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– Diga que va a ir, por favor -dijo la duquesa-. Me complacería enormemente.

– Vamos, Claudia, acepta -la instó Susanna.

Pero a Claudia se le había ocurrido una idea, y sólo por eso no dijo un no instantáneo y muy rotundo.

– Me gustaría saber una cosa -dijo-. ¿Se resistiría a la idea de «once» niñas en lugar de diez, excelencia?

Lady Hallmere arqueó las cejas.

– Diez, once, veinte -dijo la duquesa alegremente-. Que vayan todas. Y lleve al perro también. Tendrá muchísimo espacio para correr. Y yo creo que todos los niños lo van a mimar desvergonzadamente.

– Hay otra niña -dijo Claudia-. El señor Hatchard, mi agente aquí en la ciudad, me habló de ella. A veces me recomienda casos de niñas desamparadas si cree que yo puedo hacer algo para ayudarlas.

– Yo fui una de ellas -dijo Susanna-. ¿Has estado con esa niña, Claudia?

– Sí -dijo Claudia, ceñuda. Detestaba mentir, pero era necesario-. No sé muy bien si le conviene ni si desea ir a mi escuela. Pero… tal vez.

La duquesa se levantó.

– Las dos serán bienvenidas -dijo-, pero ahora debemos marcharnos. La intención era que esta visita fuera breve, puesto que no es en absoluto la hora en que se considera de buen gusto hacer las visitas ¿verdad? ¿Las veremos a las dos en el baile de la señora Kingston esta noche?

– Allí estaremos -contestó Susanna.

– Gracias -dijo Claudia-. Iré a Lindsey Hall, excelencia, y ayudaré a Eleanor a cuidar de las niñas. Sé que ella espera poder pasar algún tiempo con su madre, y ahora que usted tiene la intención de quedarse en casa, ella deseará estar un tiempo con usted también.

– ¡Ah, espléndido! -Dijo la duquesa, al parecer verdaderamente complacida-. Este va a ser un verano delicioso.

Un verano delicioso, desde luego, pensó Claudia, sarcástica. ¿Qué diablos acababa de aceptar? ¿Ese verano iba a ser un periodo para retroceder en el tiempo y recordar y afrontar horrores del pasado y tal vez exorcizarlos?

Peter acababa de entrar en la sala a saludar a las visitas. Él y Susanna bajaron con ellas para despedirlas. Lady Hallmere se quedó atrás, retenida tal vez por una mirada muy directa de Claudia.

– Tal vez Edna Wood le ha dicho -dijo Claudia-, o tal vez no, que yo no aprobé que aceptara el empleo con usted. Fue decisión suya ir a la entrevista y aceptar el puesto, y yo debo respetar su derecho a hacerlo. Pero no me gusta, y no me importa decírselo.

Lady Freyja Bedwyn había sido una chica de rasgos algo raros: pelo rubio rebelde, cejas más oscuras, piel levemente trigueña y nariz bastante prominente. Seguía teniendo esos rasgos, pero, por lo que fuera, se habían configurado de tal manera que la hacían espectacularmente guapa. Eso la fastidiaba; habría sido mejor si la niña se hubiera convertido en una mujer fea. Lady Hallmere sonrió.

– Le ha durado mucho el rencor, señorita Martin -dijo-. Rara vez he admirado a nadie tanto como la admiré a usted cuando se marchó por el camino de entrada, a pie y llevando a mano su equipaje. Desde entonces la he admirado. Buenos días.

Dicho eso salió detrás de sus cuñadas.

¡Bueno!

Claudia volvió a sentarse ante el escritorio y le rascó las orejas al perro. Si la intención de la mujer había sido cortarle las alas, anudarle la lengua y enredarle las metáforas, lo había conseguido totalmente.

Pero no tardó en volver sus pensamientos a la invitación de la duquesa de Bewcastle y a su propia idea luminosa. ¿Significaba eso que ya había tomado una especie de decisión respecto a Lizzie Pickford? Tendría que hablarlo con el marqués, lógicamente. Ah, caramba, sí que iba a encontrar embarazoso encontrarse con él cara a cara. Pero debía hacerlo. Eso era un asunto de negocios.

