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Eleanor le gastaría bromas sin piedad por todo eso cuando se lo contara.

Y si la música y el baile no bastaban para llenar a rebosar su copa de placer, después vendrían los fuegos artificiales, que esperaba con ilusión.

Lady Ravensberg sugirió hacer una caminata mientras esperaban el espectáculo de los fuegos, y todos convinieron en que era justo lo que necesitaban. Todos se emparejaron para caminar, el conde de Kilbourne con su prima lady Sutton cogida de su brazo, el vizconde Ravensberg con la condesa de Kilbourne, Peter con la duquesa de Portfrey, el duque con Susanna, el conde de Sutton con lady Ravensberg.

– Ah -dijo Charlie-, veo que todos toman diferente pareja. Señorita Hunt, ¿me permite el placer?

Ella sonrió y se cogió de su brazo.

El marqués de Attingsborough estaba terminando una conversación con una pareja que lo detuvo fuera del comedor.

– Adelante -les dijo a todos haciéndoles un gesto-. Dentro de un momento les seguiremos la señorita Martin y yo.

Claudia se sintió bastante azorada. Él no tenía otra opción que acompañarla a ella, ¿verdad? Pero, en realidad, si hasta el momento sentía una secreta desilusión era porque no se había presentado ninguna oportunidad para conversar o bailar con él. Tenía la sensación de que la merienda de esa tarde había ocurrido ya hacía mucho.

«Creo, señorita Martin, que usted debe de ser la mujer más hermosa que he tenido el privilegio de conocer.» Él le había dicho esas palabras sólo unas horas antes. Y claro, mientras más intentaba olvidarlas, más las recordaba.

Y entonces se lo encontró sonriendo y ofreciéndole el brazo.

– Perdone la tardanza -dijo-. ¿Nos damos prisa para dar alcance a los demás? ¿O caminamos a un paso más tranquilo mientras usted me explica sinceramente qué le parece Vauxhall?

Atravesaron la avenida principal y continuaron por una más corta hasta llegar a otra larga y ancha paralela a la principal, de una belleza pasmosa. No sólo colgaban lámparas por entre los árboles, sino también de la serie de arcos de piedra que atravesaban la avenida más adelante.

– Tal vez espera que lo mire todo con mucha sensatez, lord Attingsborough -dijo-, y declare mi desdén por una artificialidad tan frívola.

– Pero ¿no lo va a hacer? -preguntó él, mirándola con ojos risueños-. No se imagina cuánto me encantaría saber que no siempre está gobernada por la sensatez. Esta noche la sensatez me ha dejado helado.

– A veces prefiero olvidar que tengo estorbos como las facultades críticas. A veces prefiero simplemente «disfrutar».

– ¿Y esta noche está disfrutando? -preguntó él, apartándola para pasar por el lado de un grupo de alegres fiesteros que no miraban por donde iban.

El grupo de ellos iba a cierta distancia, observó ella.

– Sí, sí, estoy disfrutando de verdad. Sólo espero ser capaz de recordar todo esto tal como es para poder disfrutar de los recuerdos cuando esté sola en mi tranquila sala de estar en Bath alguna noche de invierno.

Él se rió.

– Pero primero debe disfrutarlo hasta el último momento. Y «después» recordarlo.

– Ah, eso es lo que haré.

– ¿Todo va bien con McLeith?

– Esta noche ha venido a cenar a la casa y ha estado muy simpático. Contó hazañas y travesuras en que nos enredábamos cuando éramos niños, y me recordó lo mucho que me gustaba entonces.

– ¿Después fueron amantes? -preguntó él en voz baja.

Ella sintió arder las mejillas al recordar que más o menos reconoció eso ante él en Hyde Park. ¿Cómo era posible que hubiera dicho lo que dijo en voz alta? ¿A él o a cualquiera?

– Muy brevemente -contestó-, antes que se marchara de casa para no volver. Estábamos desconsolados porque él tenía que irse a Escocia, y pasar un tiempo allí hasta que volviéramos a vernos y pudiéramos estar juntos el resto de nuestras vidas. Y entonces…

– Esas cosas ocurren -dijo él-. Y, en general, creo que la pasión, incluso la pasión insensata, es preferible a la fría indiferencia. Creo que usted me dijo algo similar una vez.

