Выбрать главу

La conmoción fue terrible. Los labios de él eran cálidos, y los tenía ligeramente entreabiertos. Sintió el sabor del vino que había bebido, y el olor de su colonia. Sintió el calor de su mano y el de su aliento. Oyó el canto del ruiseñor y una risotada de alguien en la distancia.

Y toda ella reaccionó de una manera que después, al recordarlo, la hacía maravillarse de haber podido continuar de pie. Apretó fuertemente las manos a los costados.

El beso duró tal vez unos veinte segundos, tal vez menos.

Pero le removió el mundo hasta los cimientos.

Entonces él levantó la cabeza, bajó la mano y retrocedió un paso, y ella se obligó a recuperar el equilibrio.

– Ya está, ¿lo ve? -dijo, y su voz le sonó desafortunadamente enérgica y exageradamente alegre-. No me he azorado ni asustado. O sea, que en usted no hay nada que asuste o azore.

– No debería haber hecho esto -dijo él-. Lo sie…

Pero ella no le dejó terminar la frase. La mano se le levantó como movida por voluntad propia para cubrirle con dos dedos los labios, esos labios cálidos, maravillosos, que acababan de besar los suyos.

– No lo sienta -dijo, y esta vez la voz le salió menos enérgica, incluso le tembló un poco-. Si lo lamenta yo me sentiré obligada a lamentarlo también, y no lo lamento en absoluto. Es la primera vez que me besan desde hace dieciocho años, y es probable que sea la última en toda la vida que me queda. No deseo lamentarlo, y no deseo que usted lo lamente. Por favor.

Él puso la mano sobre la de ella, le besó la palma y luego se la bajó hasta dejarla apoyada en los pliegues de su corbata. Dado que no estaba tan oscuro ella vio sus ojos brillar de risa.

– Ah, señorita Martin, para mí han sido casi tres años. Somos unos simples mortales penosamente necesitados. Ella no pudo dejar de sonreírle.

– En realidad -dijo-, no me importaría si volviera a besarme.

Sintió terriblemente raro decir eso, como si otra mujer hubiera hablado por su boca mientras la verdadera Claudia Martin miraba con horrorizada sorpresa. ¿De verdad lo había dicho?

– A mí tampoco -dijo él.

Se miraron largamente a los ojos y entonces él le soltó la mano, le rodeó los hombros con un brazo y la cintura con el otro. Ella lo rodeó con los brazos porque no se le ocurrió en qué otro lugar ponerlos. Y levantó la cara hacia la de él.

El suyo era un cuerpo fornido, duro, muy masculino; por un momento se sintió asustada, mortalmente asustada. Sobre todo porque él ya no estaba sonriendo. Y entonces olvidó el miedo y todo lo demás cuando quedó sumergida en el carnal deleite de ser concienzudamente besada. Su cuerpo pareció distenderse bajo su caricia, y ya no era Claudia Martin, próspera empresaria, profesora y directora de escuela.

Era simplemente una mujer.

Palpó los duros músculos de sus anchos hombros y dobló una mano sobre su abundante y cálido pelo. En los pechos sintió la sólida pared del pecho de él. Tenía los muslos apretados a los suyos, y en la entrepierna sintió una fuerte vibración que le subió en espiral por dentro hasta la garganta.

Y no, no estaba analizando cada sensación; simplemente las sentía.

Él abrió la boca sobre la suya y ella también lo hizo, ladeando la cabeza, y se cogió de su pelo cuando él introdujo la lengua y con ella le acarició suavemente todas las superficies blandas y mojadas. Y cuando él la empujó con el cuerpo, llevándola hacia un árbol que estaba a algo más de un palmo por detrás, ella retrocedió hasta poder apoyar la espalda en el tronco, mientras él la exploraba deslizando las manos por sus pechos, caderas y nalgas, y apretándoselas.

Entonces se apretó a ella y sintió la dureza de su miembro excitado, separó las piernas y se frotó contra él, deseando más que ninguna otra cosa sentirlo dentro de su cuerpo, muy profundo. Ah, muy profundo.

