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Él levantó los ojos hacia los de ella sin levantar la cabeza y emitió un largo suspiro, al tiempo que golpeaba el sofá con la cola.

– ¡Exactamente! -convino ella-. Todos los machos os creéis irresistibles.

De Derbyshire habían llegado unos primos de lady Balderston, y Joseph estaba invitado a cenar con la familia y a acompañarlos después a la ópera.

Todavía no había pedido una cita a Balderston para hablar con él, pero lo haría, tal vez esa noche. Su indecisión para dar el paso ya se le estaba volviendo embarazosa.

Tal vez esa noche intentaría nuevamente cortejar a Portia Hunt. Ella tenía que tener un lado más blando que el que demostró tener durante el trayecto a Vauxhall, y él debía encontrarlo. Sabía que, en general, las damas lo encontraban encantador y atractivo, aunque rara vez aprovechaba eso para coquetear o entregarse a escarceos amorosos. «Rara vez» era la expresión clave. Se sentía incómodo por sus tratos con la señorita Martin. Y, sin embargo, no los sentía como coqueteos ni escarceos amorosos. Detestaba pensar en cómo los sentía.

A causa de eso se sintió algo deprimido toda la mañana, mientras combatía en el Salón de Boxeo para Caballeros de Jackson. Cuando esa tarde llegó a la casa de Whitleaf en Grosvenor Square ya estaba resuelto a que todo versara sobre el asunto serio que tenían entre manos. Iba a llevar a la señorita Martin a ver a Lizzie para que le hiciera la propuesta para el verano y la dejara decidir a ella. La intervención de él tenía que ser mínima.

Cuando ella bajó la escalera, al ser llamada por el mayordomo, vio que llevaba un vestido sencillo, como siempre, el mismo con que fue a la merienda, aunque se lo habían planchado; también llevaba la misma pamela de paja. Y al perro en brazos.

Se veía como una mujer a la que conocía de toda su vida. Le parecía un trocito de hogar, lo que fuera que su mente quiso decir al presentarle esa extraña idea.

– Los dos estamos listos -dijo ella, con su voz enérgica.

– ¿De veras quieres llevar al perro, Claudia? -le preguntó Whitleaf-. Puedes dejarlo aquí con nosotros, sin ningún problema.

– Le irá bien airearse un poco -dijo ella-, pero, gracias, Peter. Eres extraordinariamente amable, si tenemos en cuenta que no tuviste muchas opciones -se rió- entre aceptarlo a él o echarme a la calle a mí.

– Vete, entonces, y que lo pases bien -le dijo Susanna, aunque Joseph vio que lo miraba a él, con una expresión de curiosidad en los ojos.

Por primera vez se le ocurrió pensar que, al no saber la verdadera naturaleza de las salidas de la señorita Martin con él, ella y Whitleaf debían de preguntarse qué diablos se proponía él, dado sobre todo que era probable que supieran que, a todos los efectos, era un hombre comprometido. Había puesto en una posición embarazosa a la señorita Martin, comprendió.

Emprendieron la marcha en el tílburi. Ya no hacía tanto calor como antes; unas cuantas nubes le quitaban mordacidad a la temperatura cuando tapaban el sol.

– ¿Adonde le ha dicho a Susanna que iba esta tarde? -le preguntó.

– A dar un paseo por el parque.

– ¿Y las otras veces?

– A dar un paseo por el parque -repuso ella, con toda su atención concentrada en el perro.

– ¿Y qué ha dicho ella acerca de todos estos paseos?

Giró la cabeza a tiempo para verla ruborizarse y luego bajarla.

– Ah, nada. ¿Qué tendría que decir?

Debían pensar que él estaba tonteando con ella al mismo tiempo que cortejaba a la señorita Hunt. Y lo peor de todo era que no iban muy descaminados. Hizo un mal gesto para su coleto. Todo eso tenía que ser muy molesto para ella.

Se hizo el silencio. Pero ese día debía evitar el silencio a toda costa, decidió pasado un momento, y al parecer ella estaba de acuerdo. Durante todo el trayecto hasta la casa conversaron alegremente sobre los libros que habían leído los dos. Pero no fue una conversación forzada ni incómoda, como él habría supuesto. Fue una conversación animada e inteligente. Hasta habría deseado que el trayecto fuera más largo.

