– Eso tendremos que descubrirlo -dijo-. Serán educadas, por supuesto. En mi escuela aprenden buenos modales. Pero de ti dependerá hacer amigas.
– Pero es que nunca he tenido amigas.
– Entonces esta será tu oportunidad para tener algunas -contestó la señorita Martin.
– ¿Y volvería aquí después de esas semanas?
– Si quieres.
Lizzie se quedó muy quieta, ya sin tocarlo a él. Se pasaba las manos por la falda, lo que indicaba que estaba nerviosa. También se mecía hacia delante y hacia atrás, como hacía a veces cuando estaba muy preocupada. Se le agitaban los párpados y sus ojos se movían debajo. También movía los labios, en silencio.
Joseph resistió el deseo de cogerla en sus brazos.
– Pero tengo mucho miedo -repitió la niña.
– Entonces te quedarás aquí -dijo él firmemente-. Comenzaré inmediatamente a buscarte una acompañante.
– No he querido decir que no voy a ir, papá, sólo que tengo miedo.
Continuó meciéndose y pasándose las manos por la falda, mientras la señorita Martin no decía nada y él se sentía resentido con ella, sin ninguna justificación, por supuesto.
– Lo he aprendido todo sobre la valentía en algunas de las historias que me has contado, papá -dijo Lizzie al fin-. Uno sólo puede demostrar valor cuando tiene miedo. Si no se siente miedo, no hay ninguna necesidad de valentía.
– ¿Y siempre has deseado hacer algo valiente, Lizzie? -le preguntó la señorita Martin-. ¿Como la Amanda de tu historia, cuando podría haberse escapado antes del bosque si no se hubiera detenido a rescatar al perro de la trampa para conejos?
– Pero no sólo para luchar contra las brujas y el mal, ¿verdad? -dijo Lizzie.
– También para entrar en lo desconocido -dijo Claudia-, cuando es más fácil aferrarse a lo que es conocido y seguro.
– Entonces creo que seré valiente -dijo Lizzie, pasado otro corto momento de silencio-. ¿Te sentirás orgulloso de mí, papá, si lo soy?
– Siempre estoy orgulloso de ti, cariño -dijo él-, pero sí, me sentiría especialmente orgulloso si fueras tan valiente como para ir. Y sería muy feliz si resultara que lo pasas tan bien allí como creo que lo pasarás.
– Entonces iré -dijo ella, decidida, y al instante dejó de mecerse-. Iré, señorita Martin.
Y acto seguido se giró a cogerse del brazo de él, se subió a su regazo, abrazándolo, y escondió la cara.
Él la abrazó, echó atrás la cabeza y cerró los ojos. Tuvo que tragar saliva, pues se sentía ridículamente a punto de echarse a llorar. Cuando abrió los ojos vio que la señorita Martin los estaba mirando muy seria, nuevamente en su postura de disciplinada profesora, o como su muy querida amiga.
Sin pensarlo, alargó el brazo sobre la mesa. Después de mirarle la mano un momento, ella puso la suya encima.
Ah, la vida es amargamente irónica a veces, pensó. De nuevo se sentía como si hubiera encontrado una familia donde no podía haber ninguna, justo cuando estaba obligado por el honor a proponerle matrimonio a una mujer que nunca deseaba que la besaran.
Cerró la mano sobre la de la señorita Martin y se la apretó fuertemente.
CAPÍTULO 14
A última hora de una tarde, dos semanas después, Claudia ya se había puesto su viejo y fiel vestido de noche azul y se estaba peinando, pues había declinado el amable ofrecimiento de la duquesa de Bewcastle de contar con los servicios de una doncella. Se sentía inexplicablemente deprimida, cuando tenía todos los motivos para estar muy animada y contenta.
En Lindsey Hall la trataban como a una huésped de honor, no como a una profesora a cargo de un buen grupo de alumnas de no pago. Y dentro de media hora estaría de camino con la familia Bedwyn hacia una cena de celebración y velada social en Alvesley Park. Allí vería a Susanna. También vería a Anne, que sólo el día anterior había llegado de Gales con Sydnam y sus dos hijos.
