– Ja -dijo Neville-. Así que estás a punto de que te planten, ¿eh, Joe? ¿Quieres que vea si puedo acelerar el proceso?
Joseph arqueó las cejas.
– ¿Por qué crees que yo podría desear eso?
Neville se encogió de hombros.
– Tal vez simplemente te conozco demasiado bien, Joe. Lady Balderston está haciendo señas hacia aquí, y me imagino que no es a mí.
– La contradanza está terminando -dijo Joseph-. Será mejor que vaya a reunirme con ellas y le pida el siguiente baile a la señorita Hunt. ¿Y qué diablos quieres decir con eso de que me conoces demasiado bien?
– Permíteme decir solamente que creo que el tío Webster no te conoce. Wilma tampoco. Ellos piensan que debes casarte con la señorita Hunt. Lily piensa todo lo contrario. Normalmente me fío de los instintos de Lily. Ah, ya ha terminado la contradanza. Vete.
Nev podría haberse guardado para él su opinión y la de Lily, pensó Joseph irritado mientras atravesaba el salón. Ya era demasiado tarde para no proponerle matrimonio a la señorita Hunt, ni aunque fuera eso lo que deseaba. Bailó con ella, tratando de no distraerse mirando a la señorita Martin, que estaba en la hilera de damas, dos puestos más allá, sonriéndole a McLeith, su pareja, que se encontraba justo frente a ella. Y tuvo la impresión de que ella estaba haciendo denodados esfuerzos en no mirarlo a él. De nuevo, como había hecho con mucha frecuencia a lo largo del día, contempló lo ocurrido esa noche pasada con cierta incredulidad, pensando cómo era posible que hubiera ocurrido. No sólo la había besado, sino que la había deseado con unas ansias tan intensas que casi lo hicieron olvidar toda prudencia y sentido común.
Menos mal que estaban en un lugar casi público porque a saber a qué los habría llevado ese apasionado abrazo.
La siguiente contradanza la bailó con la señorita Holland, como solía hacer en los bailes de esa primavera, porque con mucha frecuencia ella era una de las feas del baile, y su madre era tan indolente que no se preocupaba de buscarle pareja. Y luego, después de presentársela al ruborizado Falweth, que jamás lograba reunir el valor necesario para elegir a sus parejas, fue a unirse a un grupo de conocidos y allí se quedó, conversando cordialmente y mirando otra vigorosa contradanza.
Cuando estaba terminando la música aceptó la invitación a la sala de cartas para jugar una o dos manos con algunos de sus acompañantes. Entonces se dio cuenta de que no había visto bailar a la señorita Martin; tampoco había bailado la primera. Detestaría verla como la fea del baile, aunque claro, no era una jovencita en busca de marido.
Buscando vio que estaba sentada en un canapé semicircular de dos asientos conversando con McLeith. Él estaba sonriendo y hablando muy animado, y ella escuchando atentamente. Tal vez, pensó, después de todo ella estuviera contenta de haberse reencontrado con su ex amante. Tal vez ese romance abortado estuviera a punto de re-encenderse.
Entonces ella levantó la vista y lo miró, de una manera que lo hizo comprender que ella sabía que él estaba ahí. Y, al instante, desvió la mirada.
Eso era ridículo, pensó. Estaban como un par de púberes que un día se roban un beso detrás del establo y después se sienten eternamente muertos de vergüenza. Pero ellos, la señorita Martin y él, eran adultos. Lo que hicieron esa noche lo hicieron por mutuo consentimiento, y los dos acordaron no lamentarlo. Y una vez dicho y hecho, lo único que se dieron fue un beso. Un beso algo ardiente, cierto, pero aún así…
– Seguid sin mí -dijo a sus acompañantes-. Hay una persona con la que necesito hablar.
Y antes de que se le ocurriera un pretexto para mantenerse alejado de ella, atravesó el salón en dirección al canapé.
– ¿McLeith? ¿Señorita Martin? -saludó, haciendo una cortés venia a cada uno-. Señorita Martin, ¿está libre para la siguiente contradanza? ¿Me haría el honor de bailarla conmigo? -Y entonces recordó-. Ah, es un vals.
¡Un vals!
