aun cuando a ella no la hizo perder la serenidad.
El día anterior por la mañana Peter se había encontrado con McLeith en el White, y lo invitó a cenar con ellos la noche de la visita a Vauxhall Gardens, para que Claudia tuviera un acompañante.
Claudia estaba resignada a volver a verlo. Incluso sentía curiosidad por él. ¿Cuánto habría cambiado? ¿Cuánto de él sería el mismo Charlie al que había adorado incluso antes de que sus sentimientos se volvieran románticos?
Se había puesto el vestido de noche azul oscuro que le había servido para varios de los eventos nocturnos en la escuela. Siempre le había gustado, aun cuando no tenía la más mínima pretensión de estar a la última moda en cuanto a elegancia, y ni siquiera a la moda en cuanto a la no elegancia, pensó con humor sarcástico mientras Maria la peinaba.
Expulsó firmemente de la cabeza los recuerdos de la salida de esa tarde. Mañana pensaría en la decisión que debía tomar respecto a la conveniencia de enviar o no a la escuela a Lizzie, decisión que no sería fácil. Y trataría de no pensar en esas sorprendentes palabras de lord Attingsborough: «Creo, señorita Martin, que usted debe de ser la mujer más hermosa que he tenido el privilegio de conocer».
La rareza de esas palabras le había producido cierto penoso desconcierto. Sin duda, él no las había dicho en serio. De todos modos, fueron palabras hermosas dichas durante una tarde agradable, y estaba segura de que las recordaría el resto de su vida.
Charlie resultó un simpático acompañante para cenar. Les habló de su propiedad escocesa y de sus viajes por las Highlands. También de su hijo, y obsequió a Susanna y Peter con anécdotas de su infancia, con ella, la mayoría divertidas y todas ciertas.
Y después, cuando bajaron del coche de Peter fuera de Vauxhall Gardens, le ofreció el brazo y esta vez ella se lo cogió. Hacía ya muchísimos años había conseguido expulsar de su memoria todos los recuerdos de su infancia con él junto con todo lo que ocurrió después. Tal vez en el futuro sería capaz de separar en su memoria los recuerdos de su infancia de los de su primera juventud, desprendiéndose así de parte de su amargura; porque, en realidad, lo único que le quedaba era amargura; el dolor ya había desaparecido hacía mucho tiempo.
– Claudia -dijo él, acercando la cabeza a la de ella mientras entraban en los jardines detrás de Susanna y Peter-, todo esto es muy agradable. Me siento más feliz de lo que sé decir por haberte reencontrado. Y esta vez no debemos perdernos la pista.
¿Se habrían amado toda la vida si él hubiera estudiado leyes y después se hubieran casado como tenían planeado?, pensó ella. ¿Habrían seguido siendo amigos íntimos también? Pero claro, era imposible responder a esas preguntas. Muchas cosas habrían sido diferentes a cómo eran en esos momentos. Todo habría sido diferente. Ellos habrían sido diferentes. ¿Y quién podía decir si su vida habría sido mejor o peor de la que había vivido?
Entonces terminaron de pasar por la entrada y lo olvidó todo.
– ¡Oh, Charlie, mira! -exclamó, maravillada.
La larga avenida que se extendía recta ante ellos estaba bordeada de árboles, y de todos colgaban lámparas de colores, que se veían mágicas aun cuando todavía no estaba totalmente oscuro. Los senderos estaban atiborrados por otros fiesteros, todos rutilantes con sus elegantes galas para la ocasión.
– Es encantador, ¿verdad? -dijo él, sonriéndole-. Me gusta oír salir ese viejo nombre de tus labios, Claudia. Desde que tenía dieciocho años no he sido otra cosa que Charles, es decir, cuando no soy simplemente McLeith. Dilo otra vez.
Pero Claudia no se dejó distraer. Toda la gente se veía muy animada, así que ella también sonrió. Entonces llegaron a una especie de plaza en forma de herradura, rodeada por columnas y comedores separados, abiertos y dispuestos en gradas, como palcos, todos iluminados por linternas interiores y exteriores. Casi todos ya estaban ocupados; el del centro por una orquesta.
Lady Ravensberg les estaba haciendo señas desde uno de los de más abajo.
– Peter, Susanna, señorita Martin -dijo cuando ya estaban cerca-. Ah, y los acompaña el duque de McLeith. Entrad aquí. Sois los últimos en llegar. Ahora nuestro grupo está completo.
El grupo estaba formado por la vizcondesa y el vizconde, el duque y la duquesa de Portfrey, el conde y la condesa de Sutton, el marqués de Attingsborough y la señorita Hunt, el conde y la condesa de Kilbourne, y ellos.
Claudia volvió a sentirse divertida por encontrarse en esa compañía tan ilustre. Pero estaba resuelta a disfrutar plenamente de esa noche. Muy pronto volvería a estar en la escuela y era improbable que volviera a tener la experiencia de una noche como esa.
¡Y qué experiencia!
La mayoría de los miembros del grupo se mostraron simpáticos. Aunque los Sutton prácticamente se desentendieron de ella, y la señorita Hunt estaba sentada en el otro extremo de la mesa y rara vez miraba en su dirección, todos los demás eran más que amables. La muy dulce y bonita condesa de Kilbourne y la elegante y majestuosa duquesa de Portfrey estuvieron un buen rato conversando con ella, así como los vizcondes de Ravensberg. Y claro, también estaban Susanna, Peter y Charlie.
Pero la conversación no lo era todo.
Había refrigerios para comer, muy especialmente las finísimas lonjas de jamón y los fresones, que hacían famoso a ese lugar. Y vino para beber. Personas a las que mirar, cuando pasaban por la avenida principal o junto a los comedores y se detenían a conversar con sus ocupantes, y música que escuchar.
Y había baile. Aunque hacía mucho tiempo que no bailaba, participó de todos modos. ¿Cómo podría resistirse a bailar al aire libre bajo linternas oscilantes y la luna y las estrellas en el cielo iluminando el suelo en que se movían? Hicieron pareja con ella Charlie, el conde de Kilbourne y el duque de Portfrey.