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– Ya está -dijo la señorita Martin, dejando la pluma en la mesita-. La tengo entera. ¿Te la leo?

Se la leyó, y cuando terminó Lizzie dio unas palmadas, riéndose.

– Esa es mi historia «exactamente». ¿La has oído, papá?

– Sí.

– Podrás leérmela.

– Te la leeré -concedió él-, pero no cuando estés en la cama antes de dormirte, Lizzie. Tal vez «tú» puedas dormir después de eso, pero seguro que «yo» no. Todavía estoy temblando de miedo. Pensé que los dos perecerían.

– Vamos, papá. En el final de las historias los personajes principales viven felices para siempre.

Él buscó los ojos de la señorita Martin. Sí, en los cuentos, tal vez. La vida real solía ser diferente.

– Tal vez, Lizzie -dijo-, podríamos salir al jardín con la señorita Martin; así podrás nombrarle todas las flores. El perro puede venir también.

Ella se levantó de un salto y alargó un brazo hacia él.

– Acompáñame a buscar mi papalina.

Él avanzó un paso hacia ella y se detuvo.

– Sé mi niña lista y ve a buscarla sin mí. ¿Puedes?

– Claro que puedo. -Se le iluminó la cara-. Cuenta hasta cincuenta, papá, y estaré de vuelta. Pero no tan rápido, tonto -añadió, riendo alegremente cuando él comenzó a contar.

– Uno… dos… tres -comenzó él de nuevo, más lento, y ella salió de la sala.

Pasado un momento el perro se levantó y la siguió.

– Es capaz de hacer muchísimas cosas, ¿verdad? -dijo-. He sido negligente. Debería haberle organizado algo mucho antes. Lo que pasa es que siempre ha sido muy pequeña y el cariño y la protección me parecían suficientes.

– No se culpe -dijo la señorita Martin-. El cariño vale más que cualquier otro regalo que pudiera darle. Y no es demasiado tarde. Once años es una edad buena para que descubra que tiene alas.

– ¿Para volar lejos de mí? -dijo él, sonriendo triste.

– Sí, y para volar de vuelta a usted.

– Libertad. ¿Es posible para ella?

– Sólo ella puede decidir eso.

Entonces él oyó los pasos de Lizzie por la escalera.

– Cuarenta… cuarenta y uno… cuarenta y dos -contó en voz alta.

– ¡Aquí estoy! -gritó ella fuera de la puerta. Entonces apareció, sonrosada y entusiasmada, con los párpados agitados, mientras el perro pasaba corriendo por su lado-. Y aquí está mi papalina -añadió, moviéndola.

– Ah, bravo, Lizzie -dijo la señorita Martin.

Estuvieron una hora en el jardín hasta que la señora Smart llevó la bandeja con el té. Lizzie se dedicó a uno de sus juegos predilectos: inclinarse sobre las flores, tocarlas y olerías para identificarlas. A veces se cogía las manos a la espalda y hacía el juego sólo con el olfato. La señorita Martin también lo intentó, con los ojos cerrados, pero se equivocaba tantas veces como acertaba, y Lizzie se reía regocijada. También escuchó atentamente la clase de botánica que le dio, señalando las partes y cualidades de cada planta, mientras Lizzie palpaba la planta de la que estaba hablando.

Joseph se había quedado sentado mirando. Casi nunca había tenido tiempo libre para observar a su hija. Cuando la visitaba, normalmente él era el centro de toda la atención de ella. Ese día tenía a la señorita Martin y al perro, y aunque lo llamaba con frecuencia para que se fijara en algo, se veía claramente que lo estaba pasando muy bien con sus acompañantes.

¿Así podría haber sido su vida familiar, pensó, si hubiera estado libre para casarse joven, cuando conoció a Barbara y se enamoró de ella? ¿Se habría sentido tan feliz con su esposa y sus hijos como se sentía observando a la señorita Martin y a Lizzie? ¿Habría sentido esa satisfacción, esa dicha?

