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La duquesa, en cambio, estaba disfrutando encantada justamente de las cosas de las que se quejaba su marido. Él tenía la impresión de que su madre estaba disfrutando más de lo que normalmente disfrutaba en Londres en esa época del año.

De todos modos su padre insistía en que no estaba tan fuerte y sano como le gustaría estar. En una conversación privada le dijo que sospechaba que el prolongado enfriamiento le había debilitado el corazón, y que su médico de Bath no lo contradecía en eso, aunque en realidad tampoco había confirmado sus temores. Fuera como fuera, el duque había comenzado a poner en orden sus asuntos.

Y lo primero que tenía en su lista era a su hijo y heredero.

Joseph tenía treinta y cinco años y estaba soltero. Peor aún, consecuencia directa de estar soltero, no tenía ningún hijo en la sala cuna. La sucesión no estaba asegurada.

El duque de Anburey había tomado medidas para remediar eso. Antes de llamarlo a él había invitado a lord Balderston a venir desde Londres y los dos habían hablado de la conveniencia de alentar un matrimonio entre sus hijos: el marqués de Attingsborough y la señorita Portia Hunt. Habían acordado hacer partícipes a sus hijos (lo de «hacer partícipes» era un simple eufemismo para no decir «ordenar») de sus deseos y luego esperar un feliz resultado antes que terminara la temporada.

Y ese fue el motivo de que lo hiciera venir desde Londres.

– Lo tendré presente, señor -dijo al terminar de abrazar a su madre-. No se me ocurre ninguna dama más apropiada que la señorita Hunt para ser mi esposa.

Lo cual era muy cierto si sólo tomaba en cuenta que su esposa sería también su marquesa, la futura duquesa de Anburey «y» la madre del futuro duque. El linaje de la señorita Hunt era impecable; también lo eran su apariencia y sus modales. En su carácter tampoco veía grandes motivos para poner objeciones. Había pasado bastante tiempo en su compañía hacía unos años, después que ella acabara su relación con Edgecombe y obviamente deseaba demostrar ante la alta sociedad que no tenía roto el corazón; él admiró su ánimo y su dignidad por entonces. Y en los años transcurridos desde aquello había bailado varias veces con ella en bailes y conversado de vez en cuando en otras reuniones sociales. Sólo dos o tres semanas atrás la había llevado a pasear en tílburi por Hyde Park a la hora del paseo de los elegantes. Pero nunca, nunca, hasta ese momento, se le había pasado por la cabeza la idea de cortejarla.

Ahora debía, por supuesto. No se le ocurría ninguna mujer con la que prefiriera casarse. Este no era un argumento sólido a favor de casarse con la señorita Hunt, cierto, pero claro, la mayoría de los hombres de su rango se casaban más por la posición que por un marcado afecto.

Ya en la puerta de la casa, abrazó a su padre, volvió a abrazar y a besar a su madre y le prometió que no olvidaría ninguno de los muchísimos mensajes que había memorizado para dárselos a su hermana Wilma, condesa de Sutton. Después miró hacia su coche de viaje, para comprobar que habían cargado todo su equipaje y que su ayuda de cámara estaba sentado en el pescante al lado de John. Entonces saltó a la silla del caballo que había alquilado para la primera fase del viaje de vuelta a Londres.

Levantó la mano despidiéndose de sus padres, le sopló otro beso a su madre y emprendió la marcha.

Siempre era difícil despedirse de sus seres queridos. Y esta vez lo fue más al saber que su padre bien podría continuar debilitándose. Sin embargo, al mismo tiempo, sus pensamientos saltaron hacia delante con innegable entusiasmo.

Por fin estaba de camino a casa.

Hacía más de una semana que no veía a Lizzie, y ansiaba volver a estar con ella. Ella vivía, desde hacía ya más de once años, en la casa que él comprara trece años atrás, cuando era un joven al que le gustaba fanfarronear por la ciudad, para las amantes a las que emplearía con asiduidad. Aunque al final sólo había empleado a una. Pronto había acabado su tiempo de «correrla».

Siempre le llevaba regalos, un abanico con plumas y un frasco de perfume, pues sabía que a ella le encantarían las dos cosas. Jamás podía resistirse a hacerle regalos y ver su cara iluminada por el placer.