– Sí -dijo ella, justo antes que él la desviara firmemente del camino para evitar un choque con otro grupo de fiesteros bulliciosos y descuidados.

– Esta es sin duda una avenida pintoresca -dijo él entonces-, y debemos continuar por ella si queremos dar alcance a los demás. Pero ¿desea darles alcance, señorita Martin, o tomamos uno de los senderos más tranquilos? Claro que no están bien iluminados, pero esta no es una noche oscura.

– Uno de los senderos más tranquilos, por favor -dijo ella.

Casi inmediatamente tomaron por uno y no tardaron en ser tragados por la oscuridad y la ilusión de quietud.

– Aah, esto está mejor -dijo él.

– Sí.

Continuaron caminando en silencio, ya alejados de la multitud. Claudia aspiraba el olor del follaje. Y por encima de la lejana melodía que tocaba la orquesta y de los apagados sonidos de voces y risas, oyó…

– Ah, escuche -dijo, retirando la mano de su brazo y cogiéndole la manga-. Un ruiseñor.

Él estuvo atento un buen rato, los dos inmóviles.

– Pues sí -dijo al fin-. No es sólo mi hija la que oye a los pájaros entonces.

– Es la oscuridad -dijo ella-. La oscuridad nos hace más perceptivos a los sonidos, el olor y el contacto físico.

– Contacto físico -repitió él y se rió en voz baja-. Si amara, señorita Martin, como amó en otro tiempo, o si al menos tuviera la intención de casarse con cierto hombre, ¿pondría objeciones a que la acariciara? ¿A que la besara? ¿Llamaría tontos e innecesarios a los besos y a las caricias?

Claudia se alegró de que estuvieran rodeados por la oscuridad. Tenía rojas las mejillas, seguro.

– ¿Innecesarios? ¿Tontos? No, ninguna de las dos cosas. Desearía y esperaría caricias y besos. En especial si amara.

Él miró alrededor y ella, cayendo en la cuenta de que todavía le tenía cogida la manga, se la soltó.

– Esta misma noche -continuó él-, cuando veníamos en el coche, intenté besar a la señorita Hunt, la única vez que me he tomado esa libertad. Me dijo que no fuera tonto.

Ella sonrió, a su pesar.

– Tal vez se sintió azorada o asustada.

– Ella me lo explicó largo y tendido cuando se lo pregunté. Dijo que los besos son innecesarios y tontos cuando dos personas son perfectas la una para la otra.

Una suave brisa agitaba el follaje y por entre las ramas se filtraban delgadas franjas de luz de luna que jugueteaban en la cara de él. Lo miró sorprendida. ¿Qué había querido decir la señorita Hunt? ¿Cómo podían ser perfectos el uno para el otro cuando ella no deseaba sus besos?

– ¿Por qué se va a casar con ella? -le preguntó.

Él giró la cabeza para mirarla a los ojos y sostuvo la mirada, pero no contestó.

– ¿La ama?

Él sonrió.

– Creo que será mejor que no diga nada más -dijo-. Ya he dicho demasiado, cuando la dama debería poder esperar cierta discreción de mí. ¿Qué tiene usted que invita a hacerle confidencias?

Le tocó a ella no contestar.

Él continuaba mirándola a los ojos. La oscuridad no era total, ni siquiera en los momentos en que no se filtraba la luz de la luna por el follaje.

– ¿Usted se azoraría o se asustaría si yo intentara besarla? -le preguntó él entonces.

Sí a las dos cosas, pensó ella, estaba bastante segura. Pero la pregunta era hipotética.

– No -contestó en voz tan baja que no supo si le había salido el sonido. Se aclaró la garganta-. No.

La pregunta era «hipotética».

Entonces él le acarició la mejilla con las yemas de los dedos, poniendo al mismo tiempo la palma bajo su mentón, y ella comprendió que tal vez no lo fuera.

Cerró los ojos y él posó los labios en los suyos.