Claudia nunca lo había bailado aunque conocía los pasos por haberlo visto bailar muchas veces, y una o dos, bueno, tal vez más de dos, lo había bailado en su sala de estar particular con una pareja imaginaria.
¿Y ahora le pedían que bailara uno en un baile de la alta sociedad? ¿Y con el marqués de Attingsborough?
– Sí, gracias -dijo.
Le hizo un gesto de asentimiento a Charlie, con el que había estado sentada conversando la pasada media hora después de bailar con él.
El marqués ya tenía alargada la mano; se la cogió y se levantó. Al instante sintió el olor de su colonia y al instante se sintió tragada por el azoramiento, otra vez.
Sólo la noche pasada…
Cuadró los hombros e inconscientemente apretó los labios dejándose llevar por él hasta la pista de baile.
– Espero no hacer un absoluto ridículo -dijo con voz enérgica cuando él se volvió hacia ella-. Nunca he bailado un vals.
– ¿Nunca?
Lo miró a los ojos justo en el instante en que se le llenaban de risa.
– Sé dar los pasos -lo tranquilizó, sintiendo arder las mejillas-, pero nunca lo he bailado de verdad.
Él no dijo nada y no cambió su expresión. De pronto ella se rió fuerte y él ladeó ligeramente la cabeza y la miró con más atención, aunque lo que podría estar pensando no logró imaginárselo.
– Podría lamentar habérmelo pedido -dijo.
– Lo mismo me dijo cuando aceptó que yo la acompañara a Londres -contestó él-. Y eso todavía no lo lamento.
– Esto es diferente -dijo ella viendo que los iban rodeando más parejas-. Trataré de no dejarlo en ridículo. La galantería le prohíbe echarse atrás ahora, ¿verdad?
– Supongo que podría postrarme un acceso de nervios o incluso algo más irrefutable como un ataque al corazón. Pero no haré nada de eso. Confieso que siento curiosidad por ver cómo se desenvuelve durante su primer vals.
Ella volvió a reírse, y la risa paró bruscamente cuando él le puso una mano en la espalda, a la altura de la cintura y con la otra le cogió la mano derecha. Ella puso la izquierda en su hombro.
¡Ah, caramba!
Entraron en torrente los recuerdos de la noche pasada, haciéndole arder más aún las mejillas. Resueltamente buscó otra cosa en qué pensar.
– Necesito hablar con usted.
– ¿Le debo una disculpa? -preguntó él al mismo tiempo
– De ninguna manera.
– ¿Sí?
Nuevamente hablaron al mismo tiempo y luego se sonrieron en silencio.
La conversación tendría que esperar. Comenzó la música.
Durante un minuto más o menos el susto la hizo olvidar los pasos que nunca había dado con una pareja. Pero él era un excelente guía, comprendió cuando su mente volvió a ser capaz de tener un pensamiento racional. Entonces comprobó que la llevaba dando los pasos más básicos y, milagrosamente, ella lo seguía sin cometer ningún error horroroso. Además, cayó en la cuenta de que estaba contando mentalmente, aunque sospechó que tal vez también movía los labios. Los dejó quietos.
– Creo que está condenada al olvido, señorita Martin -dijo él-. No va a hacer el ridículo y la verdad es que nadie ni siquiera se fija en nosotros.
La miró con expresión apenada y ella le sonrió.
– Y cualquiera que se fije no tardará en expirar de aburrimiento -añadió ella-. Somos la pareja menos digna de mirar en la pista.
– Bueno, eso me parece un reto a mi orgullo masculino.
Aumentó la presión de su mano en la cintura y la llevó girando, girando y girando hasta dar la vuelta por la esquina de la pista.
Ella se refrenó por un pelo de gritar. Y en lugar de gritar se rió.
– Ah, eso ha sido maravilloso. Intentémoslo otra vez. ¿O sería tentar al destino? ¿Cómo ha conseguido que mis zapatos no se metieran debajo de los suyos?
– Ejem -dijo él, aclarándose la garganta-. Creo que eso ha tenido algo que ver con mi pericia, señora.
Y volvió a llevarla girando.
Nuevamente ella se rió, por la euforia del baile y la maravillosa novedad de estar bromeando con un hombre. Él le gustaba, sí, le gustaba extraordinariamente. Lo miró a los ojos para compartir el placer.