Era consciente de que si no se hubiera ofrecido a acompañar a la señorita Martin y a sus dos alumnas a Londres habría intentado hacer todo el viaje en un largo día. Pero no lamentaba ese ofrecimiento. Era el tipo de galantería que le costaba muy poco, a no ser tal vez por el día extra de camino. De todos modos, había decidido que le convenía alquilar un caballo para el viaje. Estar dentro del coche con una maestra de escuela y dos escolares durante todo el viaje podría ser una buena carga para sus nervios normalmente bien templados, por no decir nada de los de ellas.

Había tenido la clara impresión de que la señorita Martin no lo aprobaba, aunque no logró imaginar cuál era exactamente su objeción contra él. Por lo general les caía bien a las mujeres, tal vez porque normalmente ellas le caían bien a él. Pero la señorita Martin lo había mirado con una expresión bastante agriada, incluso antes que le pidiera recorrer la escuela, lo que de verdad le interesaba.

El coche y el caballo bajaron por la colina hasta el río, continuaron por la calle de la orilla hasta atravesar el Pulteney Bridge y viraron en dirección a la escuela.

Se le curvaron los labios al recordar su encuentro con la señorita Martin. Era la quintaesencia de la maestra de escuela solterona. Un práctico vestido azul gris sencillo, por no decir feo, que la cubría desde el cuello a las muñecas y los tobillos, aun estando en junio. El pelo castaño recogido con cruel severidad en un moño en la nuca, aunque se veía algo despeinado, como si hubiera tenido un día muy ajetreado, que sin duda tuvo. No era particularmente alta ni particularmente delgada, aunque su postura con la espalda recta como una vara daba la impresión de ambas cosas. Mantenía los labios apretados cuando no estaba hablando, y en sus ojos azul gris se reflejaba una aguda inteligencia.

Lo divirtió comprobar que esa era la mujer de la que hablaba Susanna con tanto afecto como una de sus más queridas amigas. La vizcondesa era bajita, vivaz y exquisitamente hermosa; sin embargo, no era imposible imaginársela dando clases en la escuela. Por seca y severa que pareciera la directora cuando estuvo con él, seguro que tenía que hacer bien las cosas. Todas las chicas y profesoras que vio parecían bastante felices y en toda la escuela había una atmósfera general que le gustó. No era una atmósfera opresiva, como lo eran las de muchos colegios.

Su primera impresión fue que la señorita Martin era lo bastante mayor como para ser la madre de Susanna; pero ahora había reflexionado sobre esa impresión, y era muy posible que no fuera mayor que él.

Treinta y cinco años era una edad horrenda para un hombre soltero heredero de un ducado. Ya antes de la reciente entrevista con su padre le había causado inquietud la necesidad de cumplir con su deber, casándose y engendrando el próximo heredero. Ahora ya era algo que no podía seguir ignorando ni dejando para después. Durante años se había resistido a todas las presiones de tipo matrimonial. Con todos sus defectos, que sin duda eran legión, era partidario de las relaciones monógamas. ¿Y cómo podría haberse casado estando irrevocablemente atado a una amante? Pero al parecer ya no podía seguir resistiéndose.

Al llegar al final de Great Pulteney Street el coche y el caballo ejecutaron una serie de virajes hasta llegar a la puerta de la escuela en Daniel Street. Alguien debió haber estado mirando por una ventana, comprendió al instante, porque no bien el coche se detuvo, meciéndose sobre sus ballestas, se abrió la puerta de la escuela y salió un grupo de niñas a la acera, un buen número de ellas, todas en un estado de gran agitación.

Algunas chillaron, tal vez por la vista del coche, que en realidad era bastante espléndido, o tal vez al ver su caballo, que no tenía nada de espléndido, pero era el mejor que logró conseguir dadas las circunstancias, y por lo menos no cojeaba de ninguna de las cuatro patas. O tal vez lo habían hecho al verlo a él, ¡interesante idea!, aunque sin duda ya estaba demasiado viejo para producirles intensas reacciones de placer romántico. Otras cuantas estaban llorando sobre sus pañuelos, lo que alternaban con arrojarse sobre las dos que llevaban capas y papalinas, que sin duda eran las viajeras. Otra niña, o tal vez «damita» sería la definición más correcta, puesto que era tres o cuatro años mayor que las demás, las exhortaba sin ningún resultado a formar dos filas ordenadas. Tenía que ser una profesora, supuso.