Lizzie estaba en el salón de arriba esperándolo. Lo abrazó echándole los brazos al cuello, como siempre, y luego ladeó la cabeza.

– Alguien ha venido contigo, papá -dijo-. ¿Es la señorita Martin?

– Sí -dijo él, y vio que se le alegraba la cara.

– Y no sólo yo -contestó ésta-. He traído a alguien a conocerte, Lizzie. Al menos es casi alguien. He traído a Horace.

¿Horace? Joseph la miró divertido, pero ella tenía toda la atención concentrada en su hija

– ¡Ha traído a su perro! -exclamó Lizzie justo en el instante en que el collie decidió ladrar.

– Desea ser tu amigo -le explicó la señorita Martin al verla retroceder-. No te hará absolutamente ningún daño. Yo lo tengo cogido firme de todos modos. Venga, déjame cogerte la mano.

Se la cogió, se la puso sobre la cabeza del perro y luego se la guió por el lomo. El perro giró la cabeza y le lamió la muñeca. Lizzie retiró bruscamente la mano pero después chilló de risa.

– ¡Me ha lamido! A ver, déjeme tocarlo otra vez.

– Es un border collie -explicó la señorita Martin, cogiéndole nuevamente la mano y guiándosela por la cabeza del perro-. Es una de las razas de perros más inteligentes que existen. A los collies se los suele usar para que pastoreen a las ovejas, para que les impidan dispersarse, y cuando una se aleja, el perro la devuelve al rebaño, y después de haber pacido en los campos o en las colinas, las lleva de vuelta al redil. Claro que Horace es poco más que un cachorro todavía y no ha sido adiestrado.

Joseph fue a abrir la ventana y se quedó ahí a observar cómo su hija se enamoraba. Ella no tardó en estar sentada en el sofá con el perro a su lado, este jadeando con la lengua fuera encantado mientras ella lo exploraba suavemente con sus sensibles manos, y riéndose, cuando primero le lamió una mano y luego la cara.

– Uy, papá, mírame. Y mira a Horace.

– Estoy mirando, cariño -dijo él.

Observaba también a la señorita Martin, sentada junto a su hija, al otro lado del perro, acariciándolo con ella y contándole la historia de cómo lo adquirió, embelleciéndola bastante, y haciéndola parecer mucho más cómica de lo que fue en realidad. Tenía la impresión de que estaba tan absorta en la conversación con su hija que había olvidado su presencia. Era muy fácil ver cómo se había convertido en una profesora exitosa y por qué él había percibido una atmósfera feliz en su escuela.

– Recuerdo que me dijiste -dijo la señorita Martin- que en todas las historias que inventas aparece un perro. ¿Te gustaría contarme una de esas historias y que yo te la escriba?

– ¿Ahora? -preguntó Lizzie, riendo y apartando la cara de otra entusiasta lamida.

– ¿Por qué no? Tal vez tu padre me encuentre papel, pluma y tinta.

Entonces lo miró con las cejas arqueadas y él salió de la sala sin más. Cuando volvió, ellas estaban sentadas en el suelo con el perro en el medio echado de espaldas mientras ambas le friccionaban el vientre. Las dos se estaban riendo, con las cabezas juntas.

Sintió una especie de revoloteo muy al fondo de su interior.

Entonces la señorita Martin se sentó ante una mesita y comenzó a escribir mientras Lizzie le contaba una morbosa historia de brujas y brujos practicando sus malas artes en un bosque en el que se perdió una niña un día. Los árboles se cerraban alrededor de ella, aprisionándola, las raíces salían del suelo haciéndola tropezar y les brotaban tentáculos que le rodeaban los tobillos haciéndola caer, mientras en el cielo retumbaban los truenos, presagiando otras catástrofes terribles. Las únicas esperanzas que tenía de escapar de ahí era su corazón intrépido y un perro que apareció de repente y comenzó a atacarlo todo, menos a los truenos, y que, finalmente, sangrando y agotadísimo, la guió hasta la orilla del bosque, y desde ahí ella oyó a su madre cantando en el jardín lleno de perfumadas flores. Al parecer la tormenta de truenos no se extendió más allá bosque.