Ellas estaban inclinadas sobre un pensamiento, con las cabezas tocándose, el brazo de la señorita Martin rodeándole la cintura a Lizzie y el de Lizzie sobre los hombros de la señorita Martin. El perro dio unos ladridos cerca de ellas y luego echó a correr persiguiendo a una mariposa.

Buen Dios, pensó de repente. Condenación, seguir con esos pensamientos no le haría ningún bien. Era exactamente lo que había resuelto no hacer esa tarde.

Tendría su vida familiar. La esposa y madre no serían ni Barbara ni la señorita Martin, y ninguno de sus hijos sería Lizzie. Pero la tendría. Comenzaría a cortejar en serio a Portia Hunt esa misma noche. Por la mañana iría a visitar a Balderston y después haría su proposición formal. Seguro que ella se relajaría más cuando estuvieran comprometidos oficialmente. Seguro que ella debía desear algo de afecto, calor, cierta intimidad familiar en su matrimonio también. Sí, seguro que sí.

Llegó la señora Smart con la bandeja del té, interrumpiendo sus pensamientos, y las damas fueron a sentarse a la mesa. La señorita Martin lo sirvió.

– Lizzie -dijo, después de distribuir las tazas y los pasteles-, quiero verte tomar más aire fresco durante el verano. Lo pasaste bien la tarde en Richmond Park, ¿verdad? Me gustaría verte caminar, correr y saltar otra vez, y encontrar más flores y plantas que aún no conoces. Quisiera llevarte conmigo al campo a pasar unas semanas.

Lizzie, que estaba sentada al lado de su padre, lo buscó a tientas con la mano libre. Él se la cogió.

– No deseo ir a la escuela, papá -dijo.

– No se trata de una escuela -le explicó la señorita Martin-. Una de mis profesoras, la señorita Thompson, va a llevar a diez niñas de la escuela a pasar unas semanas en Lindsey Hall, en Hampshire. Es una mansión grande en el campo rodeada por un inmenso parque. Van a ir a pasar unas vacaciones ahí, y yo iré también. Algunas de mis niñas, verás, no tienen padres ni hogar, así que deben quedarse con nosotras durante las vacaciones. Intentamos que pasen bien sus vacaciones con muchísimas actividades y mucha diversión. Pensé que podría gustarte venir conmigo.

– ¿Tú vas a ir papá?

– Iré a una casa cercana a pasar unas semanas -contestó él-. Podré ir a verte.

– ¿Y quién me va a llevar?

– Yo -dijo la señorita Martin.

Él miró atentamente a Lizzie. Había desaparecido de sus mejillas el poco color que le había producido la hora al aire libre.

– Tengo miedo -dijo ella.

Él le apretó más la mano.

– No tienes por qué ir. No tienes por qué ir a ninguna parte. Yo buscaré a alguien que viva aquí y sea tu acompañante, una persona que te caiga bien y que sea amable contigo.

Tal vez la señorita Martin manifestaría su desacuerdo con él. Tal vez opinaría que él debía insistir en que su hija encontrara sus alas, que debería obligarla a abandonar el nido, por así decirlo. Pero ella no dijo nada, y, en realidad, le había dicho todo lo contrario, ¿no? Le había dicho que Lizzie debía decidirlo ella sola.

– Esas niñas me odiarían -dijo Lizzie.

– ¿Por qué iban a odiarte?

– Porque tengo hogar y un papá.

– No creo que te odien por eso.

– Yo no diría que tengo un papá -dijo entonces Lizzie, alegrando la cara-. Simularía que soy igual que ellas.

Y eso era exactamente lo que la señorita Martin le había dicho a la duquesa de Bewcastle al describirle a Lizzie, que era una niña desamparada recomendada por su agente en Londres. ¿Y él no iba a protestar? ¿Se avergonzaba de ella, entonces? ¿O simplemente se doblegaba ante lo que la sociedad esperaba de un caballero?

– ¿Y harían cosas conmigo? -Preguntó la niña, volviendo la cara hacia la señorita Martin-. ¿Me considerarían una molestia?

Nuevamente Joseph tuvo que admirar su sinceridad. No se precipitó a negarlo.