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– ¿Y si ella no desea ir? -preguntó.

– Entonces habrá que respetar sus deseos y buscar otra opción. Estas son mis condiciones, verá, es decir, si usted aprueba mi plan. Lizzie debe estar de acuerdo también. Y si al final del verano yo decido ofrecerle una plaza en mi escuela ella debe ser la que la acepte o la rechace. Esa será siempre mi condición, ya se lo he dicho antes.

Él se pasó las manos por la cara y se enderezó.

– Debe de considerarme un ser muy lastimoso, señorita Martin.

– No. Simplemente un padre preocupado y amoroso.

– No siempre me siento un padre. He considerado seriamente la posibilidad de llevarla a Norteamérica conmigo para labrarnos allí una nueva vida. Podría estar con ella todo el tiempo. Los dos seríamos felices.

Ella no contestó y él se sintió tonto. Sí que había pensado en llevarse a Lizzie a Norteamérica, pero siempre había sabido que no lo haría, que «no podía». Algún día sería el duque de Anburey, y muchas vidas dependerían de él, y tendría muchísimas obligaciones.

Muchas veces la idea de libertad de elección es pura ilusión. Entonces le vino un pensamiento y lo sorprendió que no se le hubiera ocurrido antes.

– Pero yo estaré cerca -dijo, levantando la cabeza y girándola para mirarla-. Yo voy a estar en Alvesley Park, con motivo del aniversario de bodas de los condes de Redfield. Alvesley está a sólo unas millas de Lindsey Hall, ¿lo sabía?

– Sí. Y también sabía lo de la fiesta porque Susanna y Peter van a ir. Pero no sabía que usted también estaría ahí.

– Podré ver a Lizzie. Podré pasar un tiempo con ella.

– Sí, si lo desea -dijo ella, mirándolo fijamente.

– ¿Si lo deseo?

– A sus familiares y amistades podría extrañarles su interés por una simple niña de mi escuela que está en ella por caridad.

– ¿Por caridad? -dijo él, ceñudo-. Le pagaré el doble de lo que cobra, señorita Martin, si Lizzie está dispuesta a ir a su escuela y hay probabilidades de que sea feliz ahí.

– Le dije a la duquesa que la niña a la que podría llevar conmigo es una desamparada que me recomendó el señor Hatchard. Supongo que no desea que se sepa la verdad.

Él la miró algo enfadado y luego desvió la cara y cerró los ojos. Su madre, su padre, Wilma, la familia de Kit, la familia de Bewcastle, todos se ofenderían si descubrían que su hija estaba en Lindsey Hall mientras él se encontraba cerca en Alvesley. Por no decir Portia Hunt. Los caballeros no exhiben a sus hijos ilegítimos ante sus familias legítimas ni ante sus amistades y conocidos.

– Entonces, ¿tendré que comportarme como si me avergonzara de la persona más preciosa de mi vida? -Era una pregunta superflua, lógicamente, y ella no la contestó-. Iré a verla y pasaré un tiempo con ella de todos modos. Sí, convenido, entonces, señorita Martin. Lizzie irá a Lindsey Hall, si acepta, por supuesto, y entre usted, ella y la señorita Thompson decidirán si después podrá asistir a la escuela de Bath.

– No se trata de su ejecución, lord Attingsborough, ¿lo sabe?

Nuevamente él giró la cabeza para mirarla y se rió suavemente, aunque sin humor.

– Debe comprender que se me está rompiendo el corazón -dijo.

Entonces captó la exageración sentimental de sus palabras y pensó si podrían ser ciertas.

– Lo comprendo -dijo ella-. Ahora bien, debo volver a ver a Lizzie. Debo hablar con ella y ver si logro persuadirla de ir a pasar unas semanas del verano a Lindsey Hall con algunas niñas y conmigo. No sé qué responderá, pero creo que en su hija hay más de lo que usted ha estado dispuesto a reconocer, lord Attingsborough. Ha estado cegado por el amor.

– Bonita ironía esa. ¿Mañana, entonces? ¿A la misma hora de siempre?

– Muy bien. Y si puedo llevaré al perro. Es un animalito amistoso, y es posible que a ella le guste.

Seguía sentada inmóvil. Con la cara mitad a la luz y mitad a la sombra se veía muy atractiva. Le era difícil recordar su primera impresión de ella cuando entró en el salón para visitas de su escuela, con expresión severa y sin humor.