¿Tendría él pensado ir al baile de los Kingston? Ella seguro que iba a ir. Susanna y Peter se lo dijeron durante el desayuno y, sin saber cómo, se sintió atrapada en esa locura llamada temporada de primavera y se dejó llevar por la corriente. Una parte muy grande de su ser ansiaba estar de vuelta en casa, en Bath, de vuelta en su mundo conocido.

Y una parte muy pequeña recordaba el beso de esa noche y, perversamente, deseaba seguir ahí un tiempecito más.

Suspirando, intentó volver la atención a la carta que le estaba escribiendo a Eleanor. El perro se echó a sus pies y volvió a dormirse.

Cuando Joseph llegó al baile de los Kingston esa noche, tarde, ya estaba avanzado el primer conjunto de contradanzas. Se había retrasado porque Lizzie le pidió que le contara otra historia más antes de dormirse. Su necesidad de él era mayor ahora que no estaba la señorita Edwards.

Después de saludar a la anfitriona se detuvo en la puerta del salón de baile buscando caras conocidas. A un lado vio a Elizabeth, la duquesa de Portfrey, que no bailaba. Habría ido a reunirse con ella, pero estaba conversando con la señorita Martin. En un momento de cobardía, muy impropio de él, simuló que no las había visto, aun cuando Elizabeth le había sonreído y medio levantado una mano. Echó a andar hacia el otro lado, en dirección a Neville, que estaba mirando bailar a Lily con Portfrey, su padre.

– Estás enfurruñado, Joe -dijo Neville, llevándose el monóculo al ojo.

Joseph lo obsequió con una exagerada sonrisa.

– ¿Sí?

– Sigues enfurruñado -dijo Neville-. Te conozco, ¿no lo recuerdas? ¿No tenías que bailar el primer baile con la señorita Hunt, por casualidad?

– Buen Dios, no. En ese caso no habría llegado tarde. He estado con Lizzie. Esta tarde pasé a ver a Wilma, casi al final de su té semanal. Todas las invitadas ya se estaban marchando, y por lo tanto quedé como blanco fácil para uno de sus sermones.

– Supongo que opina que deberías haberte asegurado el primer baile con la señorita Hunt. Siempre me he alegrado, Joe, de que Wilma sea tu hermana y Gwen la mía, y no al revés.

– Gracias -dijo Joseph, irónico-. Pero no fue por eso solamente. Sino por mi conducta de anoche.

Neville arqueó las cejas.

– ¿De anoche? ¿En Vauxhall?

– Parece que desatendí a la señorita Hunt por ser equivocadamente cortés con la anticuada maestra de escuela.

– ¿Anticuada? ¿La señorita Martin? -exclamó Neville, girándose a mirarla-. Ah, pues yo no diría eso, Joe. Tiene una cierta elegancia discreta, aun cuando no vista a la última moda ni esté en los primeros arreboles de la juventud. Y es tremendamente inteligente y está bien informada. A Lily le gusta. A Elizabeth también. Y a mí. Pero la señorita Hunt le dijo algo similar a Wilma anoche. Lily la oyó, y lo encontró bastante insultante para Lauren, que había invitado a la señorita Martin a formar parte del grupo. Y yo también lo encuentro. Pero supongo que no debería decírtelo.

Joseph frunció el ceño. Acababa de ver a la señorita Hunt. Estaba bailando con Fitzharris. Llevaba un vaporoso tul dorado sobre un vestido de seda blanca; el vestido le ceñía su cuerpo perfecto, dándole la apariencia de una diosa griega; el escote era bastante bajo, para enseñar sus principales encantos. Por entre sus rizos rubios pasaba una cadenilla de oro.

– Va a estar en Alvesely -dijo-. Wilma se las arregló para sacarle una invitación a Lauren estando ella presente, y Lauren no tuvo otra alternativa supongo. Sabes cómo es Wilma para salirse con la suya.

– ¿En Alvesley? -Dijo Neville-. Aunque supongo que Lauren la habría invitado de todos modos después de vuestro compromiso. ¿Eso es inminente, supongo?

– Eso creo.

Neville lo miró fijamente.

– Lo divertido fue -continuó Joseph- que el sermón de Wilma incluyó el detalle de que mientras yo estaba atendiendo a la señorita Martin, McLeith estaba hechizando a la señorita Hunt. Me advirtió que si no iba con cuidado podría perderla. Al parecer se veían muy complacidos los dos juntos.