– ¿Quién le otorga poder a la sociedad, Gwen? -le preguntó.
– Interesante pregunta -dijo ella sonriéndole-. La sociedad está formada por personas, sin embargo eso le da una entidad colectiva propia, ¿verdad? ¿Quién le otorga su poder? No lo sé. ¿La historia tal vez? ¿La costumbre? ¿Una combinación de ambas cosas?
¿O el miedo colectivo a que si relajamos cualquiera de nuestras reglas estrictas nos veamos pisoteados por las clases inferiores? El espectro de lo que ocurrió en Francia aún se cierne como una gran amenaza, supongo. Aunque todo eso es ridículo. Por eso me mantengo alejada de la sociedad todo lo posible. ¿Tienes algún problema en particular con ella?
Él estuvo a punto de confiarse a ella. ¿Qué diría si le contara lo de Lizzie como se lo contó a su hermano hacía ya tanto tiempo? Estaba casi convencido de que ella no se escandalizaría ni sería poco comprensiva. Era su prima y su amiga, pero claro, también era una dama. Contestó a su pregunta con otra:
– ¿Alguna vez has deseado irte a vivir al último rincón del mundo para comenzar una nueva vida, donde nadie te conozca ni estés sujeta a ninguna expectativa?
– Ah, por supuesto, pero dudo muy seriamente que exista ese rincón. -Le tocó la mano y continuó en voz baja-: ¿Lamentas esto, Joseph? ¿El tío Webster te obligó a meterte en ello?
– ¿Mi compromiso? -Se rió-. No, claro que no. Portia será una duquesa admirable.
– ¿Y una esposa admirable también? -Lo miró atentamente-. No sabes cuánto deseo verte feliz, Joseph. Siempre has sido mi primo favorito, lo confieso. Y al decir primo, quiero decir primo, puesto que no puedo decir que te haya querido más que a Lauren. Pero claro, Lauren y yo nos criamos más como hermanas que como primas.
Como si la mención de su nombre la hubiera llamado, llegó Lauren a reunirse con ellos, acompañada por la señorita Martin. Pasados unos minutos de conversación, Lauren dijo:
– Gwen, ¿me acompañas, por favor, al salón comedor un momentito? Hay una cosa en la que necesito tu opinión.
Cuando se marcharon, Joseph vio que Neville y Lily estaban saliendo del salón por las puertas cristaleras, llevando con ellos a Portia y a McLeith, al parecer para hacer una caminata al aire libre.
Y así se quedaron prácticamente solos otra vez, él y la señorita Martin. Ella llevaba el vestido azul oscuro que le había visto más de una vez en Londres, y el pelo recogido con la misma severidad de siempre. Volvía a parecer una maestra de escuela, toda su apariencia extraordinariamente sencilla, en contraste con todas las otras damas. Pero él ya no la veía con los ojos de antes. Veía solamente su firmeza de carácter, su bondad, su inteligencia, su… sí, su «pasión» por la vida, cosas que la habían hecho ante sus ojos tan atractiva.
– ¿Está feliz por haber vuelto a ver a sus alumnas? -le preguntó.
– Sí. Es con ellas con quienes me siento a gusto.
– Yo deseo verlas. Deseo ver a Lizzie.
– Y ella desea verle. Sabe que está aquí, no muy lejos de ella. Al mismo tiempo, está convencida de que ya no les caerá bien a las niñas si saben que tiene un padre, y uno tan rico. Me ha dicho que si va, fingirá que no le conoce. Cree que sería un juego muy divertido.
Y claro, eso convenía admirablemente a sus fines, pensó él. Pero lo entristecía pensar que, por motivos diferentes, debieran ocultar su parentesco ante los demás.
La señorita Martin le tocó la mano, tal como hiciera Gwen unos minutos antes.
– De verdad que está muy feliz -le dijo-. Considera estas semanas una aventura maravillosa, aunque anoche me dijo que todavía no desea ir a la escuela, que desea volver a casa.
Él se sintió extrañamente consolado por eso; extraño, pues sería mucho más conveniente para él que ella se marchara a la escuela.
– Quizá cambie de opinión -dijo ella.
– ¿Es educable, entonces?
– Creo que sí, y Eleanor Thompson está de acuerdo conmigo. Nos va a hacer falta inventiva, lógicamente, para introducirla en nuestra rutina con tareas que sean valiosas, interesantes y posibles para ella, pero nunca hemos rechazado un reto factible.
