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Y entonces notó algo más. Algo más que euforia, algo más que placer. Notó…

Ah, no había palabras para expresarlo.

Ese era un momento con el que viviría y soñaría el resto de su vida. De eso estaba absolutamente segura.

Continuó la música, los bailarines siguieron girando, entre ellos, ella y el marqués de Attingsborough, y el mundo era un lugar maravilloso.

Entonces la música se hizo más lenta, señal segura de que el vals estaba a punto de terminar.

– ¡Oh! -exclamó-. ¿Ya se ha acabado?

Su primer vals. Y sin duda el último.

– Su primer vals está a punto de pasar a la historia, una lástima -dijo él, como si le hubiera leído el pensamiento.

Entonces ella recordó que necesitaba hablar con él; era un punto y aparte del momento de bromas al comienzo del vals que acababan de bailar en silencio.

– Ah, necesito hablar con usted, lord Attingsborough -dijo-. ¿Tal vez en algún momento mañana?

– Ya antes de que comenzara el vals -dijo él-, estaba mirando con cierta melancolía esas puertas cristaleras. Y ahora salir por ellas se ha convertido en franco deseo. Dan a una terraza. Y, más importante aún, hay aire fresco. ¿Salimos a caminar si no tiene comprometido el siguiente baile?

– No lo tengo comprometido -dijo ella, mirando hacia las puertas abiertas y la oscuridad iluminada por las lámparas más allá.

Tal vez después de la noche pasada eso no sería prudente.

Pero él ya le estaba ofreciendo el brazo, así que se lo cogió. Él la llevó por en medio del gentío hasta que salieron a la terraza.

Esa noche sería diferente.

Esa noche tenían asuntos serios de los que hablar.

CAPÍTULO 12

Sí que se estaba fresco fuera, deliciosamente fresco, en realidad. Pero no eran los únicos que habían aprovechado las puertas abiertas para escapar del calor del salón de baile un rato, observó Joseph; había varias personas en la terraza.

– En el jardín hay lámparas encendidas -dijo-. ¿Bajamos a dar un paseo?

– Muy bien -dijo ella, con su voz de maestra de escuela; ¿se daría cuenta de que tenía dos voces distintas?, pensó él-. Lord Attingsborough…

No continuó, porque él le puso la mano sobre la que ella tenía en su brazo, pero giró la cara para mirarlo. Él tenía que hablar primero; era necesario mencionar la noche pasada.

– ¿Estaba tan avergonzada como yo al comienzo de esta velada? -le preguntó.

– Ah, más -dijo ella, con su habitual franqueza.

– Y, ¿ahora no?

– No, aunque tal vez es una suerte que ya no me vea el color de las mejillas.

Ya estaban en el jardín, que no estaba brillantemente iluminado. Él la llevó por un sendero que salía a la izquierda y luego hacía una curva.

– Estupendo. -Se rió y le dio una palmadita en la mano-. Yo tampoco. Lo recuerdo con placer y no lo lamento, aunque podría deshacerme en disculpas si las considerara necesarias.

– No lo son.

Él pensó, no por primera vez, si ella sería una mujer esencialmente solitaria. Pero tal vez era su arrogancia masculina la que lo hacía pensar que podría serlo. Decididamente había demostrado que una mujer es capaz de llevar una vida plena y productiva sin un hombre. Pero claro, la soledad no estaba limitada a las mujeres. Porque a pesar de todos los familiares, amigos y conocidos que lo rodeaban casi constantemente y las actividades que llenaban sus días, era fundamentalmente un hombre solitario.

A pesar de Lizzie, a la que quería más que a su vida, se sentía solo. Ese reconocimiento lo sorprendió. Se sentía solo porque le hacía falta una mujer que pudiera llegar a su corazón y llenarlo. Pero ya era improbable que la encontrara. Estaba casi seguro de que Portia Hunt nunca encajaría en ese papel.

– ¿Nos sentamos? -sugirió cuando llegaron a un pequeño estanque de nenúfares, a cuya orilla había un rústico banco de madera bajo las ramas de un sauce.

Se sentaron.