El trayecto desde Londres hacía solo unos días había ido sobre ruedas, aun cuando Lizzie estuvo llorando un buen rato después de dejar su casa y despedirse de su padre, y se aferró a ella. Pero Susanna y Peter, con los que habían viajado, fueron muy amables con ella, y el perro se echó a su lado, y cuando se detenían los coches y la niñera de Harry se lo llevaba a Susanna, le fascinaba que la dejaran tocarle la manita y acariciarle la pelusilla de la cabeza.
Fue maravilloso volver a ver a Eleanor y a las niñas que ya estaban con ella en Lindsey Hall, y tuvo la impresión de que todas se alegraron verdaderamente de verla. A Lizzie la saludaron con cautela y curiosidad, pero la misma noche de su llegada, Agnes Ryde, la más dominante de las chicas, pues tenía dieciséis años, decidió tomar bajo su protección a la niña nueva, y Molly Wiggins, la menor y la más tímida, la eligió como su amiga especial y le cogió firmemente la mano. Y casi enseguida se ofreció a cepillarle el pelo y la llevó a la habitación que iban a compartir, mientras Agnes la llevaba cogida del otro brazo.
También fue fabuloso volver a ver a Flora y a Edna, y descubrir que las dos no cabían en sí de felicidad por la suerte que les había deparado la vida, y deseaban presumir un poco ante sus ex compañeras.
La duquesa se mostraba muy amable con ella, como también lord y lady Aidan Bedwyn, los condes de Rosthorn (la condesa era la menor de las dos hermanas Bedwyn) y el marqués de Hallmere. El duque de Bewcastle era cortés; incluso estuvo conversando con ella diez minutos completos durante una cena, y ella no pudo encontrar ningún defecto en sus modales. En cuanto a lady Hallmere, una mañana mientras atravesaba la extensión de césped, procedente del establo, vestida con el traje de montar, después de desearle los buenos días a ella se detuvo a conversar con Molly y Lizzie, que estaban afanadísimas haciendo guirnaldas de margaritas; mientras tanto el perro trataba de cogerse la cola y de atrapar a cualquier bichito volador que cometiera la imprudencia de meterse en su espacio.
Lady Hallmere actuó como una reina condescendiente hacia sus más humildes súbditas, pensó ella, muy poco amable, y enseguida tuvo que regañarse por esa injusticia. A la mujer no le habría costado nada desentenderse totalmente de ellas. Y las palabras que le dijera en Londres la habían escarmentado un tanto también: «Le ha durado mucho el rencor, señorita Martin».
Charlie había venido a verla cada día desde Alvesley, a caballo; un día hicieron una larga caminata por los alrededores del lago, hablando sin parar. Fue igual que en los viejos tiempos; bueno, tal vez no igual. En aquel entonces él era un héroe para ella, un ídolo, un chico incapaz de hacer algo malo o remotamente innoble. Ahora ya no se hacía ninguna ilusión con él. Era un hombre, como todos los demás, con debilidades humanas. Pero no podía negar que encontraba agradable su compañía otra vez, conversar con él. Lo que no sabía era si podría volver a fiarse de él otra vez, pero claro, no era confianza lo que se le pedía, sino sólo disfrutar de la renovación de su amistad, entonces llegó la invitación para ir a Alvesley con todos los demás a excepción de Eleanor, que se ofreció a quedarse en casa con las niñas, algo que para ella no era ningún sacrificio, les insistió tanto a ella como a su hermana, puesto que la mayoría de las reuniones sociales las encontraba un colosal aburrimiento, claro, pensó, dejando el cepillo en el tocador y levantándose a coger su chal de cachemira, esa invitación, y la celebración que la motivaba, era la responsable del bajón en su ánimo. Iba a ser una cena de celebración, aun cuando todavía faltaba toda una semana para la fiesta de aniversario de bodas de los condes de Redfield.
Esta sería una celebración de un nuevo compromiso. El compromiso de la señorita Hunt con el marqués de Attingsborough.
Y era un autoengaño inmenso decirse que era una depresión «inexplicable» la que sentía.
Iba a ir a Alvesley, pues, a celebrar el compromiso de él. No le habría costado mucho presentar una excusa, suponía, pero había decidido que sería una cobardía no ir. Y nunca había estado en su naturaleza no enfrentarse a la realidad. Además, le hacía una inmensa ilusión ver a Susanna y a Anne.