– ¿Qué satisfacción personal obtiene de su vida? -preguntó él, acercándosele.
Al instante deseó ardientemente no haberle hecho esa pregunta tan impulsiva e impertinente.
– En mi vida hay muchas personas, lord Attingsborough, a las que puedo amar de modos abstracto, emocional y práctico. No todo el mundo puede decir lo mismo.
Esa no era una buena respuesta.
– Pero ¿no necesita una persona especial?
– ¿Como Lizzie para usted?
No era eso lo que había querido decir él. Ni siquiera Lizzie era suficiente. Ah, sí que lo era, sí, pero… Pero no para ese centro profundo de él que ansiaba una compañera, una igual, una pareja sexual. En ese momento olvidó totalmente que ya existía esa persona en su vida; que tenía una prometida.
– Sí -dijo.
– Pero no es eso lo que ha querido decir, ¿verdad? -Dijo ella, escrutándole los ojos-. No todos estamos destinados a encontrar a esa persona especial, lord Attingsborough. O si lo estamos, a veces el destino nos hace perder a esa persona. Y ¿qué hacemos cuando ocurre eso? ¿Quedarnos sentados llorando y sintiéndonos desgraciados todo el resto de nuestra vida? ¿O buscar a otras personas para amar, a otras personas que se beneficien del amor que brota constantemente de nuestro interior si no le impedimos a posta que mane?
Él se apoyó en el respaldo del sillón, sin dejar de mirarla. Ah, sí que tenía a esa persona especial en su vida, aunque sólo en su periferia, y siempre continuaría ahí. Ella había llegado demasiado tarde. Pero, en realidad, nunca habría llegado en el momento oportuno, ¿verdad? La señorita Martin no pertenecía a su mundo, ni él al suyo.
– Yo elijo amar a los demás -dijo ella-. Quiero a todas mis niñas, incluso a aquellas que inspiran menos amor. Y, créame -sonrió-, hay muchísimas de esas.
Pero reconocía lo que él siempre había sospechado y percibido en ella: era una mujer esencialmente solitaria. Tal como él era un hombre esencialmente solitario, incluso esa noche, en que estaba reunido un numeroso grupo de parientes y amistades para celebrar su compromiso y él se había convencido de que se sentía feliz.
Iba a tener que compensar de eso a Portia. Iba a tener que amarla con toda la fuerza de su voluntad.
– Debo tratar de emularla, señorita Martin -dijo.
– Tal vez es suficiente con que ame a Lizzie.
Ah, entonces lo sabía. O al menos sabía que él no amaba a Portia como debía.
– Pero ¿es suficiente que no la reconozca públicamente?
Ella ladeó ligeramente la cabeza y lo pensó, reacción característica de ella cuando otras personas se habrían precipitado a dar una respuesta fácil.
– Sé que se siente culpable por eso -dijo ella al fin-, y tal vez con buen motivo. Pero no por el motivo que usted teme. Usted «no» se avergüenza de ella. Le he visto con ella y puedo asegurárselo. Pero está atrapado entre dos mundos, el que ha heredado y al que está firmemente comprometido porque es el heredero de un ducado, y el que se forjó usted cuando engendró a Lizzie con su amante. Los dos mundos son importantes para usted: el uno porque lo obliga el deber, el otro porque está enredado en el amor. Y esos dos mundos tirarán siempre de usted.
– Siempre -repitió él, sonriéndole tristemente.
– Sí, el deber y el amor. Pero especialmente el amor.
Estaba a punto de alargar la mano para coger la de ella cuando llegaron Portfrey y Elizabeth a reunírseles. Elizabeth quería saber lo de la niña ciega que había oído decir que ella había traído a Lindsey Hall.
La señorita Martin les habló de Lizzie.
– Qué valiente y admirable es usted, señorita Martin -dijo Elizabeth-. Me encantaría conocerla, y a todas sus otras alumnas de no pago también. ¿Podría? ¿O parecería una intrusión, como si yo las considerara simplemente un mero entretenimiento? Con Lyndon hemos ampliado la escuela en casa para que asistan todas las niñas de la localidad que puedan, pero he estado jugando con la idea de hacerla también una escuela internado, para alojar a las niñas que viven lejos.