– Este lugar es maravillosamente fresco -dijo ella-. Y silencioso.

– Sí.

– Lord Attingsborough -dijo ella, nuevamente con voz enérgica-. La señorita Thompson, la profesora que vio cuando salimos de Bath, la mayor de las dos, va a llevar a nuestras diez niñas de régimen gratuito a pasar una parte del verano a Lindsey Hall. Es la hermana de la duquesa de Bewcastle, ¿sabe?

– Ah -dijo él, viendo en su mente la imagen de Bewcastle sentado a su mesa con diez escolares y conversando con ellas.

– La duquesa me ha invitado a ir también.

Él sintió una instantánea diversión, recordando lo que ella le había contado sobre su experiencia como institutriz ahí. Giró la cabeza para sonreírle. Veía tenuemente su cara a la luz de una lámpara que colgaba del árbol.

– ¿A Lindsey Hall? ¿Estando ahí Bewcastle? ¿Va a ir?

– He dicho que sí -contestó ella, mirando fijamente el agua, como si esta la hubiera ofendido-. Va a estar lady Hallmere también.

Él se rió en voz baja.

– Dije que sí porque se me ocurrió una idea -continuó ella-. Pensé que tal vez iría bien que me llevara a Lizzie conmigo.

Él se puso serio al instante. Lo recorrió un escalofrío. Había deseado ardientemente que ella considerara que la escuela era una posibilidad para su hija. También había deseado, acababa de comprender, que no la considerara una posibilidad. La verdadera posibilidad de estar separado de Lizzie durante meses seguidos era horrorosa, la sentía como un castigo.

– Podría ser un buen periodo de prueba -dijo ella-. Lizzie necesita aire, ejercicio y… diversión. En Lindsey Hall tendrá las tres cosas. Conocerá a Eleanor Thompson y a diez de las niñas de la escuela. Estará conmigo diariamente. Esto nos dará a todos la oportunidad de descubrir si la escolaridad le será beneficiosa y si Eleanor y yo podemos ofrecerle lo suficiente para que valga la pena la experiencia y el precio. Y esto se hará en el ambiente relajado de unas vacaciones.

Él no logró encontrarle ningún defecto a su razonamiento. La sugerencia era eminentemente sensata, pero algo parecido al terror le había formado un nudo en el estómago.

– Lindsey Hall es una casa grande -dijo-. Y el parque es enorme. Se sentiría terriblemente desconcertada.

– Mi escuela es grande, lord Attingsborough -dijo la señorita Martin.

– Pero eso sería diferente, ¿no?

Se inclinó, apoyó los codos en las rodillas, con las manos colgando sueltas entre ellas. Bajó la cabeza y cerró los ojos. Estuvieron un largo rato en silencio mientras el aire traía los sonidos de música, voces y risas procedentes del salón de baile. Ella fue la que rompió el silencio:

– Usted concibió la idea de enviar a Lizzie a la escuela no porque eso resolvería el problema de quién cuidaría de ella ni porque desee librarse de su hija, aunque creo que usted teme que esos sean sus motivos. No tiene que temer nada de eso. He visto cómo la quiere. Ninguna niña ha sido jamás más amada.

Habló con su otra voz, notó él, su voz de mujer.

– ¿Por qué, entonces, me siento como si fuera a traicionarla?

– Porque es ciega. Y porque es ilegítima. Y desea protegerla de las consecuencias de ambas cosas ahogándola con su cariño.

– Ahogándola -repitió él, sintiendo un sordo dolor en el corazón-. ¿Es eso lo que le hago? ¿Es eso lo que he hecho siempre? Comprendió que ella tenía razón.

– Ella tiene tanto derecho a vivir como cualquier otra persona -le dijo-. Tiene igual derecho a tomar sus decisiones, a explorar su mundo, a soñar con su futuro y a trabajar para hacer realidad esos sueños. No estoy segura de que la escuela sea lo que le conviene, lord Attingsborough. Pero bien podría ser lo mejor dadas las circunstancias.

Las circunstancias dadas eran que Sonia había muerto y él estaba a punto de casarse con Portia Hunt y habría muy poco espacio en su vida para su hija.