– Gracias -dijo. Le cubrió las dos manos con una de él-. Es usted muy generosa.

– Y tal vez muy tonta. ¿Cómo diablos le puedo ofrecer algún tipo de educación a una persona que no ve? Nunca me he considerado hacedora de milagros.

Él no tenía ninguna respuesta. Pero dobló la mano sobre la suya y se la llevó a los labios.

– Le agradezco lo que ha hecho y lo que está dispuesta a hacer -dijo-. Ha mirado a mi hija no como a una hija ilegítima que además tiene la desventaja de ser ciega, sino como a una persona digna de llevar una vida que merezca la pena vivirse. La ha persuadido de correr, reír y gritar con alegría igual que cualquier otra niña. Ahora está dispuesta a darle un verano de diversión que sin duda ella no se ha imaginado ni en sus sueños más locos, ni yo.

Creo que si fuera papisa me canonizarían, lord Attingsborough.

A él le encantó ese humor mordaz y se rió.

– Creo que ha parado la música -dijo. Guardó silencio un momento para escuchar-. Y era el baile anterior a la cena. ¿Me permite que la acompañe al salón comedor y le llene un plato?

Ella se tomó su tiempo para contestar. Él cayó en la cuenta de que todavía tenía la mano en su regazo.

– Bailamos un vals y después salimos juntos del salón -dijo al fin-. Tal vez causaríamos una errónea impresión si nos sentáramos juntos a cenar también. Tal vez debería ir a sentarse con la señorita Hunt, lord Attingsborough. Yo me quedaré aquí un rato. No tengo hambre.

Él estuvo a punto de decir «Al diablo la señorita Hunt», pero se refrenó a tiempo; ella no había hecho absolutamente nada para merecer esa falta de respeto, y sí podía decirse que él la había descuidado un tanto esa noche; sólo había bailado una vez con ella.

– ¿Teme que piensen que yo ando en escarceos amorosos con usted?

Ella lo miró y él vio que tenía una expresión de diversión en la cara.

– Dudo muchísimo que alguien piense eso. Pero bien podrían pensar que yo ando a la caza de usted.

– Se menosprecia.

– ¿Se ha mirado en un espejo últimamente? -le preguntó ella.

– ¿Y lo ha hecho usted?

Pasado un instante ella sonrió.

– Es usted galante y amable. Puede que le alivie saber que no voy detrás de usted para cazarlo.

Él volvió a levantarle la mano para besársela y después, en lugar de soltársela, entrelazó los dedos con los suyos y apoyó las manos entrelazadas en el asiento, entre ellos. Ella no hizo ningún comentario ni intentó retirar la mano.

– Si no tiene hambre -dijo-, me quedaré aquí sentado con usted hasta que se reanude el baile. Se está muy bien aquí.

– Sí.

Y tal como estaban continuaron ahí sentados un largo rato, sin hablar. Casi todos los demás debían de haber ido a cenar, incluidos los miembros de la orquesta. Si no fuera por el sonido de voces procedente de la terraza, podrían considerar que estaban totalmente solos. La luz de la lámpara iluminaba el estanque, destacando los contornos de varios grupos de nenúfares. Una suave brisa agitaba las ramas del sauce delante de ellos. El aire estaba fresco, tal vez más que solamente fresco. La sintió tiritar.

Le soltó la mano y se quitó la chaqueta de noche, tarea nada fácil, pues estaba confeccionada de forma que se le ciñera absolutamente el cuerpo según los dictámenes de la moda, se la puso sobre los hombros y dejó el brazo ahí, para afirmársela. Con la otra mano volvió a coger la de ella.

Ninguno de los dos dijo nada. Ella no puso ninguna objeción a que le rodeara los hombros con el brazo y tuviera su mano en la de él; no percibió en ella ni rigidez ni complacencia ante su contacto.

Se relajó.

Entonces se le ocurrió la extraordinaria idea, no por primera vez, de que tal vez se estaba enamorando un poquitín de la señorita Martin. Pero era una idea ridícula. Le gustaba, la respetaba, le estaba agradecido. Con la gratitud se mezclaba incluso un poco de ternura, porque ella había sido tan amable con Lizzie, sin manifestar ninguna indignación moral hacia él por haber engendrado una hija ilegítima.