Pero en ningún instante olvidó que era con el marqués de Attingsborough con quien estaba compartiendo ese ardiente beso. Y ni por un instante se dejó engañar por ninguna ilusión. Eso era sólo algo pasajero; sólo por un instante.

Pero a veces ese instante es suficiente.

Y a veces lo es todo.

Sabía que nunca lo lamentaría.

También sabía que su corazón sufriría durante un largo periodo de tiempo.

No le importaba. Mejor vivir y sufrir que no vivir.

Sintió la retirada de él en el instante en que él aflojó la presión de sus brazos, la besó suavemente en la boca, en los párpados y las sienes, y luego le puso la mano abierta en la parte de atrás de la cabeza y se la bajó hasta dejarle la cara apoyada en uno de sus hombros, apartándola del tronco del árbol. Entonces sintió pena y alivio. Era el momento de parar; estaban en un lugar casi público.

Con los brazos rodeándole suavemente la cintura sintió salir poco a poco de su cuerpo la tensión de la insatisfacción sexual.

– Acordaremos no lamentar esto, ¿verdad? -Dijo él, pasado un minuto más o menos de silencio, con la boca muy cerca de su oreja-. ¿Ni permitir que cause incomodidad entre nosotros cuando volvamos a encontrarnos?

Ella no contestó inmediatamente. Levantó la cabeza, retiró los brazos de la cintura de él y retrocedió un paso. Mientras lo hacía se revistió muy conscientemente con la persona de la señorita Martin, maestra de escuela otra vez, casi como si fuera una prenda ya tiesa por el desuso.

– Sí a lo primero -dijo-. De lo segundo no estoy nada segura. Tengo la impresión de que a la fría luz del día me voy a sentir muy avergonzada cuando me encuentre cara a cara con usted después de esta noche.

Santo cielo, ahora que lo veía a él en la semioscuridad ya encontraba increíble y terriblemente vergonzoso estar en su presencia, o se lo parecía.

– Señorita Martin -dijo él-. Espero no haber… no puedo…

Ella chasqueó la lengua; no podía dejar que terminara la frase qué humillada se sentiría si él dijera esas palabras en voz alta.

– Por supuesto que no puede -dijo-. Tampoco puedo yo. Tengo una vida y una profesión y a personas que dependen de mí. No espero que mañana por la mañana aparezca en la escalinata de la casa del vizconde Whitleaf con una licencia especial en la mano. Y si lo hiciera, lo enviaría lejos más rápido de lo que tardó en llegar ahí.

– ¿Con cajas destempladas? -dijo él, sonriéndole.

– Con eso «por lo menos».

Entonces le sonrió pesarosa. Qué tonto es el amor, pensó, venir a brotar en un momento imposible y con una persona imposible. Porque claro, estaba enamorada. Y claro, eso era total, totalmente imposible.

– Creo, lord Attingsborough -continuó-, que si hubiera sabido lo que sé ahora cuando entré en el salón para visitas de la escuela y le vi ahí de pie, podría haberlo enviado lejos entonces, con cajas destempladas. Aunque tal vez no. He disfrutado de estas dos semanas más de lo que sabría decir. Y usted ha llegado a caerme bien.

Eso era cierto también. De verdad le caía bien.

Le tendió la mano. Él se la cogió y se la estrechó firmemente. De nuevo estaban levantadas las barreras entre ellos, como debían estarlo.

Entonces pegó un salto, agitando la mano en la de él, porque un fuerte ruido rompió ese casi silencio.

– Ah -dijo él, mirando hacia arriba-, ¡qué oportuno! Los fuegos artificiales.

– ¡Ooh! -Exclamó ella, mirando con él la franja de luz roja que subió en arco rugiendo por encima de los árboles y bajó hasta perderse de vista-. He estado esperándolos con ilusión.

– Venga -dijo él, soltándole la mano y ofreciéndole el brazo-. Volvamos a la amplia avenida para verlos.

– Ah, sí, vamos.

Y a pesar de todo, a pesar de que algo apenas había empezado y también terminado ahí esa noche, se sentía henchida, inundada de felicidad.

Había dicho la verdad uno o dos minutos antes. No se habría perdido esa corta estancia en Londres ni por todas las atracciones del mundo.

Tampoco se habría perdido conocer al marqués de Attingsborough.